domingo, 8 de mayo de 2022

LAVROV


(Publicado en Diario16 el 27 de abril de 2022)

Serguéi Lavrov, ese siniestro ministro de Asuntos Exteriores ruso, nos vuelve a advertir del “riesgo real” de una Tercera Guerra Mundial. Ya no pasa un solo día sin que este lacayo de su amo con cara de espía exsoviético avinagrado nos amargue la vida con el funesto anuncio del apocalipsis mundial. El problema que tiene el señor Lavrov es que la distópica realidad que nos ha tocado vivir (pandemias, cambios climáticos, volcanes, posibles meteoritos, terrorismo internacional, regreso del nazismo, etcétera) nos está curtiendo al extremo, y ya casi nada nos da miedo, mucho menos un tipo que a buen seguro cada mañana, antes de salir hacia la oficina en el Kremlin, ensaya su gesto más fiero ante el espejo para parecerse más a Leonidas Breznev.

Tras estallar la guerra de Ucrania el pasado 24 de febrero, y durante semanas agónicas, millones de occidentales nos fuimos a la cama cada noche temiéndonos que un hongo atómico caería sobre nuestras cabezas de madrugada y ya no volveríamos a despertar jamás. En esos días de una tensión insoportable –Putin llegó a poner sus ojivas en nivel de alerta máxima y apuntando hacia Europa y Estados Unidos– muchos creyeron que era solo cuestión de horas que los misiles rusos nos mandaran para el otro barrio. El consumo de ansiolíticos se disparó, la venta de búnkeres y refugios antiatómicos alcanzó una cifra récord y no pocos ateos se convirtieron al catolicismo creyendo que había llegado la hora del Juicio Final, tal fue la impresión o canguelo del Mundo Libre. Hoy, tras semanas de terror nuclear, la situación ha cambiado y el personal ha terminado por acostumbrarse a esta extraña nueva Guerra Fría (en realidad una guerra caliente).

El miedo a una conflagración nuclear ha pasado a un segundo plano y todos seguimos con nuestras vidas como si tal cosa, conscientes de que no está en nuestras manos evitar una catástrofe cósmica cuya decisión última depende de la mafia rusa, esto es, de una serie de oligarcas muy psicópatas con la cabeza llena de pájaros y de nostalgia por el antiguo imperio zarista. El propio sujeto Lavrov da la sensación de ser un tipo raro a quien vivir bajo la paranoia constante de acabar en Siberia por orden de Putin ha terminado por dejarlo gagá, o sea para atrapar moscas. De alguna manera, pese a la amenaza nuclear, en Occidente hemos seguido con nuestras existencias cotidianas, vamos al trabajo, recogemos a nuestros hijos de la guardería, compramos el pan y vemos el partido de Liga que toque. Medina y Luceño siguen contándole al juez Carretero sus andanzas con las mascarillas del malasio Salchichón, los indepes catalanes siguen amenazando con cargarse a Pedro Sánchez por el caso Pegasus, la prensa deportiva sigue vendiendo entregas del culebrón Mbappé y el alegre Festival de Eurovisión empieza a darnos la turra con las primeras promociones, tal como hace cada año por estas fechas. Es decir, todo como siempre pese al ultimátum del carnicero Lavrov y a que el Reloj del Juicio Final se encuentra a menos de un minuto del colapso definitivo de la civilización humana.

¿Qué ha pasado para que los tronados del Kremlin, sin duda obsesos sexuales o acomplejados (solo así se explicaría la fascinación freudiana que parecen sentir por las pollas gigantes a reacción), hayan perdido su capacidad de amedrentar al mundo? ¿Hemos enloquecido totalmente hasta el punto de que ya ni siquiera nos da miedo que nos frían como chuletones al punto en el maldito hongo nuclear? Nada de eso, simplemente nos hemos adaptado al medio en el más puro sentido darwiniano. Hemos interiorizado que vivimos inmersos en un súbito cambio de época; en una brusca curva del tiempo donde la historia se acelera por momentos; en un mundo absolutamente inestable que puede saltar por los aires en apenas diez minutos, el tiempo que tarde el Satán 2 en despegar de Kaliningrado e impactar contra Rota y Morón de la Frontera. Nos hemos dicho a nosotros mismos aquello que sentenció el gran poeta latino Horacio: carpe diem, “aprovecha el día y no confíes en el mañana”. O sea, tómate un par de birras, haz el amor con tu pareja o parejas (si es que eres poliamoroso), aprovecha el tiempo con tu familia y no pienses en un futuro que quizá no vaya más allá del próximo verano.

Del pánico nuclear hemos pasado, en apenas unas semanas, a una plácida resignación, y ya hemos aceptado con absoluta normalidad la posibilidad de que todo se vaya al garete en un abrir y cerrar de ojos. Nos hemos hecho mucho más fuertes y resilientes de lo que nos creemos, tanto que ya no nos atemorizan las bravuconadas de Putin, el gran archivillano de este mundo Marvel que nos ha tocado la desgracia de vivir. Las amenazas del régimen tiránico de Moscú ni siquiera han podido evitar que los valencianos celebren sus Fallas este año por todo lo alto, como no podrán impedir que los sevillanos se pongan finos a manzanillas en esa maravillosa locura de luces, alegría y música que es la Feria de Abril. La prodigiosa capacidad de adaptación al medio del ser humano (de la que ya dimos prueba durante la pandemia) es la que evita que nos volvamos todos locos.

Así que no nos queda otra que decirle al zumbadillo Lavrov que menos lobos, Caperucita. Si tiene ganas de pulsar el genocida botón, dando satisfacción a sus instintos infantiles frustrados o no superados, que lo haga. Nadie puede impedírselo. Pero que sepa que no le tenemos miedo ni a él ni a Putin, entre otras cosas porque, a base de golpes de la historia, hemos aprendido que es mejor morir de pie y en libertad que vivir esclavo y de rodillas. Así que desde aquí le sugerimos que suba de inmediato al despacho del jefe (como un diligente burócrata lametraserillos), que trague saliva ante el tirano y que le explique que los europeos que inventamos la libertad no le tenemos miedo ni a él ni a sus juguetitos nucleares. Corra, corra, dígale al sátrapa de Moscú que sus bravatas y baladronadas no nos asustan ya. Y rece por el rito ortodoxo para que no le envíe derecho a un gulag.  

Viñeta: Lombilla

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