martes, 20 de septiembre de 2022

LOS ANIMALES

(Publicado en Diario16 el 2 de agosto de 2022)

“El que es cruel con los animales no puede ser un buen hombre”, decía Schopenhauer. “Hasta que no hayas amado a un animal, una parte de tu alma permanecerá dormida”, sentenció Anatole France. Y Oscar Wilde creía que aquel que pasa tiempo entre perros y gatos corre el riesgo de volverse una mejor persona. Lógicamente, todas estas reglas de oro escritas por grandes personajes de la historia de la humanidad tienen sus excepciones. Se puede vivir entre mascotas y ser un perfecto desalmado malnacido. Ahí está el caso de Hitler, que amaba a su perra Blondi más que a los seis millones de judíos que envió a las cámaras de gas. Pero en general podemos decir, sin temor a equivocarnos, que ningún país puede considerarse a sí mismo culturalmente avanzado, civilizado y democrático sin una ley que prohíba y castigue el maltrato animal.

La historia del ser humano es el tortuoso camino hacia la luz de la civilización dejando atrás la oscuridad de la crueldad y la barbarie. España, desde ayer, ha solucionado otra carencia inadmisible. El pasado año, 285.000 perros y gatos abandonados terminaron en las jaulas de las protectoras y oenegés animalistas. Un auténtico holocausto. La nueva ley de derechos animales supone un avance más del que, sin duda, debemos sentirnos orgullosos. Lógicamente, la nueva normativa nace imperfecta si tenemos en cuenta que este país sigue conservando tradiciones atávicas y diversiones íntimamente enraizadas con el maltrato. Seguimos haciendo del martirio del toro nuestra gran fiesta nacional y son muchos los pueblos de nuestra geografía que siguen pasando el rato descuartizando vaquillas entre hordas de catetos y garrulos con la camisa sudorosa y el aliento empapado en vino. En eso no hemos salido de la fascinación por la reminiscencia cretense/minoica, de la tribu, del tótem fetichista. En ese culto ancestral, casi una maldición que nos persigue desde tiempos inmemoriales, seguimos siendo un pueblo prehistórico que hace del sacrificio de un ser vivo un espectáculo y de la orgía de la sangre su esencia más arraigada. Detrás de la fiesta nacional solo hay el complejo de un pueblo que quedó anclado en el recuerdo del primitivismo neolítico, la mala metáfora de la dominación del hombre sobre las fuerzas cósmicas (hoy ya sabemos que esa errónea concepción antropocéntrica del mundo solo conduce al cambio climático y a la destrucción de la naturaleza) y la exaltación del poder macho. Haría falta un gobierno valiente que acabara con la peste de la tauromaquia, una siniestra crueldad envuelta en el celofán del traje de luces, en la alegría fúnebre del pasodoble y en los absurdos tratados sobre el supuesto arte de la manoletina, la banderilla y el descabello. Lamentablemente no ha nacido el gobernante que se atreva a prohibir las corridas de toros en nuestro país. Nos queda el loable intento de Cataluña con el cierre de la Monumental de Barcelona, pero pensar que esa medida pueda extenderse a la España profunda, a la España de la boina y el cortijo (que todavía existe), resulta hoy por hoy una utopía tan inalcanzable como acabar con la guerra o el hambre en este desquiciado planeta.

También nace coja la ley en lo referente a la prohibición de cazar animales en vías de extinción como el lobo. Es verdad que esta especie se ha recuperado notablemente gracias a los ambiciosos programas de protección que se han puesto en marcha. Pero últimamente, en comunidades como Asturias, Cantabria y Castilla y León, vuelven a sonar los cuernos de caza y los tambores fanatizados de cuadrillas y monterías que presionan a sus gobiernos para que levante la veda. Si acabamos con el lobo, lo pagaremos caro. Todo el ecosistema se verá gravemente alterado, la cadena trófica se tornará caótica, afectando a la fauna y la flora, y la ruina de los bellos parajes del norte está más que asegurada en un futuro no tan lejano. Si algo nos está enseñando el cambio climático es que el equilibrio natural es mucho más delicado de lo que pensábamos. Si tocamos una pieza clave, todo el edificio biológico se desmorona. Lo estamos viendo estos días en Galicia, donde el marisco empieza a escasear. Años de sobreexplotación han tenido una nefasta consecuencia: la escasez alarmante de almeja y berberecho, dos de los mariscos estrella que hacen de la ría de Arousa un lugar único en el mundo. En poco tiempo, estos platos solo se verán en las mesas de los poderosos como un producto de lujo (el cambio climático también juega en contra de los más pobres). Comer mejillón solo estará al alcance de unos cuantos privilegiados, los que puedan pagarse el manjar. El siguiente paso será la ruina del sector pesquero, del turismo y de los restaurantes de la zona. Nada será como antes sin el fresco marisco, hoy al alcance de todos como gran símbolo de que la democracia iguala a las diferentes clases sociales, al menos en lo gastronómico.

En cualquier caso, sea bienvenida una ley de protección tan justa como necesaria. A partir de ahora se castigará con cárcel el maltrato, abandono y sacrificio de animales. Adiós a las peleas de gallos, al tiro al pichón, a los animales de circo amaestrados a punta de látigo. Cada vez será más difícil encontrarse con el típico energúmeno embrutecido apaleando a un perdiguero o colgándolo de un árbol por la cabeza con cualquier motivo, como que el perro ya no sirve para cazar. Con la ley en la mano y aplicándola con rigor es como se lucha contra la barbarie del violento instinto primario y se da un paso más hacia la civilización. Ellos no lo saben, pero hoy es un gran día para todos los animales, esos seres que nos acompañan fielmente y cuya misteriosa mirada desprende mucha más racionalidad y compasión que la del enloquecido homo sapiens.

Viñeta: Pedro Parrilla

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