lunes, 28 de julio de 2014

DON JORDI


Éramos pocos y parió Pujol. Justo cuando Jaume Matas buscaba un hotelito típico y tranquilo a las afueras de Segovia para cumplir su balneario de nueve meses de cárcel; justo cuando se empezaba a filtrar que Leo Messi chupará banquillo como un vulgar suplente del Barsa por sus chanchullos con Hacienda; justo cuando al Rey le daba la ventolera veraniega y prohibía trabajar en la empresa privada a la parentela real; justo cuando empezábamos a creer de nuevo en Dios y en la democracia, zas, boum, tracatrás, otro vuelco, otro susto, esta vez el muy honorable president, el señor don Jordi, el señor Yoda-Pujol, que muy compungido y arrepentido él, va y pide perdón por haber estado ocultando en el extranjero, durante años, durante décadas, los milloncejos de una herencia. Solo le ha faltado decir aquello tan borbónico de "lo siento mucho, me he equivocao y no volverá a ocurrir". ¡Y tanto que no debería volver a ocurrir, señor mío! Al pueblo ya no le valen meras disculpas, ni ojitos de cordero degollado, ni falsos remordimientos. Con la que está cayendo, y tras esta confesión descarnada, el señor Pujol debería ir pidiendo plaza voluntaria, catre y comida caliente en Alcalá Meco. En treinta años de nacionalismos y diadas, en treinta años de olimpiadas, rumbas, pactos y conspiraciones, primero con Felipe El Hermoso, luego con Aznarín de Quintanilla y más tarde con el otro y el de la moto (porque se los tiró a todos en su supuesto afán por catalanizar España) no encontró un hueco el hombre para regularizarse, para declarar el pufo y ponerse al día con el fisco, con el fiasco. Don Jordi siempre anduvo tan ocupado bordando nuevas banderas y nuevos Països, trincando transferencias estatales a manos llenas, amasando pesetes para la causa (su propia causa y la de Banca Catalana) que se le olvidó el meollo, el tema, la pasta, se desmemorió, un lapsus como otro cualquiera, qué tontería ¿verdad? Se le pasó por alto al honorable que estaba incurriendo en un grave delito tipificado, como dicen los picapleitos analfabetos que salen por la tele en las crónicas negras de Ana Rosa. Es lo que tiene eternizarse en el poder, que uno se vuelve senil, un castrista de CiU, se le va la cabeza y entre tantos asuntos se le olvidan algunas cosillas sin importancia como tributar las fortunas propias y ajenas. ¡Qué desvergüenza, qué bochorno, qué mofa y befa para el gran Yoda, el maestro Jedi guardián de las esencias catalanas de la galaxia! A este paso no van a quedar limpios del pringue de la corrupción ni los nobles leones de las Cortes. Don Jordi iba a pasar a la Historia, con letras de oro, como el estadista de mayor altura política al oeste del manantial de Canaletas, uno sesenta con tacones, ahí es nada, tos de hombre sabio que habla para el cuello de la camisa, cof, cof, chiquito pero matón, el Winston Churchill de la sempiterna e imposible cruzada catalanista, el ariete contra el españismo recalcitrante, el jerarca que ponía rostro a la oligarquía de Pedralbes y de paso daba mucha caña al obreraje anarquista, charnego y murciano de Barcelona. ¿Y ahora qué? Pues ahora nada. Ahora lo mismo de siempre, otro apellido ferrusoliano salpicado por el barro del escándalo, otra vida política que queda a la altura de la butifarra, otra biografía cartografiada con las coordenadas de la infamia, de la mentira, de la vergonya, como dicen por aquellas latitudes. Quienes quisieron ver en él al gran hombre que ponía seny y mesura, realismo y rigor, sensatez y gobernación al Estado central y autonómico, ya no podrán ver otra cosa que un fabricante de paños de Terrassa que se lo estaba llevando muerto en medio de la noche oscura, subrepticiamente, con destino a algún lugar fuera de España. Quienes por un momento creyeron admirar al viejo estadista que anteponía los principios y el sentido de Estado a los delirios independentistas desbocados ahora ya solo verán a un viajante de fondos, de los bajos fondos, habría que decir para ser exactos. Don Jordi iba a entrar en los libros como un hombre acendrado, egregio, único, limpio. Pero al final parece que pasará como el enésimo golfo apandador de las anchas Españas centrales y periféricas. Ni Cataluña ni hostias. La pela es la pela. Qué cullons.   

