viernes, 9 de agosto de 2013

ORSON WELLES

Por lo visto han encontrado la primera película que rodó Orson Welles allá por los años mudos del primer siglo XX. Se trata de Too Much, Johnson, la historia de un mujeriego que para ocultar una infidelidad cambia de nombre y apellidos. Aparentemente se trata de un argumento sencillo, trivial, tan viejo como el comer, porque bien mirado qué casanova no ha hecho encaje de bolillos alguna vez para ocultar un braguetazo a destiempo. Sin embargo, en esa cinta perdida, en ese trozo de celuloide comido por el polvo del tiempo, se encuentra ya el manifiesto artístico del genial, inmensurable y gordo director norteamericano. Dicen los que han visto el film que en él están los hallazgos cinematográficos orsonianos, los trucos mágicos que iban a revolucionar el mundo del arte y el arte del mundo: el picado y contrapicado, los atrevidos movimientos de cámara, el ángulo imposible. Todos esos recursos, que más tarde emplearía Welles en Ciudadano Kane, se anticipan ya en esta película sobre un adúltero fornicario que huye de un marido enfurecido por las calles humeantes de aquel Manhattan mítico en blanco y negro. Welles fue el ojo del siglo XX, el ojo de pez deformado que nos puso ante la realidad dislocada y neurótica de un siglo violento, diabólico, inhumano. Welles fue el Picasso del cine que revolucionó el séptimo arte distorsionando y doblegando la imagen hasta extraer de ella la auténtica esencia. Demostró que el fondo es sobre todo forma, que no hay obra de arte sin un ojo y un estilo propios. Se puede contar la historia más anodina y vulgar del mundo (como la de ese Johnson infiel que va perdiendo el trasero en su huida sexual por la gran manzana neoyorquina) y elevarla a la categoría de pieza maestra única y universal. Proust lo hizo con una simple magdalena. Joyce lo hizo igualmente con sus personajes corrientes de aquel Dublín brumoso y etílico. Bellow lo volvió a hacer con sus sátiras judías sobre el intrascendente hombre moderno. No hay argumento sin forma, todo argumento es una forma de contar, desde construir una novela hasta pintar un cuadro o hacer una película. El triunfo en la literatura está en hacérselo bien, en saberlo escribir sublime, y eso es algo que se está perdiendo por efecto fatal del vertiginoso mercado y por el hundimiento de la cultura. El periodismo, que debería ser literatura de lo cotidiano, va hoy a lo fácil y barato, los artículos y reportajes aburren por abúlicos y previsibles y las faltas de ortografía son escupitajos en la cara del lector. Y qué decir de muchas novelas escritas solo para vender mucho y pronto. Ni Paquirrín las escribiría peor. Hay que volver a Welles una y otra vez, porque en Welles está el artesano, no la máquina; el fabricante, no la fábrica. Welles cuidaba cada milímetro de metraje, mimaba cada fotograma, cada plano, cada secuencia. Sin duda, yo de Welles me quedo con Sed de mal. Cuando la vi por primera vez sentí auténtico pánico. Todo el edificio lógico, seguro y coherente que había construido hasta entonces se derrumbó con estrépito con esa película. Hank Quinlan, aquel policía corrupto, aquel pasma seboso y podrido de crímenes que no era otro que el mismo Welles disfrazado de Welles, me enseñó que todos podemos llevar un potencial Bárcenas dentro de nosotros mismos. Y uno se pregunta si España no será hoy un inmenso distrito fronterizo (a la mejicana) plagado de Quinlans que van y vienen con sus maletines secretos, sus grabaciones clandestinas, su dinero negro y perverso. No sé si Too much, Johnson será tan buena como Sed de mal. Pero seguro que es mejor que cualquiera de esas chorradas que nos vende la execrable, estúpida y vomitiva cartelera de verano. El verano narcótico con su habitual dosis de glúteos playeros, telemierda nocturna e insoportable mediocridad. No nos perdamos este regalo cuando llegue a las salas de cine.

Imagen: elmundo.es

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