viernes, 15 de abril de 2022

PESTE DE NEGACIONISTAS

(Publicado por Diario16 el 5 de abril de 2022)

El mundo contempla el horror de la ciudad de Bucha tras la retirada de las tropas rusas. El grado de salvajismo e inhumanidad recuerda en buena medida a las escenas que se vivieron en la Europa ocupada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Decenas de cuerpos maniatados y desperdigados por las calles, cadáveres descompuestos y apilados en los sótanos de las casas, víctimas con evidentes signos de tortura, algunos de ellos niños. Ya se han recuperado los restos de al menos trescientas personas. En Mariúpol la barbarie puede alcanzar niveles aún más espantosos e intolerables y según cálculos de las organizaciones humanitarias han podido ser exterminadas más de 5.000 personas. La ciudad, que ha quedado completamente devastada por las bombas de Putin, se ha convertido en el gran símbolo de las atrocidades perpetradas por el sátrapa del Kremlin.

El infierno en la Tierra vuelve a aparecer ante nuestros ojos. La opinión pública internacional va sabiendo, con cuentagotas, qué es lo que ha sucedido en las ciudades ucranianas asediadas en las últimas semanas. Bruselas se prepara para imponer nuevas sanciones y los diplomáticos rusos son expulsados de las principales ciudades de Occidente. Las pruebas de gravísimos crímenes contra la humanidad se acumulan a cada minuto que pasa. Ante esta catástrofe humanitaria, las autoridades rusas se defienden alegando que todo es un montaje, un teatro de variedades, mientras que los asesinados serían simples actores o figurantes y las imágenes de cuerpos mutilados y amontonados por doquier escenas de una macabra película dirigida por Zelenski, el gran comediante del Hollywood ucraniano.

Las coartadas que pone el Kremlin son calcadas a las que en 1945 argumentaron los jerarcas del Tercer Reich para defenderse durante los juicios de Núremberg. Cuando los fiscales aliados apagaron las luces de la sala de sesiones y proyectaron las horrendas imágenes de los campos de concentración alemanes, algunos procesados nazis que habían colaborado estrechamente con Hitler sonrieron con jactancia alegando que todo aquello no era más que un montaje de los norteamericanos. Fue entonces cuando nació la teoría negacionista del holocausto, embrión de las disparatadas confabulaciones que estamos padeciendo en la actualidad. En Núremberg se propagó la descabellada idea que el régimen hitleriano jamás aniquiló a seis millones de judíos, que las cámaras de gas no eran más que un decorado de cartón piedra, cuando no un mito, y que todas las víctimas fueron consecuencia de una guerra, no de la persecución étnica sistemática ni del asesinato masivo planificado por el Estado totalitario. Incluso se difundió el bulo de que Hitler –el hombre que desde 1933 había lanzado incendiarios discursos antisemitas desde la tribuna de oradores (llegando a proponer la Solución Final para acabar con el pueblo judío al que consideraba enemigo de la raza aria)–, era en realidad un amable protector de los hebreos. Millones de idiotas en todo el mundo creen fervientemente, en pleno siglo XXI, que esa es la verdad y no lo que cuentan los libros de historia.

Hoy las mismas mentiras se propagan como la pólvora en las redes sociales, gran maldición de nuestro tiempo. La propaganda pro Putin, eficazmente trabajada por los bots y hackers de Moscú, ha vuelto a plantar la semilla del cinismo como en su día lo hicieron los nazis. Y un amplio sector de la población está cayendo peligrosamente en el negacionismo del genocidio ucraniano al igual que generaciones anteriores, con el coco comido por los panfletos de Goebbels, cayeron en el negacionismo del holocausto judío.

En Facebook y Twitter circulan bulos de todo tipo, como que los corresponsales de guerra europeos que trabajan sobre el terreno están pagados y a sueldo de Joe Biden. Hablamos de personas propensas a tragarse cualquier gallofa o teoría de la conspiración por diferentes motivos, como la necesidad de reforzar su ideología política (negacionismo doctrinario típico de la extrema derecha); por necesidad de llamar la atención al creer que el resto de la gente no les quiere (negacionismo acomplejado, nervioso o depresivo); por aparentar que son mentes superiores a las demás cuando en ocasiones no han terminado ni el bachillerato (negacionismo narcisista u onanista); por incultura o desinformación (negacionismo paleto o ágrafo); porque las voluntades más frágiles son las que suelen caer en las peores sectas destructivas (negacionismo adictivo o cuelgue lisérgico); o por simple falta de empatía o sensibilidad (hay elementos a los que les gusta especular con el genocidio de miles de personas, con el sufrimiento, el horror y la barbarie de la guerra porque les produce un extraño y enfermizo placer; a estas se las podría encuadrar en lo que llamamos negacionismo psicopático). Luego están los que fantasean con la verdad, que encajaría en una especie de negacionismo de desfaenados, es decir, individuos que tienen mucho tiempo libre y lo malgastan de mala manera leyendo revistas esotéricas o viendo la televisión amarilla de madrugada.

Por supuesto, también los hay que están totalmente convencidos de que soltando burradas en las redes sociales tendrán muchos likes, aumentarán su popularidad y el tráfico en su canalillo de Youtube, lo cual siempre es bueno para el negocio y más en tiempos de hambre. Estos son emprendedores del negacionismo que aspiran a ser como Ibai Llanos y a que Bertín Osborne o Jordi Évole (según de qué pata política cojeen) los llame algún día para la gloriosa entrevista en programas de máxima audiencia. Es lo que se conoce como negacionismo mercantil o negacionismo de pelotazo (también negacionismo de famosete frustrado o con ínfulas), que al propugnar la muerte de la verdad no deja de incurrir en una suerte de corrupción social. Todo por el gran show de la provocación. 

Sin embargo, la mayoría de los negacionistas caen en estas corrientes oscuras y paranoicas de pensamiento única y simplemente porque les produce pánico aceptar la verdad tal como es y porque la realidad les infunde un pavor insoportable (este sector, el del negacionismo infantil, podría tener una disculpa al tratarse de almas cándidas, ingenuas, que se construyen sus propios mundos interiores para que los adultos no les hagan daño). No son violentos trumpistas abascalianos ni nada por el estilo, de hecho, la política les aburre soberanamente. Tan solo intentan huir de un universo que no comprenden y que los traumatiza sin sentido. En general, el negacionismo es síntoma de la neurosis colectiva, del desastre que ha supuesto el posmodernismo, de la liquidación de los nobles valores humanistas de la Ilustración (ya pasados de moda), de la decadencia de Occidente y del fracaso del modelo capitalista de la sociedad de consumo.

De esta manera, cada vez que estalla un acontecimiento mundial de trascendencia histórica surgen negacionistas de todo tipo. Así, Elvis está vivo; el nazismo fue un régimen de paz y prosperidad (también el franquismo); el 11S fue un atentado de falsa bandera organizado por George Bush; la Tierra es plana porque la ciencia nos engaña; el temporal Filomena una alegre lluvia de confetis que se le fue de las manos al alcalde Almeida; el volcán de la Palma una película de sábado tarde; la pandemia una gran mentira orquestada por las élites que beben la sangre de los niños; y la guerra de Ucrania sencillamente no existe porque Putin es un gran hombre y el genocidio (con el consiguiente éxodo de millones de refugiados) debe obedecer a una maquiavélica invención de la CNN. Paciencia es lo que necesitamos para saber llevar a estos raros marcianos. Mucha paciencia.

Viñeta: Currito Martínez

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