 Imagen: Efe

LA TRIBU CIBERNÉTICA

(Publicado en la revista Gurb el 18 de julio de 2014)

La globalización es la última gran tragedia de la especie humana, acosada y arrinconada definitivamente por el capitalismo cruento y salvaje. Globalizar supone reducirnos a una idea, a un pensamiento único, a un imperio, a una moneda, a un idioma, a una canción, a un supermercado, a un tanga, a un programa de televisión, a un pantalón vaquero y a un yogur. Pero la globalización, como toda nueva era, como todo nuevo momento histórico, necesitaba su herramienta tecnológica para llevarse a efecto. Y esa herramienta ha sido, sin duda, Internet.
El neolítico tuvo la rueda, la primera revolución industrial el carbón, la segunda el petróleo, la era atómica la bomba de neutrones y la globalización tiene la red de redes, que con ese nombre no podía ser otra cosa más que una diabólica e infinita malla, una urdimbre, una trama en la que quedamos atrapados como pescaítos fritos gaditanos. Ya todos estamos sofritos por la espantosa y formidable sartén de Internet. Ya todos vivimos chamuscados por el chisporroteante aceite fotónico del ordenador, veneno de neuronas. En el mundo hay dos mil millones de personas que no tienen luz eléctrica, que sobreviven en una oscuridad medieval, endémica, mientras la otra mitad del planeta vive pegada a una luz falsa, a la pantalla engañosa de la computadora. Es lo que los sesudos llaman la fractura tecnológica, pero si lo miramos bien, el supuesto avance, el amanecer de la información, no es tal progreso, sino un inmenso fraude, un gigantesco paso atrás. Le llaman globalización pero en realidad es un totalitarismo cósmico, planetario. Tras miles de años de lucha de clases, de reyes contra lenins, de ricos contra proletas, por fin nos han echado el lazo, por fin nos han reducido a la categoría de esclavos, que es lo que quería el gran capital. Esclavos ultratecnificados, pero esclavos a fin de cuentas. Borregos, ovejas eléctricas, como en aquella novela de K. Dick. Somos una tribu cibernética que se levanta, come, vive, trabaja, produce y se acuesta con el ordenador bajo el brazo, con el teléfono inteligente (¡qué gran oxímoron!) pegado a la oreja y con la tablet metida en el culo. Somos como hombres-orquesta que no paran de hacer sonar, sin ton ni son, sus extraños instrumentos informáticos. Nos han puesto unos grilletes fotovoltaicos en el cuello sin que ni siquiera nos demos cuenta. Cada vez leemos menos papel y chapoteamos más en las cenagosas aguas de Facebook. Cada vez almacenamos menos datos en el cerebro (el más perfecto de los ordenadores posibles) mientras los grandes gurúes de la informática nos aconsejan no acumular demasiados conocimientos, que saber mucho cansa, está pasado de moda y es de antiguos. El paso previo del fascismo es derrotar a la cultura y Leonardo da Vinci, hoy, sería tomado no por un sabio, sino por un carca trasnochado. Ya no es cool aglutinar muchos conocimientos, porque el saber te lo dan el señor Bill Gates o el señor Macintosh con sus inventos del demonio, mientras uno puede dedicarse a la auténtica labor para la que ha sido programado: ir al gimnasio a ponerse vigoréxico y consumir mucho y bien. Hoy es que solo ves jóvenes alelados/tatuados guasapeándose los guasones, jóvenes todo el día dándole a la tecla del Smartphone. Es que están hechos unos mulos, como diría Tony Leblanc.
La sociedad de masas de Ortega devino en la sociedad de la información, en la galaxia Gutenberg o aldea global con sus paletos tecnificados, una aldea que llegó un buen día sin avisar precedida de trompetas y fanfarrias, como la gran panacea que iba a acabar con los problemas del ser humano cuando en realidad nos ha terminado estragando con tanto chip, byte, terabyte, software, plugin y su puñetera madre que los parió. Los que venimos de la era analógica/antológica (hace cuatro días pero parece que fue en el cretácico superior) sentimos cierta nostalgia de aquellos tiempos en que escribías poemas a máquina y luego quedabas con una chica en un bar y no había facebooks, ni tuiters ni guasaps (ni siquiera sé cómo escribir ese engendro de palabro entre anglo y futurista) y te derretías de nervios ante la posibilidad de un plantón en toda regla a las puertas del cine, con el anhelo del no saber si ella llegaría o no, con el dulce miedo al fracaso metido en el cuerpo. Hoy todo está previsto, programado, actualizado, por no quedar no quedan ni cines, no hay lugar para la cita con sorpresa y cualquier usuario anónimo de las redes sociales sabe que te llamas fulanito, que vives en Recoletos esquina Almirante, que te gustan las motos acuáticas, que calzas un 41 y que eres de Quintanilla. Nos han infantilizado tanto, nos han humunculizado de tal guisa que ya solo somos felices como niños cuando obtenemos una buena cantidad de "me gustas" en nuestro muro. Uno, harto ya de tanta matraca informática, está pensando seriamente en largarse a la Patagonia tras clausurar la maldita cuenta de feis. Con toda mi face.

