lunes, 28 de octubre de 2019

LA EXHUMACIÓN



(Publicado en Diario16 el 24 de octubre de 2019)

Entró en la historia de España por los aires, con el Dragon Rapid y en secreto, y va a salir de ella de la misma manera: en helicóptero y con la máxima discreción. Hoy es un día histórico, una jornada que quedará marcada para siempre en el calendario y que mejora nuestra imperfecta democracia, como acaba de decir Zapatero, el presidente que un día decidió que ya era hora de sacar a Franco del Valle de los Caídos.
Lamentablemente la exhumación no nos permitirá viajar al pasado para evitar el traidor alzamiento del 36, ni la sangrienta Guerra Civil que costó un millón de muertos, ni la posterior dictadura militar, una de las más crueles que se recuerdan. Pero a ningún demócrata le cabe la menor duda de que, aunque tarde, era necesario (por eso que llaman higiene democrática) sacar al tirano de su nauseabundo altar, donde ha sido venerado durante 40 años como un gran hombre, como un héroe, como un santo. Incluso como un dios. Lo triste es que cientos de miles de españoles que dieron la vida en su lucha contra el dictador, que cayeron en las trincheras, en las cárceles y campos de concentración franquistas o en el exilio, no podrán ver cómo los operarios sacan hoy el féretro del megalómano monumento y lo trasladan a Mingorrubio.
Pero de alguna manera, lo verán los cónyuges y hermanos de las víctimas que aún vivan. También los hijos, los nietos y bisnietos. Varias generaciones que no han vivido en sus carnes las penurias de una guerra civil y una férrea represión, jóvenes que siempre han disfrutado de una existencia placentera en paz y libertad y que hoy recibirán una lección de historia práctica. Si la exhumación va a servir para algo va a ser para que toda esa gente de menos de treinta años que en su error piensa que la democracia es algo que viene por derecho, con el pack de la vida, aprenda que no es así. La democracia es un bien escaso y preciado del que solo disfruta un pequeño porcentaje de la población mundial. La democracia hay que trabajársela cada día, pelearla, cuidarla, porque en cualquier momento, de la noche a la mañana, aparece un salvapatrias con bigote (o barba) y nos da un cuartelazo para robárnosla. La democracia es como una planta que si no se riega se marchita.
Hoy, por fin, vamos a sacar a Franco de su última morada, un gigantesco pazo para la posteridad que el sátrapa se hizo construir con el sudor y la sangre de miles de republicanos (ahí está Nicolás Sánchez Albornoz, último superviviente de Cuelgamuros, para dar fe y contar con espeluznante detalle cómo los esclavos del franquismo vivieron y murieron levantando, piedra a piedra, el tétrico Valle de los Caídos). Y vamos a exhumar al general con serenidad y sin revanchismo, con discreción y sin histrionismos, en silencio y sin fanfarrias, como debe ser para demostrar que el Estado de Derecho hace justicia, no venganza. Es cierto que la Transición cerró en falso una etapa siniestra de nuestra historia y que dejó sin juzgar a los responsables de los crímenes contra la humanidad, algo que no ocurrió en Alemania, donde los nazis purgaron sus delitos en los juicios de Núremberg. Aquí incluso condecoramos a torturadores como Billy El Niño. Por eso la reconciliación no fue tal, por eso nunca se cerraron las famosas heridas siempre invocadas por la rencorosa derecha española.
Pese a quien le pese, los jerarcas franquistas y sus simpatizantes se fueron de rositas sin pasar por los tribunales para rendir cuentas por tantos juicios sumarísimos, tantos consejos de guerra y tantos crímenes y cunetas en el paredón. Y siguieron prosperando en democracia como lo habían hecho en dictadura. Mientras tanto, a la otra parte de los supuestos “reconciliados”, los demócratas y republicanos, no les quedó otra que taparse la nariz y mirar para otro lado para lograr la ansiada libertad y seguir viviendo. Ese fue el alto precio que tuvieron que pagar por la democracia para sus hijos: nada más y nada menos que tragarse el dolor, la humillación y la represión de cuatro décadas de terror. Pero aquella fábula de la Transición al menos sirvió para una cosa: para que, una vez muerto Franco, no termináramos otra vez a tiros. Aunque solo sea por eso, el gran cuento setentero debe darse por bueno.
El 24 de octubre de 2019 será una fecha histórica por muchos motivos, pese a que un sector de la izquierda obtusa y sectaria pretenda restarle importancia: los familiares de las víctimas empiezan a ganar la batalla por la reparación y la dignidad; la derecha española queda retratada al no haber roto con el patriarca dictador; el prior falangista Cantera (lo más reaccionario del nacionalcatolicismo) sale derrotado; el sector franquista de la Justicia (los Yusty Bastarreche y otros togados) quedan desautorizados en su intento de paralizar el proceso de exhumación; el Tribunal Supremo y las demás instituciones recuperan parte de la credibilidad perdida; a los Franco se les envía el mensaje de que ya no son los intocables “señoritos del pazo” (aunque el Estado debería investigar cómo amasaron sus inmensas fortunas); y la democracia (más vale tarde que nunca) pone en su sitio al dictador. Aunque quizá, a fin de cuentas, a la momia no la estemos exhumando definitivamente, sino solo cambiándola de lugar, aireándola con un paseíllo en helicóptero que algún nostálgico ya sueña con que sea un viaje de ida y vuelta para que el tirano pueda regresar algún día a su residencia habitual.

