viernes, 4 de junio de 2021

LA FRONTERA DE EUROPA


(Publicado en Diario16 el 25 de mayo de 2021)

La reacción de la Unión Europea ante la crisis migratoria en la frontera sur española está siendo unánime, coordinada, ejemplar. La eficacia con la que Bruselas está manejando la situación no debería sorprendernos, a fin de cuentas se ha producido la agresión de un Estado exterior contra uno de los socios comunitarios que exigía una respuesta inmediata y contundente. Pero han sido demasiados años de dejaciones y cinismos, de mirar para otro lado hipócritamente y de lavarse las manos, de burócratas solo preocupados por la construcción de la Europa del dinero, olvidando la Europa de los valores y las ideas, la Europa de los derechos humanos, la Europa del humanismo, en fin.

Había demasiados antecedentes que hacían presagiar lo peor, demasiadas ocasiones en que el viejo continente se ha puesto de perfil. Cabe recordar el desastre que ha ocurrido y que sigue ocurriendo en Lampedusa, en la isla de Lesbos, en la frontera oriental, en los límites con Turquía, en tantos lugares donde la UE se ha desentendido de los inmigrantes que llegan por miles huyendo de la guerra, de la miseria y el hambre. Los campos de refugiados atestados de personas sin unas mínimas condiciones de vida; las largas colas de desplazados como en los peores años de la posguerra mundial; las cargas policiales y el drama de los niños abandonados. La imagen escalofriante del pequeño Aylan muerto en la orilla de una solitaria playa turca que jamás podremos sacarnos de la cabeza.

Sin embargo, esta vez ha sido diferente. Algo ha cambiado, aunque solo sea formalmente y de una forma incipiente. Apenas estalló la crisis en la playa de El Tarajal, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, transmitía su “solidaridad” con España mientras la comisaria europea de Interior, Ylva Johansson, advertía a Marruecos de que “las fronteras españolas son fronteras europeas”. Fue un claro aviso a navegantes directamente dirigido al sátrapa de Rabat para que cesara en su chantaje, para que dejara de arrojar a su gente al mar y para que frenara en su loco intento de utilizar a los niños como arietes humanos contra España, una de las maniobras políticas más deleznables que se le recuerdan no solo a un rey, sino a un gobernante.

Sin duda, esta vez Bruselas no ha dejado que el socio afectado por una brutal oleada humana del tercer mundo quede solo frente a la catástrofe. La UE parece haber entendido que este drama humano del éxodo y la inmigración nos concierne a todos, no solo a los países que mantienen frontera con África, sino también a los lejanos suecos, a los prósperos alemanes y a los felices franceses, todos esos occidentales que piensan que porque viven en el rico norte o en la opulenta Centroeuropa van a conseguir escapar de un cataclismo humano que se vuelve contra nosotros tras siglos de colonialismo, dominación, explotación y abandono de países miserables.

No, esta vez ha sido distinto; esta vez Bruselas parece haber despertado en su oasis de placer, cayendo en la cuenta del apocalipsis que se está cociendo al otro lado de la puerta, al otro lado de la maldita verja, al otro lado del infame muro alambrado de la indecencia. “Prefiero morir aquí, en Ceuta, que volver a Marruecos. Llegaré a Francia sea como sea”, decía en la televisión un muchacho marroquí de los cientos que la pasada semana se arrojaron al agua para nadar a contracorriente, a vida o muerte, a todo o nada en busca de la costa del futuro.

Europa, la adormecida y aburguesada Europa, ha visto con sus propios ojos, en prime time, la auténtica cara del monstruo del hambre. Mucha de esa gente que chapotea a la desesperada en El Tarajal, la inmensa mayoría de esa marea humana, no sueña solo con entrar en España para quedarse a vivir en un país donde el paro está por las nubes, la economía sigue embarrancada, la democracia ha gripado y las colas del hambre empiezan a recordar mucho a las que se ven en los países africanos. Para ellos nuestro país es solo una estación más, la puerta de entrada para llegar a París, Berlín o Estocolmo. De ahí el horror y el escalofrío que sintieron los prebostes y jerarcas europeos al contemplar las escenas de caos y barbarie en la frontera sur española. “Ya están aquí, vienen a por nosotros”, debieron pensar las élites de la fría Europa. Y han tomado nota.

La crisis pandémica y económica y la ineptitud de unos políticos enzarzados en luchas cainitas está marroquizando España, africanizándola, hasta el punto de que algunos barrios y extrarradios lumpen de nuestras grandes ciudades ya no se diferencian demasiado de los guetos de Burundi, Malaui o Sierra Leona. La pobreza empieza a comernos por los pies a nosotros también y los españoles ya han depositado sus últimas esperanzas de supervivencia en el milagroso calendario turístico. Todo lo fiamos a si los ingleses vacunados nos van a levantar el semáforo rojo o seguirán poniéndonos en la lista negra de lazaretos contagiosos europeos, en cuyo caso podemos darnos por finiquitados. 

La rápida reacción de Bruselas a los pocos minutos de que Mohamed VI abriera la puerta del infierno, provocando una catástrofe humanitaria sin precedentes, nos permite pensar que algo se ha movido esta vez en las grandes cancillerías europeas, donde han debido comprender que el sindiós migratorio no solo es cosa de arruinados españoles, indolentes italianos o harapientos griegos –los africanos fallidos de la UE–, sino que también les concierne a ellos, ya que cada inmigrante y cada drama humano que pasa al otro lado de la frontera entre la pobreza y la riqueza, entre la justicia y la injusticia, terminará vagando por las lujosas calles y avenidas de la calvinista Europa más temprano que tarde.

Si es cierto eso de que la pandemia solo se superará con la solidaridad de toda la comunidad internacional (ya vamos mal, solo diez países ricos han acaparado el 75 por ciento de las vacunas administradas, según denuncia Guterres en el Consejo de Seguridad de la ONU) la catástrofe bíblica de la inmigración tiene una única vía de salida: tratar a los que llegan como personas y no como ganado; darles amparo y refugio; y llevar la democracia y el progreso a aquellos países reducidos a simples vertederos del mundo desarrollado. La solución está en nuestras manos.

 Viñeta: Pedro Parrilla

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