Ilustración: Adrián Palmas

domingo, 13 de julio de 2014

COLORÍN, COLORADO

 (Publicado en la revista Gurb el 4 de julio de 2014)

Hoy uno no es nadie si no sale en la televisión. La pequeña pantalla es el gran oráculo que decide quién debe triunfar y quién debe hundirse en la miseria. Un tertuliano, hoy, puede llegar al Parlamento de Bruselas saliendo todo el rato en la televisión; un presentador mediocre y gris que no sabe poner las tildes ni la hache intercalada puede pegar el pelotazo editorial del siglo echándole jeta en la televisión; y hasta el último pringao del mundo puede llegar a ministro de Cultura si se lo propone y tiene sus buenos minutillos de televisión.
La televisión es el gran asunto contemporáneo, la profecía cumplida del Gran Hermano, que decía Orwell (lástima de hermoso título ensuciado por aquel chabacano programa de televisión presentado por una meona de duchas). Vivimos en un fascismo televisivo sin darnos ni cuenta y comemos, bebemos, vestimos y follamos como nos dice la televisión. A la hora de comer nos meten en la sopa el lubricante con una amplia gama de sabores para impacientes, gourmets y fogosos; o el coche galáctico imposible para cualquier bolsillo; o el támpax perfecto que va nadandito por la piscina, cual espermatozoo alegre y ligero, y se acopla él solito al chichi. Una gallofa tras otra, eso es la televisión. Y, sin embargo, pese a ser la televisión una jaula de grillos grillados, la gente está loca por salir en ella, busca su momento de gloria efímera, de ficción, de mala y venenosa televisión, y los platós vodevilescos están que bullen de folclóricas de cuatro reglas, delincuentes con carné, encocados, putillas, chonis mal peinadas, stripers rehabilitadas, poligoneras de garrafón, tatuados 3D, hormonados de gimnasio, tronistas y alcahuetes del amor que no saben juntar dos frases seguidas. Lo peor de cada casa está en la cárcel o en la televisión, eso es seguro. A Belén Esteban la proclamaron reina del pueblo, o lo que es lo mismo, reina de la mierda rosa, pero para mí que no es más que una boxeadora de la vida a la que le han partido la nariz y el corazón, una pobre chica maltratada por el barrio, corneada por un torero pichabrava y desvirgada de alma por un demonio que se llama Vasile. A mí la Esteban, ojos de besugo y carmín de sangre, no deja de producirme cierta ternura y compasión, porque tras su apariencia de dura pugilista carajillera se esconde un juguete frágil, un juguete roto por la televisión. La fauna televisiva resulta ya vomitiva, insoportable, y solo nos faltaban los bestsellerianos Jorgeja, Màxim y Boris con sus libritos coñazo en plan Proust. Es la nueva generación literaria que nos invade, la generación rosa: el autor, un eslabón silencioso del sistema; el libro, un frasco de colonia; la literatura, una gran mentira, una más. A uno le parece que en este país falta cultura, mucha cultura, y sobra televisión.
