martes, 20 de marzo de 2018

CUARENTA MIL EUROS POR UN CHASCARRILLO SOBRE ORTEGA CANO


(Publicado en Revista Gurb el 15 de marzo de 2018)

La sentencia que condena a la revista satírica Mongolia a pagar 40.000 euros por daño al honor al torero Ortega Cano supone un inquietante precedente y un nuevo paso atrás en el derecho a la libertad de expresión e información en nuestro país. El motivo de la condena, tan desproporcionada como contraria a la jurisprudencia del Tribunal Supremo y del Constitucional que avala el derecho a la crítica periodística en todos sus formatos, es la caricatura del torero que Mongolia incluyó en el cartel anunciador para su espectáculo musical celebrado en Cartagena, en el que Ortega aparece representado como un extraterrestre delante de un platillo volante estrellado. La imagen, más o menos afortunada y más o menos grotesca o ingeniosa –eso depende del gusto de cada cual– iba acompañada de varios eslóganes como "antes riojanos que murcianos", "viernes de dolores, sábados de resaca" y "estamos tan agustito". La sentencia del Juzgado Número 3 de Alcobendas concluye que el chiste de los compañeros de Mongolia no “tenía una finalidad de crítica política o social, sino que la publicación utiliza la imagen para provocar exclusivamente la burla” sobre la persona del diestro, al tiempo que añade que la publicación del cartel tras la reciente salida de la cárcel del extorero cartagenero "acentúa la burla, humillación y ofensa a su imagen, y en su propia tierra natal".
No vamos a entrar aquí en si el fallo contiene más elementos subjetivos que jurídicos, cosa que será debatida en el recurso de apelación que a buen seguro emprenderán los periodistas afectados. En cualquier caso, y siempre desde el respeto a las decisiones judiciales, no podemos estar de acuerdo con el argumento de que la caricatura de Ortega no tenía una finalidad de denuncia o crítica, ya que si bien es cierto que el matador no es un político, sí es un personaje público de relevancia social condenado a dos años de cárcel por un delito muy grave, como fue conducir bajo los efectos del alcohol y haber provocado un accidente de circulación en el que falleció el ocupante de otro vehículo. Ambas circunstancias, tratarse de un personaje de gran notoridad y haber cometido una infracción tan grave, otorga perfecto derecho a cualquier periodista a entrar en el asunto y a realizar una pieza de fuerte contenido crítico, ya sea por escrito o gráficamente.  Pero es que además la juez esgrime un argumento cuanto menos peregrino, y es que los periodistas usaron la imagen del torero sin su permiso. Por esa misma regla de tres cualquier dibujante que empuñara el pincel o cualquier periodista decidido a escribir una columna de opinión contra un personaje de la vida social española debería pedir antes la autorización del interesado, bajo riesgo de herir su sensibilidad, algo completamente absurdo. De llegarse a esa situación delirante, desde ese mismo momento el periodismo, pilar básico de todo Estado democrático, y por ende el derecho a la libertad de expresión y de información, empezarían a encontrarse en grave peligro de extinción. O dicho de otra manera, un par de sentencias más en la línea de la juez de Alcobendas y acabamos como en Corea del Norte, donde el jefe supremo es el único que puede hacer el chiste y los demás le ríen las gracias.
Por tal motivo creemos que detrás de la sentencia contra Mongolia, y también de otras polémicas resoluciones judiciales dictadas recientemente, no solo hay una deficiente y distorsionada interpretación de nuestro ordenamiento jurídico y de la jurisprudencia del Tribunal Supremo y del Constitucional –que en estos cuarenta años de democracia han amparado en todo momento el derecho a informar, denunciar y criticar libremente–, sino un intento de asfixiar el género satírico, que no parece gustar a según qué élites elevadas de nuestro bendito país. Bajo el amparo de la ley mordaza y con la excusa de actuar contra aquellos que hacen apología del terrorismo, algunos jueces han abierto la veda para perseguir no solo a tuiteros, raperos y blogueros más o menos subversivos con el sistema y más o menos dotados de ingenio, sino también a aquellos periodistas que no hacen otra cosa que ejercer su oficio con entera libertad y sin censuras previas, tal como establece nuestra Constitución. ¿Alguien se imagina a un juez francés condenando a los dibujantes de Charlie Hebdo por injurias contra Puigdemont, al que han caricaturizado como un fundamentalista islámico peligroso? La crítica, la diatriba, la invectiva, la burla, el sarcasmo, la ironía, el retintín y hasta la mala baba deben formar parte sin duda del derecho a la libertad de prensa en cualquier Estado auténticamente democrático y sentencias como la que nos ocupan despiden un cierto tufillo anacrónico, un rastro a autoritarismo de otros tiempos y una especie de anhelo de volver a los años de la vieja censura, cuando era el Gobierno quien dictaba lo que era decoroso publicar y lo que no, según las buenas costumbres sociales del lugar. Afortunadamente no estamos en aquellas épocas oscuras (por mucho que algunos se empeñen en conducirnos de nuevo a ese revival) y los compañeros de Mongolia podrán recurrir la sentencia condenatoria ante un tribunal superior. Esperemos que los magistrados de la Audiencia Provincial, y en su caso los del Supremo, estén algo más versados y duchos y enmienden una sentencia que se antoja absolutamente injusta y desproporcionada. Injusta porque no se construye con la argamasa de nuestra jurisprudencia más reciente, sino que va más bien en contra de ella, y desproporcionada porque castigar con el pago de 40.000 euros supone asfixiar económicamente a un medio de comunicación, condenándolo al cierre definitivo, que es adonde parece querer llegar la juez con su durísmo fallo en una especie de secuestro tácito de la revista por la vía de una pretendida sentencia por injurias.
No cabe mucho más que añadir. El derecho a la libertad de expresión y de información consagrado en la Constitución del 78 no debería tener más que un único límite: la difamación gratuita y sin sentido. No parece que este sea el caso de los compañeros de Mongolia, que como profesionales del periodismo satírico ejercían su derecho a la información en forma de sátira, una sátira que por otra parte no es de las más furibundas, brutales y encarnizadas que se puede uno encontrar en un medio de comunicación europeo (véase el citado caso de Charlie Hebdo), sino más bien atemperada, sugerente y fabricada con argumentos informativos. Demonizar la sátira –un género periodístico tan digno como puede ser la noticia o el reportaje–, supone sentar un mal precedente que amenaza el sagrado derecho a la crítica periodística. Hoy ha sido Mongolia, mañana puede correr peligro El Jueves o una publicación como Gurb o el programa El Intermedio de Wyoming o las mismas Fallas de Valencia, donde la sorna y la guasa entre corrosiva y descarnada hacia personalidades públicas, sean políticos o no, forman parte de su misma esencia. Alguien debería parar esta caza de brujas indiscriminada contra la prensa libre. Antes de que nos carguemos la democracia misma.  

Viñeta: Igepzio

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