lunes, 10 de febrero de 2014

EL JUEZ CASTRO


La última esperanza de la democracia española es un señor bajito, gris y con muy mala leche. Se llama Castro, el juez Castro, y ha dado una azotaina judicial en toda regla a la niña del Rey, que por lo visto estaba demasiado suelta, mimada, consentida. Resulta que la infanta siempre ha hecho lo que le ha dado la real gana, que si unas reformillas en su palacete por aquí, que si unas fiestas, unos viajes y unas clases de salsa y merengue por allá, que si unos libritos de Harry Potter por la face. "Noos, hija Noos", le ha dicho el juez Castro por fin, parándole los pies y exigiéndole recibos, facturas, cosas. Después de más de treinta años de feliz Monarquía, alguien tenía que levantar las milenarias alfombras de Zarzuela, mayormente para espolvorear los misterios que había debajo, por airearlas un poco, y ése es el hombre de moda, o sea Castro. A la derecha mediática y sus pirañas informativas (véase Marhuenda, Anson, Federico and company) les ha faltado tiempo para lanzarse vorazmente sobre el magistrado, al que acusan de ser un juez estrella, como si Castro no buscara otra cosa que salir en las páginas del Hola. Llaman juez estrella al que sencillamente cumple con su cometido, como juró en su día sobre la Constitución, que es la Biblia de la democracia, demostrando así que la Justicia no solo debe perseguir a robagallinas y mecheras. Garzón, Elpidio y Castro, entre otros, son nombres valientes que pasarán con letras de oro a la Historia de España. El país siempre estará en deuda con ellos porque un buen día se atrevieron a traspasar la delgada línea roja, ésa que el señorito traza en la tierra usurpada, con una navaja, echándole un escupitajo al pobre, para que se joda, como dijo Andreíta Fabra, otra sucesora del caciquismo hispano. Castro no tiene pinta de ser una estrella de nada, sino más bien un funcionario de provincias con sobrepeso montado en una Vespa que por la mañana naufraga en un océano de carpetas y archivos, en un pantano de casos atrasados y expedientes sin resolver, mientras que por la tarde lleva al cine a su señora. Castro, si es una estrella de algo, será por haber batido el récord Guinness de folios que ha generado el bochornoso y vergonzante caso Urdangarín. Dicen que tuvo que pagarse un ordenador de su propio bolsillo porque el ministerio no se dignaba a comprarle uno. Dicen que es capaz de recordar en qué estantería, en qué carpeta, en qué tomo está aquella prueba crucial que puede enviar a un delincuente a prisión. Dicen que es trabajador y profesional hasta la extenuación, incorruptible más allá del valor, honrado hasta lo imposible. Para la Historia quedará su interrogatorio duro y directo a la Infanta, que sin duda esperaba un trato de señora mucho más acorde con su alcurnia y solo pudo defenderse como una raterilla de tres al cuarto, o sea con el manido "no me consta", "no lo recuerdo", "lo hice por amor a mi chorbo". En esta España de vendidos, corruptos, fanáticos, navajeros y trabucaires que un hombre quiera cumplir con su deber de hacer justicia es la excusa perfecta para hundirlo. Un país que no respeta y protege a sus jueces está condenado a regresar a la jungla. No me extrañaría que le abrieran expediente con la excusa de cualquier chorrada, por haber fumado un pitillo en el despacho, por haberse dejado abierto el grifo del lavabo, por haber echado un ojo al partido de Copa entre juicio y juicio, por haberse tomado un gin tonic con la abogada de Manos Limpias. Seguro que a estas horas sus enemigos en la sombra ya están buscándole las cosquillas o algún renuncio para meterle un paquete de 30 años de inhabilitación y mandarlo al panteón, con los mártires San Baltasar y San Elpidio. Al cementerio de los hombres justos y honrados, o sea. 

Imagen: elidealgallego.com         

No hay comentarios:

Publicar un comentario