domingo, 19 de marzo de 2017

EL EMÉRITO



(Publicado en Revista Gurb el 17 de marzo de 2017)

Lo de la familia real española se parece cada vez más a Falcon Crest, el culebrón aquel sobre los millonarios de los viñedos yanquis que tanto nos entretuvo en nuestra juventud, allá por los locos y felices ochenta. Amoríos secretos, faldas y pantalones, cuernos y divorcios, ruinas y miserias, trincamientos a manos llenas, yates a la deriva, palacetes embargados y fortunas venidas a menos. Aquello de los ricos también lloran, pero con coronas y dinastías. Los inquilinos de Zarzuela nos están demostrando que son tan mundanos como cualquiera de nosotros y eso los desacraliza, los desmitifica y los convierte en mortales, para befa y mofa del pueblo español, siempre dispuesto a hacer sangre, chirigota y chascarrillo de los ídolos caídos.
Por lo pronto tenemos a un yernísimo empapelado sin fianza ni confianza, a una hijísima mancillada en el exilio suizo, a un nietísimo con gorra de béisbol que ejerce de macarrilla desestructurado de discoteca y a un anciano Rey emérito a quien el CNI −o quizá la mafia policial confidente de Inda que anda intrigando por los mentideros de Madrid−, acosa y persigue para sacarle grabaciones, pelos, señales y una recua interminable de queridas, enamoradas y mantenidas. Después de Corinna vino Bárbara y después Marta y después… quién sabe lo que vendrá después. ¿Un dosier secreto sobre Gracita Morales? ¿Una foto tórrida con Florinda Chico? Cada mañana nos levantamos con una mujer nueva, como los poetas malditos, cada día nos enteramos de otra dama sorpresa que fue tratada como una reina en las alcobas de los tiempos. Para mí reina no habrá más que una, doña Sofía, que es una señora de los pies a la cabeza en toda su discreción, porte, elegancia e inteligencia macedonia. Por algo será que es griega y no española. Aquí no somos de refinadas filosofías atenienses, aquí somos más de hurgar y despellejar las vidas de reyes, folclóricas y toreros, y en eso nos entretenemos los españoles a lo largo de la historia. De don Juan Carlos siempre hemos sospechado que no solo disparaba su trabuco contra elefantes y rinocerontes, sino contra todo lo que se meneara, con tal de que tuviera nombre femenino de perfume caro, picadero en Madrid y la lengua bien sujeta. El derecho de pernada es lo que tiene. Parecía que con Carlos de Inglaterra y el támpax de Camila Parker, más las cogorzas del príncipe Harry, lo habíamos visto todo sobre las realezas decadentes de esta vieja Europa que se deja seducir por el fascismo. Pero faltaba nuestro Juan Carlos, patriarca de esta última España enmerdada y devaluada a punto de la defunción secesionista. Quién lo ha visto y quién lo ve. Quién reconoce a este hombre que manejaba con pulso fuerte y prudente a la indómita y cainita tribu española. En un abrir y cerrar de ojos, su majestad ha pasado de héroe del tejerazo a bribón de palacio, de arquitecto de la democracia a donjuanillo en horas tristes, de monarca respetado y hasta querido a ligoncete condelecquio de prime time. De personaje icónico del siglo XX a carnaza fácil para Jorgeja y su cuadrilla de muletillas, rejoneadores y gacetilleros rosa. Para eso se ha quedado el rey, antaño majestuoso mirlo blanco, hoy pajarito suelto que vuela con periquitas.
En apenas un momento, el emérito se ha cargado su propia leyenda y eso tiene mérito. Todo el mito, toda la historia legendaria que supo trabajarse entre tanques conspiradores y generalotes traicioneros se le ha caído encima en un instante fatal y ahora al viejo monarca, atrapado por su pasado, como en aquella película de Pacino, Carlito’s Way, se le revuelve la maldición de la dinastía borbona, o sea el panteón de antepasados que hundieron España secularmente y que parecía ya superado, los inútiles carlillos y absurdos felipillos, los cerriles absolutistas, los reyes pasmados y embrujados, los bastardos que florecieron como setas, los rezongones e ineptos, las camarillas de villa y corte, los validos, vendepatrias y parientes que salieron por piernas, llevándose la vajilla y el cristal de Bohemia, en medio de la noche subversiva y republicana. Don Juan Carlos, ya jubilata, ya abdicado del trono y de la vida, ya corcovado y achacoso, ha pasado de las andanzas y memorias triunfantes contadas por Villalonga, Anson o Peñafiel –nobles hagiógrafos del régimen– al cadalso de neón del Sálvame Deluxe, al papel cuché que cada día está más rancio y barato, a los cronicones negros de espías, maderos, plumillas y tertulianos coñazo del Ferreras, hombre de negro que nos trae la mañana judicial, funesta, escandalosa. Don Juan Carlos pidió perdón en una ocasión, aquello tan campechano y juancarlista de "me equivocao, no volverá a ocurrir", y eso le honra. Solo que un pueblo nunca perdona ni olvida, mucho menos el español. "Sueña el rey que es rey, y vive", decía Calderón. Y tanto que ha vivido. Menuda vidorra.

Viñeta: Becs

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