Viñeta: Iñaki y Frenchy

EL INDEPENDENTISMO DESNORTADO



(Publicado en Diario16 el 23 de octubre de 2019)

¿Hasta dónde piensa llegar Quim Torra en su deriva unilateral soberanista? Esa es la gran pregunta que todo el mundo se hace a esta hora mientras en las calles de Cataluña se respira la tensión de antes de la batalla. El inefable president dice tenerlo claro: “Llegaremos hasta donde el pueblo quiera”. E insiste en su desafío que suena más bien a amenaza: “Que nadie piense que se prohibirá nunca a este país que se siga avanzando en la línea que la ciudadanía quiere (…) Siempre al lado de la defensa del derecho a la autodeterminación”.
Torra se ha mostrado firme después de que ayer martes JxCat, ERC y la CUP presentaran una resolución en el Parlament en la que reiteran que la Cámara autonómica volverá a debatir la cuestión de la autodeterminación por segunda vez, pese a que los letrados ya han advertido que esa iniciativa choca con lo establecido por el Tribunal Constitucional. Si hay unidad entre las tres principales fuerzas soberanistas o se trata solo de un brindis al sol, una puesta en escena para tratar de enmascarar las profundas diferencias internas que hay entre el partido de Torra y ERC solo el tiempo lo dirá. De momento, ya no se puede hablar solo de un independentismo –como pretende Torra– sino de muchos independentismos, cada cual con su propia estrategia, cada cual con su solución al callejón sin salida, con su hoja de ruta y sus posicionamientos personales. Están los que optan por seguir por la vía pacífica –la inmensa mayoría− pero también los ansiosos jacobinos, los anarquistas de la pedrada y el fuego salvaje que sueñan con asaltar la Bastilla de la Jefatura Superior de Policía, Vía Laietana. Está Santi Vila, que cree que Torra debería convocar elecciones ya porque “esto no es sostenible” mientras reclama la vuelta de Artur Mas –el doctor Frankenstein del “procés” y padre del engendro− porque con él de president no se hubiera llegado a una situación “tan extrema”.
El independentismo muta vertiginosamente con la rapidez de una duplicación cromosómica. Y así, mientras la ex presidenta del Parlament Carme Forcadell admite desde su celda que los dirigentes soberanistas no tuvieron “empatía” con los catalanes “no independentistas que eligen España antes que Cataluña” y pide que los presos y presas no sean la “excusa” y tampoco “moneda de cambio de nadie”, hay otros como su sucesor en el cargo, Roger Torrent, que insiste en la reincidencia de la unilateralidad y en que “asumirán todas las consecuencias” de sus actos, incluso las penales que puedan derivarse.
Los hay que creen que el jefe Torra es un enajenado solitario mientras otros como Enric Juliana piensan que es el político “más inepto que ha dado Cataluña en cuarenta años de democracia”. Los hay que ven en él al gran hombre que conducirá finalmente a los catalanes a la tierra prometida y los hay que insultan y llaman “botifler” a Gabriel Rufián, hasta hace un rato el deseado James Dean rebelde y redentor del independentismo infantil y juvenil.
Un día sale Xavier Melero, el abogado del que fuera consejero de Interior de la Generalitat, Joaquim Forn −condenado a 10 años y medio de prisión−, asegurando que la sentencia del “procés” le parece “justa” y al rato Junqueras le dice a Pedro Sánchez que se meta sus “indultos por donde le quepa”.
Todo en Cataluña es de una histeria descontrolada y desmedida, todo es una tragicomedia histriónica, disparatada y fuera de madre, una gran astracanada berlanguiana y sin freno donde los topicazos y mentiras se agitan en la coctelera ideológica, que explota cada noche en las calles de Barcelona como una gigantesca flatulencia nacionalista producto de “indigestiones de mala historia”, como decía el maestro Unamuno. Todo es ya un sindiós que no hay por dónde cogerlo, un tótum revolútum (o quizá mejor un “tontun” revolútum): la ejecución de Companys que sirve de excusa para todo; las hazañas de Wifredo el Velloso contra el invasor ibérico; la guerra de Secesión que en realidad fue de Sucesión; la España fascista que fue pero ya no es; la foto fake de Kevin Gameiro publicada como la de un CDR apaleado; la prensa española manipuladora; el alegre pícnic por la República que siempre termina con algún herido en el hospital; el pack completo de revolucionario, con su mochila y su casco, comprado en los bazares del Barrio Chino; los juegos florales; la modelo rusa del selfi “calentando” las barricadas; Sandra Kisterna y su twerking electrizante en medio del fuego y el caos; el tsunami democràtic que acaba siendo un tsunami de basura y escombros; el anarquismo resucitado; el saqueo a manos llenas de los comercios; el comunismo libertario trasnochado; Els Segadors a todas horas; las brigadas internacionales llegadas de algún lugar de Europa para destrozar un par de escaparates; Salvini apoyando la causa indepe; y en ese plan. Peor que la lluvia de piedra y fuego que cae estos días sobre Barcelona es la epidemia neurótica, delirante y contagiosa que no va a dejar sana ni una sola cabeza. Qué gran lienzo surrealista hubiese pintado Dalí.

