miércoles, 15 de marzo de 2017

EL VALLE DE LOS CAÍDOS

 
(Publicado en Revista Gurb el 3 de marzo de 2017)

Solo una vez estuve en el Valle de los Caídos, de niño y con mis padres. Hay que ir allí para conocer la Historia y poder entenderla, decían los mayores de aquella época. Aunque yo entonces aún no era consciente de que había dos Españas, no solo una, ya tenía la intuición de que unos hacían aquella excursión a Cuelgamuros para escupir sapos sobre la fosa del tirano y otros para honrarle con el brazo devoto, tieso, enhiesto. Recuerdo que el Valle de los Caídos era una amplia explanada de cemento soso bajo una cruz ciclópea que se perdía en el cielo, sobre un peñasco, y unas esculturas alegóricas que no venían a cuento. Hacía mucho calor allí y no había dónde sentarse. Se notaba que los falangistas eran tipos duros que siempre andaban guerreando y nunca se sentaban. Cuando entramos en la basílica, que estaba envuelta en un fuerte olor a incienso rancio, y me pusieron ante la tumba del Generalísimo, un estremecimiento sacudió mi cuerpecillo infantil. Lo primero que se me vino a la cabeza fue aquella vieja película de Drácula en la que Béla Lugosi se levantaba de su ataúd como si tuviera un resorte en el culo. ¿Y si a este señor le da por ponerse de pie y organiza otro 36?, pensaba yo para mis adentros como buen niño de la Transición al que le habían metido en el coco el miedo a una nueva y sangrienta guerra civil entre hermanos. Así que, entre trémulo y curioso, me asomé a la tumba, flanqueada con flores frescas (cómo no) y me aseguré de que la losa era lo suficientemente grande y pesada como para que el abuelete con mala leche del que todo el mundo hablaba no pudiera salir jamás. Qué ingenuidad la mía. En aquel momento aún no sabía que Franco, aunque la revista Hola ya lo había dado por muerto en su histórico cuadernillo cuché a todo color para la posteridad, seguiría estando vivo en la memoria de muchos españoles cuarenta años después. Y tan vivo.
Baltasar Garzón, que es un librepensador utópico, ha debido creer, sin duda por error, que la España de hoy ya estaba preparada para remover los huesos del Caudillo, sacarlos de su fosa Vip del Valle de los Caídos y meterlos en un pudridero del cementerio de su pueblo, que es donde estaría enterrado cualquier jefazo fascistón en un país serio y avanzado. El exjuez ha llevado la cosa a los tribunales pero el Supremo no ha tardado ni un minuto en dejarle meridianamente claro, por si cabía alguna duda, que los restos del viejo son sagrados y no los toca ni Dios, que para eso Dios luchó en el bando nacional. Los señores del Poder Judicial es que son de derechas de toda la vida y no están para ocurrencias de intelectuales progres que no tienen otra cosa que hacer que andar malmetiendo con sermones sobre la libertad, la justicia universal y los derechos humanos. El error de Garzón al solicitar la exhumación de los restos de Franco y Primo de Rivera ha sido no comprender que la posguerra española no terminará nunca, que esa posguerra es eterna, o sea para siempre, porque de lo que se trata aquí es de imponer la sacrosanta cruzada sin fin a través de la Historia, hasta aniquilar al peligroso comunista, al rojo masón, al sodomita y al ateo enemigo de las esencias y valores nacionales. Por eso Franco no morirá jamás ni pasará de página en el proceloso libro de la Historia de España. Por eso el Valle de los Caídos, más que un símbolo del pasado, es como un ministerio más que sigue trabajando a pleno rendimiento, con sus fieles funcionarios y sus decretos diarios. De hecho, hasta tiene una asignación con cargo a los presupuestos generales del Estado, o sea que el descanso del Caudillo lo pagamos todos. Y como el descanso es eterno nuestra deuda también lo es.
