miércoles, 29 de mayo de 2013

TATUAJE


Supongo que se habrán fijado ya en que hoy todo quisqui lleva tatuaje y el que no lo lleva es un anacrónico, un antiguo, un carca. El tatuaje es el símbolo de la moda loca de estos tiempos revueltos y todos quieren cincelarse un escorpión en el culo para sorprender al otro, al soltero exigente, como dicen los anuncios de contactos que proliferan en televisión. En los últimos años el tatuaje se ha universalizado mucho por varias razones. Primero porque el personal está hastiado de todo, vive en constante proceso de cosificación, de vaciamiento existencial, vital, y se ha diluido definitivamente en la sociedad de consumo, por lo que busca nuevas experiencias. Finiquitadas las ideologías, el hombre postmoderno vive para el último anuncio summertime del Corte Inglés, con jamona maciza incluida, o el último capítulo de "Mujeres y hombres y viceversa", y solo le queda tintarse el bíceps con una palabra china que no entiende ni dios para reivindicar su individualidad perdida. ¿Se imaginan a un coreano que vive al otro lado del mundo tatuándose la palabra "botijo" en el pecho? Ridículo. No tiene sentido. 

El problema es que al final todos terminan tatuándose los mismo símbolos, los mismos dibujos, y esa supuesta originalidad termina degenerando en reiteración, en copia, en producción en serie aburrida y previsible. Vivimos un hartazgo del tatuaje, todos tatuaditos y con la ingle brasileña depiladita, porque si no, no estás en la onda, en el rollo. Uno, empachado de ver personas como tebeos andantes, desconfía del tatuado/a, del que solo se puede esperar algo que ya ha visto u oído antes. Si yo fuera un joven de ahora huiría de la mujer collage, buscaría una zagala virgen de tatuajes para encamarme con ella, un cuerpo silvestre y limpio por explorar, porque ahí es donde está lo nuevo, la autenticidad y el morbo. En la cama, tanto cómic por delante y por detrás, en pecho y espalda, en glotis y epiglotis, despista, desvía la atención de lo importante, y al final te pones a disertar como si estuvieras en el Reina Sofía, cuando a la hora del sexo se trata de todo menos de pensar. El tatuaje fue la primera expresión artística del hombre neolítico, aquello tenía un sentido cultural y religioso (ahora unos científicos han descubierto que la moral también viene del mono) pero tras muchas generaciones, revoluciones y guerras, hemos llegado al vulgar conejito playboy pegado en el muslo, un fetiche sin fuste, sin significado alguno (no me ponen los pobres conejos, que ya tienen bastante con nadar en la cazuela criminal). Hasta hace poco el tatuaje era cosa de presidiarios, marineritos y legionarios, el Cristo en un brazo y el amor de madre con el ancla en el otro, pero hoy lo lucen hasta los pijos de Nuevas Generaciones. No hace mucho leí que habían encontrado una momia en los Alpes austro-italianos con 57 tatuajes en la espalda, y no era la Duquesa de Alba.     
La fiebre tattoo lo invade todo por deformación cultural, por degeneración artística. El cuerpo, el culto al cuerpo, el gran argumento del absurdo siglo XXI, se ha convertido en el verdadero objeto artístico, todo es body painting por influencia del arte malo actual, y cualquier día Sotheby's termina subastando a un maromo en cueros, en pose fauno, con un lacito rojo en el cuello y la polla tatuada con motivos aztecas. El arte contemporáneo renuncia ya a la verdad y busca la provocación por la provocación, el más difícil todavía, como en el circo, el circo del arte, y si es posible grafitear un bello canalillo o un seno claro y límpido pues se ensucia con una pegatina insulsa que no dice nada, que no reivindica nada. Manolo Vázquez Montalbán ya vio lo fútil del tatuaje e inauguró la novela negra española con una gran parodia.
Eso sí, el tatuaje se ha convertido en reclamo tonto y convencional del apareamiento humano (mayormente en el gimnasio) como las crestas llamativas de esas aves exóticas que hacen pua, pua. El tatuaje apoyado en la barra de un bar es signo de distinción muscular y fuerza  bruta, signo de unos tiempos líquidos en los que todo se derrumba y todo se diluye, como dice Zygmunt Bauman. El tatuaje es el fósil social firme, hormonado, siliconado de una época decadente. En un bar, que es donde la colonia de un hombre se la juega durante el cortejo, primero te preguntan el nombre (a veces ni eso) y después le hacen un repaso de arriba abajo, con examen tipo test, a la cantidad y calidad de la pigmentación de tus tatuajes, que es lo que mola. Hoy, si no vas tatuado, chaval, es que eres un gilipollas.


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