martes, 15 de agosto de 2017

DE MACHADO, LA TURISMOFOBIA Y TRUMP




Un informe encargado por el Ayuntamiento de Sabadell aconseja cambiar el nombre a la plaza Antonio Machado al considerar que "bajo la aureola republicana y progresista con que se ha revestido la figura del poeta hay una trayectoria españolista y anticatalanista". Suponemos que los que firman ese disparate histórico saben que don Antonio fue uno de los intelectuales que más se destacaron por su lucha contra el franquismo. Tomó parte en el Congreso de Escritores Antifascistas en 1937, dirigió revistas republicanas para levantar la moral de la población y organizó ateneos obreros y casas de la cultura para que la educación de niños y adultos siguiera funcionando a pesar de la guerra. Todo eso mientras las bombas de la aviación italoalemana arrasaban ciudades enteras. Fue tal su compromiso con la democracia y la libertad que, una vez perdida la República, se vio obligado a partir hacia el exilio y murió poco después en Colliure roto de dolor y pena por cuanto habían visto sus cansados ojos de poeta. De haber caído en manos de los nacionales habría sido fusilado sin contemplación tal como hicieron con Lorca. Por lo visto, ahora estos señores de Unitat pel Canvi, ERC, Crida y Guanyem que gobiernan Sabadell pretenden matarlo dos veces quitándole esa plazuela minúscula y rencorosa que el gran escritor no necesita para nada porque su figura eterna trasciende lo universal. Pero qué sabrá de poesía la muchachada de la CUP cuando ni siquiera ha superado la infantil fase troskista. Ya lo dijo el propio Machado: "En España de cada diez cabezas nueve embisten y una piensa". Si este es el régimen de cretinismo político, ceguera cultural y odio xenófobo que pretenden imponer en Cataluña con la ansiada independencia no podemos decir más que una cosa: pobres catalanes.

La campaña que grupos radicales han emprendido contra el turismo masivo en Cataluña y en otras partes del país no es una buena noticia y lejos de solucionar el problema solo contribuirá a agravarlo. La 'turismofobia', un término que sin duda es consecuencia de la globalización, debe ser condenada, como se condena la homofobia, la islamofobia y cualquier otro tipo de xenofobia. El odio al otro, en este caso al extranjero vacacional, jamás puede ser la solución al conflicto. Echar a patadas de un autobús a los turistas, amenazarlos, expulsarlos de playas y urbanizaciones mediante el recurso del terror, son métodos injustificables en una sociedad democrática y avanzada porque atentan contra los derechos más básicos de las personas, como el derecho a la libertad de movimientos, a no ser coaccionado y a la integridad personal. Sin embargo, pese a que en este caso las formas desacreditan por completo a los grupos activistas que promueven la movilización, no puede negarse que las denuncias que llevan a cabo se sustentan en argumentos justos y razonables. Hace ya tiempo que los cascos antiguos de nuestras grandes ciudades se han convertido en parques temáticos para que miles de turistas se lo pasen bien a toda costa sin importar el daño que puedan ocasionar a terceros. La mayoría de los visitantes o 'guiris' son gente educada y cívica pero con ellos llegan también los gamberros, los exaltados cerveceros, los hooligans, vándalos y hasta delincuentes que no respetan nada ni a nadie. Son los vecinos de los barrios quienes sufren en sus propias carnes las molestias que ocasionan estos auténticos terroristas de la litrona que van dejando tras de sí una estela contaminante de ruido, mala educación, actos de sabotaje y suciedad. Hay que terminar con esa plaga, como también es preciso regular los alquileres de apartamentos de temporada y las empresas tipo Airbnb que los gestionan y que se han convertido no solo en un cáncer para nuestro floreciente sector hostelero sino en un permanente foco de conflictos entre turistas y vecinos. Todas las administraciones públicas deben implicarse a fondo en la solución de un problema que amenaza con liquidar la gallina de los huevos de oro y principal empresa nacional: el turismo. Si estamos condenados a ser un país de servicios, para bien o para mal, al menos hagámoslo con rigor y profesionalidad. Nuestras ciudades milenarias no pueden quedar reducidas a simples abrevaderos de alcohol donde, como sucedía en el Far West, los forasteros, borrachos y pistoleros terminen imponiendo su ley. En este caso, la ley del desmadre.

Donald Trump, presionado por los medios de comunicación, por la opinión pública, por los republicanos de buena fe (que alguno habrá) y por el descenso en su nivel de popularidad, ha tenido que reconocerlo al fin: "El racismo es el mal". Pues ya hemos avanzado algo. Parecía imposible pero el presidente del mundo acaba de superar su primer curso de parvulario. "El racismo es el mal". Sujeto, verbo y predicado. Algo tan sencillo y parecía imposible que lo entendiera ese pedazo de adoquín tejano. En general, la gente empieza por la escuela y después hace dinero. Ese es el gran problema del líder del pelo pajizo, que empezó por hacerse rico sin pasar por los libros previamente. Ahora, una vez aprendida la primera lección, llegarán las siguientes y todo será mucho más fácil: "matar es malo"; "la violencia engendra violencia"; "mentir es inmoral" (aunque se haga por Twitter); "el nazismo es la destrucción del ser humano"; "mujeres y hombres tienen los mismos derechos"; "tomar por el pussy a una hembra sin su consentimiento es un delito"; "Europa es un continente"; "Colón descubrió América"; "Mickey Mouse no existe", etc, etc, etc... Tiene mucho que estudiar, pero cuatro años de presidencia dan como para una carrera y al final, si se aplica, sale graduado y todo. La de cosas que puede aprender el Tío Donald en este mandato. Incluso a apretar el botón rojo. ¡Y sin el manual de instrucciones!

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