martes, 27 de septiembre de 2022

LA DERROTA DE PUTIN

(Publicado en Diario16 el 17 de septiembre de 2022)

Las autoridades ucranianas han encontrado una fosa común con 440 cadáveres en la ciudad de Izium, al noroeste del país, tras la bochornosa retirada de las tropas rusas. La tierra le devuelve al genocida Putin la sangre que ha cosechado. El jerarca del Kremlin había planeado una invasión rápida, limpia, sin apenas oposición. Sin embargo, se ha encontrado con la bravura de un pueblo, el ucraniano, que en ningún momento se ha rendido en la defensa legítima de su territorio. La numantina resistencia de los invadidos ha ido minando, día a día, la capacidad militar de un ejército, el ruso, que en los primeros momentos hizo ostentación de gran poderío militar tratando de amedrentar a la Unión Europea, su gran objetivo. Pronto se vio que sus tanques eran poco menos que carromatos del siglo pasado embarrancados a las primeras de cambio; que los soldados (muchos de ellos jóvenes inexpertos enviados a morir al frente) estaban mal pertrechados y alimentados; y que los arsenales, bombas y misiles se reducían a un montón de chatarra soviética, obsoleta e inservible.

En un primer momento de la invasión el mundo entero llegó a pensar que Rusia tomaría Kiev en cuestión de días. Pero cuando aquella columna de blindados de más de sesenta kilómetros de largo quedó bloqueada frente a la capital ucraniana, como un gigantesco gusano moribundo, se comprobó que Putin no tenía más que morralla oxidada, despojos de acero de una época dorada, la soviética, que ya no volverá. Por un instante, el delirante presidente creyó que podría resucitar la grandeza de la URSS; hoy despierta de su sueño de grandeza y percibe con frustración que ya no engaña a nadie. Se ha demostrado que Rusia es una superpotencia venida a menos que no puede con los focos de resistencia de un ejército ucranio bien armado por Occidente y nutrido con valientes milicias populares, panaderos, maestros de escuela, obreros, funcionarios y mecánicos que, de la noche a la mañana, decidieron convertirse en improvisados soldados para defender a su país.  

Con el paso de los meses, las fuerzas invasoras han ido cediendo terreno. Ciudades que los rusos tardaron semanas en conquistar, palmo a palmo, han sido recuperadas por sus legítimos dueños en apenas unas horas. Hoy la bandera azul y amarilla ondea en no pocas localidades liberadas, la moral de los ejércitos de Zelenski está por las nubes y hasta los más pesimistas expertos militares (esos que pensaban que Kiev caería en una hora) ya no descartan que las tropas ucranianas puedan llegar hasta la región del Donbás e incluso hasta Crimea, las dos perlas ucranias que Putin ha conquistado a sangre y fuego saltándose la legalidad internacional. Produce estupor y cierto sonrojo comprobar cómo el glorioso ejército ruso, ese mismo que fue capaz de hacer frente a los nazis en Stalingrado, se repliega sobre sí mismo, a la desesperada, en busca del último refugio en el santuario del Este del país, la única zona que Moscú todavía controla.

Todo lo cual nos lleva a preguntarnos para qué ha servido esta guerra tan absurda como inútil que se ha cobrado millares de vidas de uno y otro bando, qué clase de generales cobardes se plegaron a los deseos del dictador, cómo pudo ocurrir que en la Plana Mayor de uno de los mayores ejércitos del mundo nadie se enfrentara al loco para frenar su megalomanía imperialista e impedir un proyecto expansionista que va camino de convertirse en el Vietnam de los rusos. Nadie tuvo agallas para hacerlo, pero hoy, a medida que se consuma la debacle militar del régimen putinesco, cada vez son más las voces que han perdido el miedo, como esos 85 concejales de tres ciudades rusas que han firmado una declaración pública contra el sátrapa exigiendo su renuncia por “incompetente”, por haber provocado una guerra injustificada con miles de muertos y por haber llevado al país a la ruina tras las sanciones económicas internacionales. Hay que tenerlos muy bien puestos para firmar esa diatriba contra un tirano autócrata que no duda en tirar del viejo manual del KGB para liquidar de un balazo o con unas gotas de polonio en el café a los disidentes que molestan.  

Las tropas de Putin huyen en desbandada en todas partes como en su día lo hicieron los ejércitos de Hitler que fueron expulsados de la URSS. En su retirada vuelan puentes, destruyen el material militar que queda por el camino y arrasan pueblos enteros como los nuevos vándalos del siglo XXI. La misma estrategia de “tierra quemada” que bajo el nombre de Orden Nerón aplicó el Tercer Reich ante el avance de las tropas aliadas en territorio alemán. El Führer reclutó a niños y los envió al frente como carne de cañón cuando la guerra ya estaba irremediablemente perdida. Putin alista a presos peligrosos a los que ofrece la libertad condicional a cambio de matar ucranianos en la Legión Wagner. Un fascista jamás se detiene en su espiral de locura ni firma paz alguna; solo la derrota total le para los pies.

De momento, tras la retirada del ejército ruso por la contraofensiva ucraniana, emerge de debajo de la tierra la macabra verdad, la horrible materialización de las ideas genocidas del Gran Paranoico del Kremlin. Las fosas comunes, las cunetas sembradas de muertos, las cámaras de tortura de Járkov, máxima expresión del fascismo putinesco. Dicen que el presidente ruso empieza a tener miedo, que ya no duerme dos noches seguidas en el mismo lugar, que se rodea de su fiel guardia pretoriana (también de catadores de comida para evitar que lo envenenen) y que vive para meterse en su búnker de lujo, como una rata asustada, con la obsesiva idea de apretar el botón atómico. Solo un misil nuclear de baja intensidad arrojado sobre Ucrania le permitiría ganar esta maldita guerra. Esa es la única carta ganadora que le queda en la mano, un naipe suicida, puesto que la radiactividad no conoce de fronteras y el aire contaminado se volvería de inmediato contra el pueblo ruso. Todo lo demás lo ha perdido. Todo salvo la amistad de China. Ya corre bajo las faldas de Xi Jinping.

Viñeta: Pedro Parrilla

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