jueves, 5 de septiembre de 2019

BORIS

(Publicado en Diario16 el 30 de agosto de 2019)

En el Reino Unido hay quien dice que el primer ministro, Boris Johnson, ha dado un golpe de Estado. Quizá sea una exageración en un país acostumbrado a la paz burguesa y a la estabilidad política sin sobresaltos. Pero su decisión de cerrar el Parlamento durante cinco semanas para salvar un Brexit duro sin acuerdo –con el refrendo de la reina Isabel II– es una medida que ha conmocionado a la opinión pública de una de las democracias más antiguas y consolidadas del mundo. Habría que remontarse a los tiempos de Carlos I de Inglaterra para encontrar un episodio similar en la historia del Reino Unido. En aquella ocasión el monarca disolvió el Parlamento en 1629 y gobernó sin él durante los siguientes once años.
El derecho de disolución de los Parlamentos proviene precisamente del sistema parlamentario británico y cada democracia lo regula en sus constituciones de una forma particular. En general, puede decirse que rara vez se utiliza (siempre en casos muy tasados) de modo que tiene un carácter excepcional y siempre asociado a circunstancias de especial relevancia. En España, por ejemplo, las legislaturas duran cuatro años, y transcurrido ese plazo el rey disuelve las Cortes Generales para convocar nuevas elecciones. También se cierra el Parlamento en caso de moción de censura, cuando ninguno de los candidatos a la Presidencia del Gobierno obtiene la investidura del Congreso (en ese supuesto el rey tiene que decretar la disolución de la Cámara Baja y del Senado) y cuando se declara el Estado de alarma, excepción y/o sitio en todo o en parte del territorio nacional. Es decir, en nuestro país ni siquiera el rey podría decidir por sí mismo la clausura de las Cortes, ni tampoco negarse a firmar el decreto de disolución cuando sea requerido para ello por el presidente del Gobierno o por el presidente del Congreso de los Diputados. Nuestra Constitución quiso ser garantista para que el Jefe del Estado no pudiera atribuirse la facultad de disolver el Parlamento, algo propio de monarquías absolutas y de dictaduras. De modo que si Santiago Abascal, líder del partido ultra Vox, está teniendo tentaciones de seguir los pasos de Johnson ya puede ir abandonando la idea.
En general puede decirse que la disolución es un instrumento para arreglar los conflictos que surgen entre el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo. Se articula como un arma del Gobierno en sus relaciones con las Cámaras y para contrarrestar la influencia del Parlamento. La mayoría parlamentaria sabe que en caso de denegar la confianza al Ejecutivo y provocar su caída este puede replicar disolviendo las Cámaras y convocando nuevas elecciones, en las que esos parlamentarios tendrán que afrontar el riesgo de perder su escaño. En última instancia se le da la palabra al pueblo para que dirima el conflicto surgido entre ambos poderes: los electores ratificarán en las urnas al Gobierno o provocarán su sustitución en caso contrario.
De cualquier forma, la disolución del Parlamento fue un privilegio que ostentaban algunos monarcas del Antiguo Régimen y que utilizaban como medio de deshacerse de un Parlamento hostil, como ocurrió en Inglaterra en 1629. De ahí que todo aquel político que pretenda aplicar esa drástica medida en un régimen constitucional se arriesga a ser considerado un absolutista, un antidemócrata o sencillamente un dictador. Quizá sea esa la pretensión de Boris Johnson, más si se tiene en cuenta que el cierre del Parlamento se considera una especie de triquiñuela, un juego sucio amparado en una interpretación espuria de la leyes constitucionales. No cabe duda de que Johnson se está aprovechando de que el Reino Unido no posee una Constitución escrita y de que la interpretación de las normas fundamentales suele generar controversia.
El pequeño dictador
El provocador, populista, irreverente y berlusconiano primer ministro es “uno de los arquitectos de la catástrofe del Brexit”, según titula la prensa de las islas estos días, un hombre con ínfulas de tirano cuyas decisiones empiezan a aterrorizar a millones de británicos. El inventor del ‘Boris show’ sale a escándalo por semana, como cuando la policía tuvo que acudir a su casa para mediar en una disputa conyugal con su mujer que fue grabada por sus vecinos y publicada por un diario de tirada nacional. Disfruta comportándose como un pequeño dictador en la línea de Trump, Bolsonaro o Salvini y puede decirse que la democracia le desagrada y el parlamentarismo le molesta.
Ahora bien, ¿es legal su decisión de cerrar el Parlamento británico? Al dar la orden de clausurar el curso político para reabrirlo en octubre con un nuevo programa de Gobierno, Johnson no ha hecho más que activar un mecanismo previsto en la ley. Sin embargo, el delicado momento que ha elegido para ponerlo en marcha y la inusual duración de la suspensión ha alimentado las sospechas de que el primer ministro intenta debilitar al poder Legislativo en una coyuntura de gran crisis nacional, como es la situación de inestabilidad política y económica generada por la posible salida del Reino Unido de la UE.
Por otra parte, también queda en entredicho el papel de la reina Isabel II. Numerosos expertos consideran que la jefa del Estado estaba obligada a cumplir con el mandato de Johnson y no podía hacer otra cosa. Otros opinan que la decisión de cerrar el Parlamento puede ser recurrida en los tribunales pese a la sanción real.
Con todo, los diputados del Parlamento británico contarán con cerca de quince sesiones para intentar hacer descarrilar los planes autocráticos de Johnson: al menos una semana de actividad en septiembre y más de dos en octubre. La oposición, que espera colaborar con algunos conservadores críticos con el primer ministro, disponen aún de dos opciones para frenar a Johnson en su intento de aplicar un Brexit duro sin acuerdo con la Unión Europea: presentar una moción de censura (algo que puede llevar a cabo el líder de la oposición, el laborista Jeremy Corbyn, aunque para que prospere sería necesario el voto de algunos diputados conservadores “rebeldes” contra su jefe) o bien intentar tramitar una ley que impida una salida de la zona euro sin acuerdo. No pocos analistas creen que más tarde o más temprano se terminará produciendo una rebelión entre los conservadores para derrocar a Johnson y evitar así sus disparatas decisiones más propias de gobernantes totalitarios que del líder de una democracia centenaria como la británica. En Escocia ya se ha abierto un proceso para tratar de revertir el cierre del Parlamento, mientras que la empresaria y activista Gina Miller ha pedido una revisión judicial urgente. La cuestión podría llegar al Tribunal Supremo del país.
De momento el pintoresco primer ministro insiste en que romperá los lazos con la UE el 31 de octubre, haya o no llegado a un acuerdo con Bruselas. Todo hace prever que la batalla política y legal entre euroescépticos y europeístas con la supervivencia misma de la democracia en juego no ha hecho más que empezar en el Reino Unido. Cabe esperar que la medida adoptada por Johnson provocará fuertes protestas ciudadanas en los próximos días. De hecho, cientos de personas ya han salido a la calle para decirle no a su primer ministro. Los británicos (quién lo iba a decir) van a tener que movilizarse para salvar el sistema de derechos y libertades fundamentales que ha perdurado durante siglos. Ni siquiera Churchill, que empeñó su vida en la lucha contra el fascismo, pudo llegar a imaginar tal cosa.

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