Pero España sigue siendo un país de cotillas y porteras y nos enchufamos a las mañanas telecinqueñas de Ama Rosa no buscando al economista sesudo que nos da la brasa con la prima de riesgo; ni los comentarios aburridos de Marhuenda, Rojo o Maraña, que es como aquel entrañable y honrado Lou Grant de nuestra infancia. La gente, digo, el espectador, el gentío, enciende la televisión buscando ingle y bragueteo a tope, el folletín y el folletón, si Lagartijo se lo montó con Frascuelo, si fulanito le dio el revolcón a menganita o si menganita mató a polvos a zutanito, que pasaba por allí, o si aquello fue solo un trío tonto en el jacuzzi, todos con todos, hala, a pasarlo pirata, que es lo que se lleva ahora entre la juventud tatuada, depilada, desnortada. Al español le importa un huevo y parte del otro que el país se vaya al garete, que Bruselas nos calque con puño de hierro, que mañana a los postres llegue la III República o que Montoro, el trilero, nos las meta doblada con el clásico timo de los impuestos. Aquí, lo que de verdad le sigue importando al personal es dónde compra el tanga Mariló, si la Campos ha cumplido los ochenta, si Lola Flores le echó un mal fario a la Pantoja, si el semen de Amador huele a pachuli con whisky, si Peñafiel le hace el vudú a la Reina Letizia, si Rosa Venenito se lo monta con un yogurín que la haga mujer, al fin, ¡aaaagh!, o si Kiko Hernández lleva un armario dentro de sí. Hay una cosa que le quiero decir, ocupado lector: lo mejor que podemos hacer con la televisión es apagarla.

Imagen: Adrián Palmas

jueves, 3 de julio de 2014

JUAN Y MADRID

(Publicado en Revista Gurb el 3 de julio de 2014)

Juan Madrid (Málaga, 1947) uno de los padres de la nueva novela negra española, no deja de observar la España convulsa y decadente de hoy con el ojo avezado de uno de sus policías o detectives. Licenciado en Historia Contemporánea por la Universidad de Salamanca, trabajó en varios oficios hasta desembocar en el periodismo en 1973. Ha sido redactor en revistas como Cambio 16, además de escribir numerosos reportajes en revistas nacionales e internacionales. Desde su primera novela, Un beso de amigo (1980), ha firmado más de cuarenta obras, entre novelas, cuentos, ensayos y reportajes, y tras esa larga y prolífica trayectoria se ha ganado a pulso un lugar en el olimpo de los grandes. Algunos de sus títulos se han llevado al cine y a la televisión y su obra ha sido traducida a dieciséis lenguas. Luchador de izquierdas, gran conversador, azote del sistema, cree que el mercado literario está sobresaturado. "El capitalismo tiene la virtud de convertirlo todo en mercancía. Los hombres y las mujeres son mercancía", asegura a nuestra revista.

Entrevista completa en Revista Gurb