Viñeta: Lombilla

SUÁREZ Y TARRADELLAS


(Publicado en Diario16 el 22 de octubre de 2019)

A finales de los años setenta un 15 por ciento de los catalanes se declaraban solo catalanes y no españoles. El 31 por ciento se sentía únicamente español y un 43 por ciento albergaba ambos sentimientos a partes iguales. Solo un 11 por ciento de los encuestados aspiraba a lograr la independencia de Cataluña algún día.
Esa tendencia claramente marcada por la integración y no la separación quedó plasmada en las diferentes leyes que se sucedieron esos años. Así, la Ley de Reforma Política, que permitió la transición de la dictadura a la democracia, fue aprobada mayoritariamente por la población catalana: solo un 5 por ciento votó en contra. Y en las elecciones generales de 1977, aunque la aspiración autonómica era un clamor en la inmensa mayoría del pueblo de Cataluña, el independentismo seguía siendo un fenómeno residual. Tras los comicios, entre los parlamentarios electos se apuntaba ya a una vuelta a un Estatuto de Autonomía similar al de 1932. Parecía lógico que en una sociedad moderada que expresaba un derecho legítimo de libertad y autogobierno se llegara a un acuerdo con Madrid para el encaje de Cataluña en el nuevo Estado español que pretendía construirse una vez superada la dictadura. Y así ocurrió.
El ansia de libertad se plasmó en el referéndum de ratificación de la Constitución Española celebrado el 6 de diciembre de 1978, donde los catalanes votaron masivamente “sí” a la Carta Magna. El apoyo en las cuatro provincias fue superior al 90%. En Barcelona del 91 por ciento; en Girona del 90,4; en Lleida del 91,9; y en Tarragona del 91,7 por ciento. De un censo de 4.398.173 electores acudieron a votar 2.986.726 personas (el 67,9 por ciento). Solo 137.845 dijeron “no” a la Constitución (126.462 votaron en blanco y 20.549 fueron nulos).
¿Eran fascistas y cómplices de las fuerzas de ocupación todos aquellos catalanes de la transición que en su día votaron la Constitución Española? Evidentemente no. Simplemente la sociedad catalana ha evolucionado, se ha radicalizado por factores políticos y sociales que darían para otro artículo como este. Pero sin duda lo más interesante a la hora de analizar qué ha ocurrido a lo largo de estos años es que, si bien la propuesta constitucional del 78 no era perfecta ni ideal para muchos, de alguna manera cuajó en aquel momento en Cataluña porque se vio como una puerta hacia la ansiada libertad, una buena herramienta para empezar a recobrar la democracia tras cuatro décadas de férrea tiranía militar. Ni siquiera los sectores independentistas más intransigentes, minoritarios en aquel momento, esa es la verdad, levantaron la voz para denunciar que la Carta Magna era el texto fabricado por un siniestro Estado totalitario y represor, como ahora quieren pintarlo los soberanistas. Era una buena Constitución para empezar a trabajar con ella y encajó como un guante en una tierra donde el franquismo sociológico había tenido una implantación solo marginal en las cuatro provincias catalanas mientras las instituciones políticas de la Generalitat surgidas en la Segunda República habían seguido subsistiendo intactas en el exilio. Las condiciones ambientales, por tanto, eran perfectas, como así se demostró en las urnas, donde miles de catalanes mostraron un espíritu pragmático y de consenso (además del famoso seny) por encima de los conflictos del pasado todavía recientes.
Pero más allá del pacto del 78 entre Cataluña y España, aquello fue posible gracias a dos hombres llamados a entrar en la historia, dos talentos políticos y dos buenas personas: Josep Tarradellas y Adolfo Suárez, que supieron mover los hilos con una lucidez, una habilidad y una astucia que no se aprecia en ningún político español de nuestros días (tampoco catalán).
Fue el propio Tarradellas quien tomó la iniciativa para regresar a España y empezar su crucial labor de interlocución con el Gobierno de Madrid. Todo estaba por hacer y no había tiempo para utopías ni ensoñaciones baratas. “Suárez tenía motivos para estar preocupado respecto a Cataluña”, asegura el político catalán en sus Memorias. Y era cierto, ya que entre los catalanes se abría paso una seductora opción política nacionalista, integradora y de carácter moderado, que por supuesto nada tenía que ver con el franquismo ni con el centrismo español suarista llamado a ser el principal partido nacional.
Tras intentar un primer contacto con los socialistas, Tarradellas se dirigió directamente a un diputado de UCD, Carlos Sentís. El 27 de junio de 1977, tan solo unos días después de las elecciones, tuvo lugar una entrevista en Madrid entre el líder catalán y Adolfo Suárez. No fue fácil para ninguno de los dos, según cuentan los historiadores y periodistas de la época. Suárez no quería ni oír hablar del restablecimiento de la Generalitat y llegó a decir que él era el presidente del Gobierno de una nación con 36 millones de habitantes mientras su interlocutor no era más que un exiliado que había perdido la Guerra Civil. Fue entonces cuando Tarradellas le respondió con firmeza que un jefe de Gobierno que no supiera resolver el problema de Cataluña inevitablemente pondría en peligro la transición de España a la democracia. Suárez tomó buena nota de aquella advertencia como hombre inteligente que era.
La entrevista de Tarradellas con Manuel Fraga fue todavía más tensa (como no podía ser de otra manera) y no consta que sirviera para mucho (siempre la piedra en el camino de la derecha española ultramontana). Sin embargo, con el rey Juan Carlos I el líder catalán mantuvo un contacto “mucho más fructífero”, según cronistas de la época. Entre dos campechanos quizá era más fácil crear el clima de confianza propicio.
Pues aquella Generalitat de Cataluña que parecía imposible en un momento en que el ruido de sables en los cuarteles era constante, en que las fuerzas vivas del franquismo seguían detentando un inmenso poder y en que la democracia era un frágil retoño que apenas empezaba a respirar fue, contra todo pronóstico, posible. El 25 de octubre de 1979 la voluntad de ambas partes se plasmó en el Estatuto de Autonomía sometido a referéndum de los catalanes con derecho a voto: fue aprobado por el 88,1% de los electores, con un 7,8% de votos negativos, aunque es cierto que la participación no fue excesivamente alta (apenas un 60 por ciento).
Guste o no a Quim Torra y a los CDR, Cataluña decidió integrarse libremente en el marco jurídico constitucional. No hubo ninguna opresión, ni ninguna ocupación ilegal, ni ninguna imposición de un Estado totalitario fascista a un subyugado pueblo esclavizado. Simplemente era una buena oferta, un pacto ilusionante y atractivo, lo que en aquel momento más convenía a los catalanes, que además contaron con un puñado de políticos que por su talante negociador, talla humana y política como estadistas y espíritu de concordia, más allá de sus intereses personales, supieron estar a la altura de las circunstancias históricas. Sánchez y Torra deberían tomar buena nota.

