domingo, 8 de mayo de 2022

MARIÚPOL

(Publicado en Diario16 el 27 de abril de 2022)

Mariúpol se ha convertido en el gran símbolo del horror de la guerra de Ucrania. Se calcula que más de 100.000 personas siguen allí, atrapadas, recluidas en un inmenso gueto, condenadas a vivir en condiciones infrahumanas y a morir como simple ganado. Nadie sabe con exactitud qué está pasando en la ciudad cruelmente asediada por las tropas rusas. Moscú asegura que ha tomado el principal bastión de la resistencia ucraniana, proclamando la victoria sobre el lugar y dando por conectado el sur del país con la región prorrusa separatista del Dombás y Crimea (lo que supone el control de las rutas comerciales por mar). Sin embargo, cualquier noticia que llegue del Kremlin debe ser tomada como propaganda, bulo y montaje, vulgares maniobras propias de la peor de las dictaduras.

Quienes han estado en Mariúpol y han vuelto para contarlo relatan que allí ya no queda nada. Las bombas de Putin lo han arrasado todo. Las imágenes aéreas o vía satélite revelan un paisaje devastado, edificios en ruinas, montañas de escombros, tierra quemada y un silencio estremecedor. Habría que remontarse a las fotografías del Dresde duramente bombardeado por los aviones aliados, o de Hiroshima y Nagasaki tras los ataques nucleares norteamericanos de 1945 que pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial, para ver algo similar. Mientras tanto, los supervivientes del nuevo Stalingrado se han refugiado donde pueden. Millares de ellos permanecen ocultos en la planta siderúrgica de Azovstal, un gigantesco complejo industrial del tamaño de Venecia. “Estamos sufriendo bajas, la situación es crítica… Tenemos muchos heridos, algunos están muriendo”, asegura Serhiy Volyna, comandante de las fuerzas de la 36 Brigada de marines de Ucrania en Mariúpol.

Dentro de la fábrica escasean los alimentos, el agua, las medicinas. Los excrementos se acumulan, el coronavirus se da un festín. Algunas imágenes y vídeos que los supervivientes han conseguido subir a las redes sociales muestran a gente encerrada en los sótanos, sombras desarrapadas y demacradas que se mueven como fantasmas a la luz de las velas en medio de una oceánica oscuridad. “La situación está empeorando rápidamente”, afirma el comandante, que reconoce desconocer el tiempo que pueden resistir en tan lamentables condiciones. Diversas oenegés han reclamado un alto el fuego para que toda aquella pobre gente pueda salir de su agujero y ponerse a salvo a través de los corredores humanitarios. Putin se ha negado en rotundo. A Rusia no solo le interesa la conquista, poner de rodillas a Ucrania, sino también dar un escarmiento a la población por sus coqueteos con Europa y la OTAN y sus sueños de occidentalización. Esta no es una guerra de desnazificación (ese obsceno sarcasmo repetido por el sátrapa de Moscú) es una guerra de colonización, de expansión y anexión imperialista, de recuperación de los territorios perdidos por la antigua URSS. Hoy es Ucrania, mañana será Moldavia, Polonia, Bulgaria… Nadie está a salvo del enloquecido exagente del KGB.

A esta hora se cree que junto a los civiles refugiados en la acería Azovstal –un enorme polígono de la era soviética compuesto por un laberinto subterráneo de galerías y pasadizos apto para resistir los ataques aéreos– hay también un batallón de soldados ucranianos, no menos de 2.000, que resisten el asalto de las fuerzas rusas. Putin ha dado a su ejército la orden de bloquear esa planta para que “no escape ni una mosca”. Un ataque contra las instalaciones podría terminar en una auténtica carnicería por ambos bandos y ni siquiera un genocida como Putin está dispuesto a asumir el elevado coste que la operación supondría para su megalómana imagen personal. De ahí la siniestra metáfora de la mosca. No obstante, el pasado fin de semana comandos rusos intentaron penetrar en el complejo sin conseguir avances sustanciales. En el último momento, el Alto Mando moscovita dio orden de frenar el plan. Pero allí siguen los miles de supervivientes sitiados, a los que los rusos han condenado a una muerte lenta y agónica, como aquellos numantinos que finalmente decidieron optar por el suicido antes que caer en poder de los conquistadores romanos.

Fuera de la acería, en las calles de Mariúpol, no se ve un alma. Solo cadáveres abandonados, basuras, chatarra militar por doquier y perros que vagan de un lado a otro buscando comida. Se sospecha que los soldados invasores están tratando de borrar las huellas del genocidio con crematorios móviles para hacer desaparecer los muertos. Una operación de limpieza en toda regla en la que estarían empleando vehículos especiales a los que son arrojados los cadáveres de los cientos de civiles vilmente exterminados. Ochenta años después de Auschwitz, asistimos a la macabra modernización de aquellos viejos hornos incineradores del Tercer Reich. Una vuelta más de tuerca al delirio de los generales de Putin, que están alcanzando niveles de inhumanidad y de violencia estatal organizada, estructurada, como no se veía desde los tiempos del nazismo. Con todo, esta vez las bestias han aprendido la lección de la historia. Si los lacayos de Hitler que diseñaron la Solución Final para los judíos dejaron demasiadas pruebas, documentos, supervivientes y campos de concentración prácticamente intactos –un material probatorio decisivo durante el posterior juicio de Núremberg– los jerarcas del Kremlin tienen órdenes específicas de destruir cualquier indicio de los crímenes cometidos por el ejército ruso en Mariúpol. Limpiando todo rastro de genocidio será aún más difícil llevar a los asesinos ante la Corte Penal Internacional, el órgano judicial que debe juzgarlos por crímenes de lesa humanidad.

Pero, sin duda, y como en toda guerra, las puertas del infierno conducen a un siniestro lugar: las fosas comunes. La comunidad internacional sospecha que puede haber decenas de ellas repartidas por todo el término municipal. Algunas imágenes vía satélite han captado hasta 200 tumbas clandestinas en los últimos días. Los expertos temen que ese cementerio situado en el noroeste de Manhush, una pequeña localidad situada a unos 19 kilómetros al oeste de Mariúpol, sea solo la punta del iceberg. Las aproximaciones más optimistas apuntan a que más de 20.000 personas han podido ser asesinadas durante el salvaje asalto de las últimas semanas. Por supuesto, el coste para el ejército invasor también está siendo elevado, aunque todo son conjeturas, ya que Moscú nunca da las cifras reales de muertos. Solo sabremos cuántos soldados fueron llevados al matadero cuando todo haya pasado o cuando las madres rusas pierdan el miedo, se asocien, hagan recuento de los hijos desaparecidos y lancen un mensaje al mundo entero. Ese será el principio del fin de Vladímir Vladímirovich Putin. El más grande y sangriento genocida del siglo XXI.

Viñeta: Iñaki y Frenchy

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