(Publicado en Revista Gurb el 3 de febrero de 2017)
Con democracias como la que quiere
imponernos Trump no hacen falta dictaduras. Pero una democracia tan
añeja y solvente como la norteamericana debería contar con algún tipo de
filtro o control de calité para evitar que le den el carné de
presidente de USA al primer zumbado que pasaba por allí, o sea por
Washington DC. Porque esto de colocar a cualquiera en el trono del mundo
no es serio. La primera potencia del planeta tendría que tener eso que
ahora llaman cordón sanitario, eso que se aplica en España a los rojos
bolivarianos de Podemos, que no hacen daño a nadie, solo se matan entre
ellos mismos. Pero lamentablemente no lo hay. Para mí que se debería
hacer un test psicotécnico al aspirante antes de dejarlo entrar en la
White House, como se hace a los maquinistas de la Renfe, y así confirmar
que el candidato está en sus cabales, que no va fumado o lleno de
grifa, que no le da por salir desnudo a la calle, que no tiene el
armario lleno de sombreros de Napoleón, que no juega con patitos de goma
en la bañera y que no escucha voces en su cabeza que le susurran para
que apriete el botón nuclear.
Esto de llegar a presidente de Estados
Unidos tendría que tener un control, una supervisión, un algo, coño, que
no estamos hablando de simples tesoreros del PP, que cualquiera vale
siempre que tenga una mujer ciega y sorda, sea capaz de trincar y
repartir la pasta entre todos. Lo que no puede ser es que se siente en
el despacho oval un señor de neurona pirada que cuando se enfada parece
un toro embolado, un trastornado que está gagá. En menos de dos semanas,
el vaquero horteraza del pelo pajizo ha conseguido poner de acuerdo en
su contra, como esa familia que conspira para meter al abuelo perturbado
en el manicomio, a los republicanos de pedigrí con los demócratas de
Bernie Sanders, a los musulmanes con los católicos, a los de Brooklyn
con los del Bronx, a Facebook con Apple, a los indios sioux con los
cherokees y al sindicato de actores con los abueletes de la Academia de
Hollywood. Solo ha faltado que Bush Jr. dijera que Trump le parece
demasiado facha para su gusto. Normal, nadie quiere ir de la mano de un
perturbado, de un imprudente, de un majara. Obama asegura que los
valores americanos están en peligro, pero en realidad hay mucho más en
juego que todo eso. Está en juego la salud mental de un pueblo y la
credibilidad de un sistema que es capaz de permitir que un tipo que no
está en sus trece llene la Casa Blanca de cortinas doradas como en un
concurso hortera de belleza. ¿Qué será lo próximo, nombrar consejero de
Estado al Pato Donald por tocayo? ¿Poner a Pepe Viyuela, flamante
fichaje de Podemos, a arreglar el problema palestino? ¿Colocar a su
caballo de senador o de embajador en Rusia, como hubiera hecho Calígula o
Jesús Gil con su Imperioso? El decreto de Trump que prohíbe la entrada
de inmigrantes en el país (él gobierna a golpe de decreto, como los
dictadores de la más baja estofa) no solo es la obra de un tirano con
trazas de megalómano sino toda una declaración de filosofía política que
pretende enterrar lo mejor de la raza humana. Trump es como aquel
primer Fraga de la Transición que prometía limpiar la calle de pobres,
vagos y maleantes (hasta usa los mismos tirantes). Pero cuidado con el
hombre que habla de poner las cosas en orden. Poner las cosas en orden
significa poner las cosas bajo su control, eso lo sabemos por Diderot.
Como buen neoliberal ludópata experto en
economías de casino, Trump, y otros trumpillos locuelos que pululan por
el mundo (no olvidemos que él es solo el confalón de una moda ultra que
se extiende por todo el orbe) mide la grandeza en términos económicos,
mayormente en dólares, de ahí que para él no signifique absolutamente
nada ni la madre Constitución americana, ni Abraham Lincoln, ni la carta
de Derechos Humanos, ni Martin Luther King ni la bandera de las barras y
estrellas, que él solo tiene una bandera: la del dólar americano. Trump
gobierna a golpe de decreto, que es como vivir a golpe de talonario,
pero lo peor de todo no es eso. Lo peor es que cualquier trastornado con
dinero puede llegar a presidente de la primera potencia del mundo sin
que nadie le diga nada ni le haga un simple test de alcoholemia, como
sería lo lógico. Y eso no es serio. Eso en España nunca pasaría. ¿O sí?
Viñeta: El Koko Parrilla y El Petardo