ATRAPADO ENTRE DOS FUEGOS


(Publicado en Diario16 el 21 de octubre de 2019)

Cuando estalla la violencia, la verdad es la primera víctima y al pacifista se le cuelga el cartel de traidor. Siempre fue así. Basta comprobar lo que le ha ocurrido a Gabriel Rufián este fin de semana, cuando bajó a las trincheras a tratar de poner calma y cordura entre los airados cachorros de Torra. No tardaron ni cinco minutos en abuchearlo y tacharlo de “botifler” (traidor en catalán), de modo que al brillante y joven político de ERC no le quedó otra que agachar la cabeza y volverse para Madrid. Pedro Sánchez, al pretender actuar con proporcionalidad y mesura en la crisis catalana, también se ha visto atrapado entre los dos fuegos rabiosos, entre los dos volcanes nacionalistas. Por un lado está la siempre africanista y exacerbada derecha española, los Rivera, Casado y Abascal, que le piden mano dura (y hasta durísima) contra Cataluña. En el otro flanco está Torra El Esloveno con su ejército infantil, esas milicias formadas por cachorros y brigadas de anarquistas extranjeros que mediante el sabotaje, la violencia y el caos pretenden chantajear al presidente del Gobierno y forzarlo a firmar un referéndum de autodeterminación.
Ambos nacionalismos se necesitan y se retroalimentan para seguir existiendo en su espiral de odio. Ambos nacionalismos viven el uno del otro. Rivera, que no debe entender demasiado de separación de poderes ni ha leído a Montesquieu (tampoco le importa para su estrategia de crispación permanente) quiere “meter en la cárcel a quienes intenten romper España”, como si estuviera en la mano de un político dictar una orden de ingreso en prisión y como si hubiera cárceles suficientes en el país para recluir a dos millones de independentistas. A su vez, Casado sigue haciéndole el mobbing al presidente del Gobierno, día sí, día también, para que aplique ya el artículo 155, la Ley de Seguridad Nacional, la Ley de Cuerpos y Fuerzas del Estado y la Biblia en pasta. Qué diferencia con aquel PSOE que se puso de lado de Rajoy cuando, llegado el momento, hubo que aplicar el temido artículo de la Constitución.
Y de Abascal qué se puede decir: llegó a la política en el papel de agitador de barra de bar para terminar de destruir lo poco bueno que queda de democracia en España y va camino de conseguirlo (las encuestas le dan un subidón de escaños el 10N que ni él mismo se esperaba). Lo último es que ha exigido a Moncloa la declaración del Estado de excepción en Cataluña, o sea la Legión desfilando por la Diagonal, con cabra y todo, una propuesta descabellada que tendría consecuencias dramáticas y situaría al país al borde de una confrontación civil.
En general, el trío de Colón sabe que ha llegado su momento. A falta de un proyecto sensato para España solo le queda apelar a los instintos básicos para pescar votos entre los españoles aterrorizados o cabreados por el histórico brote de violencia en Cataluña. Pero mientras la derecha nacionalista aprieta a Sánchez, Torra hace lo propio desde su castillo gótico, donde domina el reino de fantasía multicolor, dragones, unicornios, fanfarrias y multitudinarios juegos florales que ha levantado en apenas cuatro días. El honorable, tras enviar a sus comandos de colegiales, utópicos anarquistas y gamberros a morir a las trincheras en la guerra contra los antidisturbios, se dedica ahora al género epistolar y no para de enviarle cartas a Sánchez (no correspondidas) en las que le invita a regresar a la senda del diálogo. El cinismo de Torra no tiene límites. Por la noche ordena quemar Barcelona de arriba abajo y por la mañana reclama negociación. En realidad las misivas del líder-activista no tienen otro sentido que poner en jaque al presidente del Gobierno, al que sabe presionado y apurado por la inminencia de las elecciones.
Torra no piensa condenar la violencia desatada, entre otras cosas porque es él mismo el jefe de los CDR y quien marca los tiempos de la barricada, el adoquinazo, la pedrada al policía y el saqueo de comercios. Pero la celada es magistral, ya que pone entre la espada y la pared a Sánchez y le deja sin margen de acción a pocas semanas de los comicios. ¿Qué hace ahora el presidente socialista? ¿Aplica el 155 como le pide la derecha nacionalista española o se sienta a negociar la paz con Torra? Cualquiera de las dos salidas a esta encrucijada maldita es nefasta para el presidente en funciones. En ambos casos pierde, ya que se trata de medidas impopulares, cómo se está empezando a ver en las encuestas. El PSOE, que iba como un tiro antes de estallar la Semana Trágica, empieza a perder fuelle en los sondeos. Y mientras se revuelve y se retuerce en esa tela de araña que le han tendido sus enemigos, Vox crece poco a poco y el independentismo catalán se hace más fuerte en las calles. El escenario soñado por los extremistas de uno y otro bando, que en su ceguera ya no ven otra cosa que el verde y amplio campo de batalla en el que terminar de dirimir sus viejas rencillas seculares.