La sentencia del Supremo sobre el Valle de los Caídos confirma que este país aún no está maduro para afrontar y superar su historia reciente, mayormente su fascismo, su Guerra Civil y su millón de muertos, cosa que sí han logrado otros países como Alemania o Italia, donde los monumentos a Hitler y Mussolini están totalmente prohibidos. Aquí hemos construido una democracia teatral, formal, de escayola y cartón piedra, ahora que estamos metidos de lleno en las Fallas, pero en el fondo nada cambia, siempre mandan los mismos, los herederos del glorioso imperio español, los caudillitos cortos de mente y estatura pero largos en sueños de grandeza, la aristocracia de sangre azul y sus cortesanos parásitos, los caciques, alcaldotes y ensotanados de siempre. Aquí nos hemos limitado a cambiar la etiqueta de "dictadura" por la de "democracia" y poco más, pero en el fondo el juego es siempre el mismo desde que Isabel y Fernando echaron el polvete unificador ibérico. Por eso los borbones se permiten pasarse la Justicia por sus reales pendones; por eso los banqueros y corruptos entran y salen del juzgado riéndose del pueblo; por eso los ultracatólicos fletan autobuses transfóbicos por media España para propalar con total impunidad su ideología xenófoba llena de violencia y de odio; por eso el Gobierno autoriza manifestaciones fachas, neonazis y otras raleas que recorren las calles principales de Madrid ante el estupor de las personas de bien; y por eso el Tribunal Supremo ordena que dejen dormir tranquilo al Caudillo en su morada suntuosa, que el hombre ya está mayor y no están sus huesos serranos para trajines, mudanzas ni exhumaciones.
Los demócratas tenemos bien claro, desde que murió el Tío Paco, o mejor dicho, desde que no murió del todo, lo que habría que haber hecho con el Valle de los Caídos. Podríamos haberlo convertido en un centro de interpretación del franquismo o en un museo del holocausto en memoria de las víctimas, aunque en ese caso Rafa Hernando, la boca fétida del PP, estaría todo el día dándonos la brasa con eso de que él prefiere ocuparse de los vivos, no de los muertos, sobre todo si los muertos son los otros, los vencidos. Así que lo mejor para quitarnos problemas sería demolerlo de arriba abajo, dinamitarlo, derruirlo piedra a piedra, detonarlo gramo a gramo, reducirlo a polvo y escombro y enviarlo al mismísimo infierno, que es donde estarán, si existe un Dios, aquellos jerarcas del 18 de julio que ocasionaron tanto dolor y tanta muerte a este país. Lo mejor que se podría hacer con el Valle de los Caídos, sueño megalómano de un tirano y pesadilla de todo un pueblo, sería sacar de allí los cuerpos de los miles de pobres desgraciados, represaliados, ejecutados y olvidados que fueron reducidos a la condición de míseros esclavos y obligados a levantar con su sudor y su sangre el infame mausoleo a mayor gloria del vampiro para, por fin, darles un funeral digno de Estado, tal como se merecen. Esa sería la única manera de librarnos de la maldita maldición y devolver a ese pedazo de paisaje yermo de la sierra madrileña la nobleza pura de la tierra limpia de muertos y de crímenes que siempre tuvo. Pero si la sombra del ciprés es alargada, como decía el maestro Delibes, la de Franco parece proyectarse sobre todo el país, sin que podamos huir de ella. Vivimos un franquismo eterno, secular, milenario, del que nada ni nadie puede escapar. Vivimos bajo el yugo perpetuo del patrón ferrolano con voz de vieja de ultratumba. El Valle de los Caídos fue construido como santuario de un dios en miniatura con pelusilla por bigote, aunque al final haya quedado para aquelarres y misas negras de cuatro falangistas de la División Azul, para excursiones baratas de turistas alemanes despistados y para viajes de jubilatas y recién casados desclasados por la crisis que, al igual que en los sesenta, no pueden pagarse una luna de miel en condiciones en París o Punta Cana. Mientras no cerremos la puerta de la necrópolis franquista no conseguiremos abrir la puerta de la verdadera democracia. El Valle de los Caídos que lo clausuren ya. Y que tiren la llave al averno de la historia.

Viñeta: Igepzio

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