miércoles, 21 de septiembre de 2022

CARLOS III

(Publicado en Diario16 el 9 de septiembre de 2022)

Isabel II trabajó para el ejército británico durante la Segunda Guerra Mundial, un gesto que nunca olvidaron sus súbditos. Su heredero Carlos pasará a la historia como el hombre que quiso ser un támpax. Esa es la triste verdad del anciano llamado a suceder tras la muerte de la Reina Madre. Isabel fue mucho más que una jefa del Estado para su pueblo, fue la abuela de todos, otro pariente en el retrato de familia de cualquier hogar inglés, además de un icono pop que reventó los índices de popularidad instaurando una Corte de estrellas del rock, artistas de cine e intelectuales, todos ellos elevados a la categoría de Sir o Dame. Elton John, Paul McCartney, Adele, Mick Jagger y otros punkis millonarios, en calidad de posmodernos caballeros de la Mesa Redonda, hicieron más por la monarquía que todos los reyes del panteón de Windsor. Hasta 007 le hizo propaganda con aquel numerito del helicóptero en la inauguración de los Juegos de Londres de 2012.  

En las próximas horas el sempiterno príncipe será entronizado bajo el nombre de Carlos III. Su esposa, Camila Parker, también accederá a la Corona. No será el mejor final para un cuento de hadas ni el “fueron felices y comieron perdices”, pero qué se le va a hacer. Así se escribe la historia. De cualquier forma, Carlos puede considerarse un hombre afortunado. A sus 73 tacos cualquier hombre está pensando en jubilarse; él tocará por fin el suave terciopelo del trono dorado. La vida le ha dado otra oportunidad de reconciliarse con su pueblo. Desde que Lady Di dijese aquello de que en su matrimonio “siempre fueron tres”, muchos británicos aún no le han perdonado los amoríos clandestinos. Luego llegó el trágico accidente en el Túnel del Alma, la llorada muerte de la princesa de Gales, reina del pueblo, y los rumores de que aquello había sido un atentado planificado en palacio.

Los británicos amaban a Lady Di, de hecho la veían como la nueva Isabel II. La reina solidaria que abrazaba a los enfermos de sida, la dama de los ojos de un dulce azul y la mirada piadosa que promovía campañas contra las minas antipersonas y que marcaba tendencia con sus trapitos subastados para causas benéficas en Sotheby’s. El personaje fue tan bien construido que hasta el colectivo gay la ungió como gran símbolo de la causa. Mientras su figura era idolatrada, al heredero de la triste figura, las orejas de soplillo y las horteras faldas escocesas le cogieron ojeriza por sus devaneos con su amante. Aquel flirt mundialmente televisado vino a alimentar una cierta imagen de zángano, parásito y cortesano ocioso del primogénito. Al príncipe Carlos le colgaron el cartel de lord que vivía por y para el té de las cinco y también de adúltero, mientras que a Camila le echaron las cruces como a esa antipática madrastra o bruja malvada que vino a romper el cuento feliz de Camelot. En realidad, toda monarquía es el reflejo en el espejo de un pueblo en un tiempo determinado y el affaire amoroso de ambos personajes no hacía sino sacar a la luz la hipocresía de una sociedad pacata y puritana cuando está en Londres pero que se da a la orgía desenfrenada, a la borrachera total y al balconing en las playas de Magaluf.

Las últimas encuestas apuntan a que el pueblo británico ya ha perdonado a Carlos de Inglaterra. Lo cual no quiere decir que vaya a acercarse a la dimensión y trascendencia histórica que alcanzó su madre. Sin duda, la edad juega en su contra. A los 73 años cualquier mortal está pensando en la jubilación más que en la construcción de un reino. Los retos a los que se enfrenta son tremendos. La monarquía no atraviesa por su mejor momento (cada vez son más las voces que reclaman una república), la falsa promesa del Brexit no ha conseguido sacar al país de la crisis galopante, Irlanda del Norte y Escocia avanzan en sus procesos independentistas y negros nubarrones se ciernen sobre la Commonwealth, un residuo del antiguo imperialismo británico que Isabel II intentó mantener unido a toda costa. La muerte de la Reina Madre agrieta aún más una organización que ha perdido el componente sentimental y político para quedarse en un mercado comercial, por mucho que los nacionalistas del dimitido Boris Johnson pretendan recuperar el esplendor de los viejos tiempos del Imperio Británico.

A favor de Carlos III juega su perfil de hombre preocupado por la cultura (lo cual rompe con la tradición de los Windsor, que siempre fueron más de la caza del zorro, del críquet y de los caballos de Ascot) así como sus convicciones ecologistas (empezó a avisar de los efectos del calentamiento global antes que Greta Thunberg). Pero tendrá que ganarse el cargo en una época convulsa repleta de movimientos rupturistas y antisistema. Para empezar, deberá explicar lo del escándalo de los maletines, ese sospechoso donativo de un millón de libras de la familia Bin Laden que por lo visto le cayó del cielo. Ahí hay otra maldición árabe como la que persigue a nuestro emérito.

Isabel II ya es historia, pero la decadencia de Inglaterra, un país viejo y cansado que mira hacia el populismo xenófobo y fascista como remedio a todos sus males, no empieza con la muerte de la gran monarca invisible que supo ganarse el corazón de su pueblo. La crisis viene de lejos, tanto como de Margaret Thatcher, aquella otra reina en la sombra que puso los cimientos de un Reino Unido ultranacionalista que nada tiene que ver con aquel de Winston Churchill que se enfrentó a las bombas nazis.

La operación Unicornio está en marcha. Los restos de la reina fallecida serán trasladados desde la residencia de verano de Balmoral a Londres. Los presentadores de la BBC de riguroso luto anglicano, la Abadía de Westminster sumida en un silencio sepulcral, los cuervos de la Torre de Londres entonando su réquiem. A la Reina Madre le quedan siete días de farragosas exequias, comitivas y tediosos funerales, como manda la pompa y circunstancia. Morirse es un coñazo. Para una reina todavía más.

Viñeta: Igepzio

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