Viñeta: Iñaki y Frenchy

EL LICEO


(Publicado en Diario16 el 21 de octubre de 2019)

El clima de confrontación civil que se respira en Cataluña también ha llegado al Liceo, el gran centro cultural y social de Barcelona. El pasado martes, mientras las calles de la ciudad ardían por las barricadas y los cócteles molotov, y antes de que comenzara el tercer y último acto de Turandot, alguien gritó con desgarro desde el palco: “¡Libertad presos políticos!”. En ese momento algunos asistentes a la ópera prorrumpieron en aplausos tratando de acallar al exaltado mientras otros exclamaban: “¡Callad, esto es el Liceu!”. Los ánimos se calentaron y mientras los artistas esperaban para salir a escena unos y otros se enzarzaron en un duelo político de barítonos y tenores. Por un lado vivas a España y vivas al rey; por otro, clamores en favor de la independencia. Finalmente se impuso la calma y se pudo escuchar el Nessun dorma (Nadie duerma), una hermosa aria que dicho sea de paso representa como ninguna otra la victoria del amor sobre el odio.
Los hechos ocurridos en el Gran Teatro del Liceo demuestran la dramática fractura social que se ha abierto en la sociedad de Cataluña. Hablamos del epicentro cultural de la ciudad, un habitual punto de reunión de la burguesía catalana donde durante décadas no solo se habló de ópera sino también de política, de negocios y por qué no decirlo, de ávidas y secretas conspiraciones. De ahí que el episodio del pasado partes, que por cierto ha pasado casi desapercibido para la prensa pese a su notable carga simbólica, nos devolvió por unos minutos a aquel convulso final del siglo XIX en España, concretamente al 7 de noviembre de 1893, cuando un anarquista lanzó dos bombas desde la quinta planta al patio de butacas del teatro, matando a veinte personas. En aquellos días el anarquismo se había hecho fuerte en la ciudad y había puesto la diana en el opulento centro social y cultural que representaba ya el Liceo como símbolo del poder de la oligarquía empresarial y financiera catalana.
Semanas antes, en concreto el 24 de septiembre, se había producido un intento de asesinato del general Martínez Campos, capitán general de Cataluña. El encargado de llevar a cabo el homicidio fue el anarquista Paulino Pallás, que lanzó dos artefactos contra el general, aunque finalmente este solo sufrió heridas leves. Pallás se dejó detener entre gritos de “viva la anarquía” y antes de ser fusilado el 6 de octubre juró que habría un baño de sangre en venganza por su ajusticiamiento.
Fue Santiago Salvador Franch, otro anarquista, quien recogió el juramento de su compañero pasado por las armas. Salvador Franch era de un pueblo de Teruel, pero como tantos otros cientos de jóvenes emigrantes había llegado a Barcelona en busca de un futuro mejor. Cuentan que trabajó como tabernero y contrabandista. Precisamente traficando con sal fue como conoció a Pallás, con quien frecuentó los círculos anarquistas. Ahí nació el odio a la burguesía catalana.
Días antes del atentado en el Liceo, Salvador Franch se hizo con dos bombas Orsini, un tipo de explosivo casero inventado por el revolucionario italiano Felice Orsini a finales de 1857. La comunión entre los activistas del anarquismo internacional era ya entonces muy estrecha. Las comunicaciones se hacían en reuniones secretas y por carta de un país a otro. Hoy las redes sociales lo hacen todo mucho más fácil y rápido cuando estos grupos deciden planear y llevar a cabo sus actividades subversivas.
El día elegido para el atentado fue el 7 de noviembre de 1893, con la inauguración de la temporada en el Liceo. La primera función era Guillermo Tell, de Rossini. Salvador no tenía dinero para pagar la entrada así que su esposa le prestó la peseta que le hacía falta. Nunca un atentado resultó tan barato. Eran las once de la noche y el público se encontraba en pleno segundo acto. El anarquista cogió los dos artefactos Orsini, se asomó a la barandilla y los dejó caer suavemente sobre el patio de butacas. El primer explosivo deflagró con potencia entre los espectadores de la fila 13. El segundo no llegó a estallar, ya que cayó sobre la falda de una mujer que yacía muerta, lo cual amortiguó el detonador. Veinte personas murieron −7 en el acto, 13 en el hospital−, y hubo decenas de heridos.
El salvaje atentado conmocionó a la opinión pública no solo española, sino mundial, y tardó años en olvidarse. De hecho, en el Liceo, una vez que recuperó la normalidad, las filas 13 y 14, las más afectadas por las explosiones, siempre quedaban vacías en señal de duelo y respeto por las víctimas.
¿Qué fue del asesino? Salvador logró huir y se refugió en Teruel, más tarde en Zaragoza, donde fue cercado por la Policía. Cuentan las crónicas de la época que intentó suicidarse pegándose un tiro en el vientre pero falló y solo se causó una herida leve en una costilla. Durante el juicio alegó en su defensa: “Mi deseo era destruir la sociedad burguesa, a la cual el anarquismo tiene declarada la guerra abierta; y me propuse atacar la organización actual de la sociedad para implantar el comunismo anárquico. No me propuse matar a unas personas determinadas. Me era indiferente matar a unos o a otros. Mi deseo consistía en sembrar el terror y el espanto”.
Con semejante confesión no pudo librarse del garrote vil, una ejecución que se llevó a cabo en la Prisión Vieja de Barcelona. Su atentado dio lugar al nacimiento de una nueva palabra desconocida hasta entonces y que tristemente ha llegado a nuestros días: terrorismo.

PAUL PRESTON


(Publicado en Diario16 el 20 de octubre de 2019)

¿Por qué España siempre parece estar en el mismo mediocre lugar? ¿Por qué es un país condenado a cometer los mismos errores una y otra vez? Paul Preston cree haber encontrado la respuesta a la maldición española: la corrupción endémica de unas élites políticas, empresariales y financieras que han bloqueado en los últimos 140 años cualquier intento de reformar y modernizar el país para homologarlo con los demás estados europeos.
El último libro de Preston, Un pueblo traicionado (Debate), imprescindible para todo aquel que pretenda acercarse a la historia española contemporánea desde un punto de vista novedoso, indaga en las claves y en los tumores internos enquistados de una sociedad a la que cíclicamente, con un gobierno y con otro, con un régimen y con otro radicalmente diferente, siempre le afloran las mismas enfermedades políticas y los mismos trastornos sociales.
No hay más que echar un vistazo a la actualidad de los periódicos para comprobar que la corrupción ha terminado por arruinar un proyecto, el de la restauración monárquica constitucional, que tras cuarenta años parece definitivamente agotado. Repetición de elecciones, una tras otra, con la consiguiente parálisis del país; jubilados que se ven forzados a echarse a la carretera y recorrer 700 kilómetros para que su Gobierno les suba la pensión de miseria (por cierto, ni siquiera los han recibido en el Congreso de los Diputados); paraísos naturales como el Mar Menor aniquilados y esquilmados en su biodiversidad por la especulación de unos pocos buitres capitalistas; grandes estafas bancarias que quedan sin castigo (por no hablar del escándalo de las hipotecas que ha puesto en entredicho la credibilidad de la Justicia española); partidos franquistas a los que se consiente entrar en el juego político; y el peor de todos los problemas que perdura durante más de un siglo y que todavía hoy ningún partido político ha sabido resolver: el sempiterno conflicto territorial de las nacionalidades históricas.
Lo lógico en cualquier país moderno sería tratar de resolver todos estos desafíos, acometer profundas reformas estructurales que hiciesen avanzar el país hacia un futuro mejor. Pero nada de eso puede hacerse finalmente porque los de siempre, los grandes poderes fácticos −entre ellos las élites corruptas que bloquean cualquier aspiración de la ciudadanía por mejorar su democracia y su forma de vida−, terminan interponiéndose fatalmente. Preston ha profundizado en esa especie de casta corrupta que a lo largo de siglos ha lastrado a nuestro país. Desde el caciquismo del siglo XIX (fomentado por el sistema bipartidista liberal-conservador durante la Restauración borbónica) hasta las trapacerías del superministro Rodrigo Rato, padre del supuesto milagro económico español que nunca fue tal, o los chanchullos del duque de Palma, Iñaki Urdangarin, hay un hilo conductor fuerte y enraizado que nunca se rompe. Solo un ejemplo clarificador: a la guerra de Cuba solo iban los hijos de las familias humildes que no disponían de recursos económicos para pagar las 1.500 pesetas que permitían al mozo librarse de una muerte segura bajo las balas de los independentistas cubanos y sus amigos los yanquis. ¿Acaso no era eso el culmen de un sistema corrupto que sentenciaba a los más débiles y privilegiaba a los más fuertes?
Según la sinopsis del libro que saldrá próximamente a la venta, Paul Preston nos ofrece la historia del siglo XX en España con el tema subyacente del desajuste entre una población deseosa de progresar y unas élites que no cesan de bloquear sus intentos.
Un pueblo traicionado es, en definitiva, una crónica sobrecogedora de la devastadora deslealtad hacia los españoles por parte de su clase política, impasible ante la cruda realidad social del país.
Y ahí es donde Preston nos da la clave de lo que nos pasa desde tiempos inmemoriales. A lo largo de nuestra dramática y convulsa historia nuestros mandatarios y responsables políticos en contadas ocasiones han estado a la altura. Siempre nos han gobernado reyes ineptos y codiciosos, militares incompetentes y analfabetos enriquecidos con la miseria del pueblo, validos aprovechados e intrigantes, camarillas que medran en palacios y cancillerías, empresarios y banqueros sin escrúpulos que nunca tuvieron en cuenta el interés general, el bien común, sino la riqueza de sus propios bolsillos. Ese y no otro es el “gran mal español”, la psoriasis histórica que se nos ha pegado a la piel como un cáncer incurable y que no conseguimos quitarnos de encima. Toda la vida fue igual y por lo visto poco hemos cambiado. Nos toca soportar una existencia de miseria mientras los patriotas de salón, esos de la banderita en el reloj, nos roban el dinero y el futuro con total impunidad. O como dice Preston: esos que traicionan a todo un pueblo, el español, que no se merece los gobernantes infames que lo han aplastado y hundido durante siglos.

Imagen: Bolsa de Madrid en 1920.

LA SEMANA TRÁGICA


(Publicado en Diario16 el 19 de octubre de 2019)

La historia se repite con una precisión diabólica y aritmética, sin que las nuevas generaciones, marcadas por una especie de maldición, aprendan o puedan hacer nada por evitar los errores del pasado. Todo vuelve y todo se repite en un ciclo histórico obsesivo: la crisis del parlamentarismo y de la democracia liberal, el agotamiento del sistema por la codicia de las élites, los gobiernos corruptos, la economía que se tambalea, el hambre, la miseria, la ignorancia, el sectarismo, el odio, el nacionalismo exacerbado, el comunismo y el anarquismo, y cómo no, la ultraderecha redentora, que siempre escribe el sangriento capítulo final de la eterna tragedia española.
Los últimos seis días de violencia en las calles de Cataluña remiten −obviamente salvando las distancias−, a aquella cruenta Semana Trágica de Barcelona de 1909. La decisión de enviar refuerzos a Marruecos, movilizando reservistas catalanes, originó en la Ciudad Condal una violenta protesta que desembocó en la huelga general del 26 de julio, un estallido de indignación popular que guarda ciertas similitudes y diferencias respecto al “paro de país” que se vivió ayer en toda Cataluña. Convocada por anarquistas, socialistas y republicanos radicales, la huelga de 1909 contó con el apoyo de los sectores catalanistas más influyentes, al igual que hoy ocurre con ANC y Òmnium Cultural. Aquella huelga de hace casi un siglo fue en principio pacífica, pero terminó convirtiéndose en una auténtica insurrección que llevó al Gobierno a declarar el Estado de guerra y a enviar al Ejército a las calles de Barcelona. La ciudad quedó totalmente incomunicada y fueron incendiados numerosos templos religiosos. Finalmente, el 31 de julio, los militares aplastaron el levantamiento popular, que se saldó con más de cien muertos. La represión posterior, especialmente contra los focos de resistencia anarquistas, fue especialmente dura: mil presos políticos y cinco condenas a muerte. La ejecución que más conmocionó a la opinión pública fue la de Francisco Ferrer Guardia, que llegó a provocar protestas internacionales y acabó costándole el  Gobierno a Maura, una lección que Pedro Sánchez parece tener aprendida, vista la “proporcionalidad” y “mesura” con la que se están empleando las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado.
¿Qué podemos aprender de aquella lección de 1909, si es que podemos aprender algo y somos capaces de ponerlo en práctica? Lo primero que un Gobierno corrupto que no se preocupa por el pueblo y que le roba a manos llenas es el primer factor de desestabilidad y crisis institucional en una democracia liberal. Han sido demasiados años de paro y desempleo, de políticos desalmados, de saqueo, de latrocinios, de estafas bancarias, de personas que han quedado en la calle, de desahuciados y gente sin trabajo. La democracia española no se ha preocupado debidamente de toda esa masa de infortunados, los restos humanos del naufragio que quedaron por el camino tras la terrible crisis de 2008. Y ahí es donde ha brotado el caldo de cultivo perfecto para la desafección, la ira y la revuelta popular, el abono ideal para que las nuevas ideologías antisistema, nacionalistas, rupturistas y revolucionarias se abrieran paso y calaran en la sociedad. El resquebrajamiento de un sistema que no ha sabido (o no ha querido) dar respuesta a los problemas de la gente mientras tapaba las grietas de los bancos con 100.000 millones de euros para el infame rescate financiero es sin duda uno de los orígenes de esta incipiente fiebre anarquista y libertaria que brota por doquier.
Pero es que mientras la injusticia se cebaba con el pueblo, tampoco se atendía a las reivindicaciones políticas de la periferia y muchos catalanes han llegado a la conclusión de que no merece la pena seguir formando parte de un lejano Estado que los abandona y no profundiza en el reconocimiento de sus derechos. No vamos a hablar, porque excedería la extensión de este artículo, del Estatut de Cataluña cepillado, de la sentencia del Constitucional que lo recortó aún más, del boicot a los productos catalanes y de aquellos polvos conservadores e inmovilistas que han traído estos lodos revolucionarios. Suponemos que Mariano Rajoy, en la soledad de su oficina del Registro de la Propiedad, habrá hecho examen de conciencia.
Es obvio que el primer mensaje de los disturbios va dirigido directamente al poder, pero las fuerzas independentistas deberían reflexionar también. El ‘procès’ ha fracasado, la vía unilateral es un callejón sin salida, no se puede construir un país con la mitad del pueblo en contra. Lamentablemente para el soberanismo, en todos estos años no ha conseguido acumular la masa social suficiente para llevar a cabo el proyecto republicano. Lo siguiente, el «apretar, apretar» de Torra a los CDR, los efluvios revolucionarios, la testosterona estudiantil, el odio destilado, las barricadas, la quema de contenedores y ese constante calentarle la cabeza a la muchachada con falsas insurrecciones propias del siglo XIX no lleva a nada bueno.
Afortunadamente ya no estamos en 1909. Tampoco en 1936, por mucho que así lo crea Santiago Abascal. Las revoluciones de antes tenían sentido. Los obreros de entonces, desarrapados de las fábricas que trabajaban como esclavos de sol a sol y que dormían en chozas pestilentes rodeados de niños con bocas hambrientas, aquellos anarquistas que se enfrentaban a la policía de Maura, no tienen nada que ver con estos chicos antisistema que lo han disfrutado todo en la vida: buenos colegios, nutrición equilibrada, caras zapatillas deportivas de marca, viajes al extranjero, sexo, drogas y rock and roll desde la tierna adolescencia. Una existencia de placer. Como tampoco tiene nada que ver este ejército de  Torra con los republicanos de la Guerra Civil, por mucho que se empeñen en recuperar sus lacónicos cánticos a la hora de enfrentarse puño en alto a los antidisturbios. Esta revolución de globos de colores, pelotitas de goma, papel higiénico al viento, juegos florales y castellers, esta semana menos trágica de Barcelona que aquella de 1909, se antoja más bien una performance, una fábula imaginaria de un mundo fantástico muy bien construida con falsos mitos y con la manipulación de unas élites burguesas y pujolistas que, más allá del patriotismo nacionalista, lo que de verdad ansían es construir la República para levantar después un gran paraíso fiscal a la andorrana. Y es que detrás del adoquín arrojado en Vía Laietana no hay un famélico niño palestino, sino un señor de Canaletas con traje, puro y tirantes.

NOCHE DE TERROR EN BARCELONA

(Publicado en Diario16 el 19 de octubre de 2019)

El balance de los disturbios en Cataluña empeora cada noche: 121 detenidos (9 de ellos en prisión provisional, 4 menores de edad), 207 agentes heridos (uno grave), 800 contenedores quemados y 107 vehículos policiales dañados. La impresionante manifestación pacífica de este viernes, en la que han participado más de 500.000 personas, ha dado paso a la noche más dura y violenta de esta semana trágica de octubre que pasará a la historia. El epicentro de los disturbios se situó esta vez en Vía Laietana, frente a la Jefatura Superior de Policía, una calle que a las 22.00 horas ya estaba totalmente cubierta por un manto humeante de escombros, adoquines, basura y ceniza. Los restos de una guerra de guerrilla que se agrava cada noche.
A esta hora es imposible calcular cuántos CDR forman parte de los choques con los antidisturbios pero fuentes policiales aseguran que varios miles, la mayoría de ellos gente muy joven. La consigna de “apretar” que Quim Torra dio al ala más radical y violenta del independentismo parece que ha calado en los más jóvenes, chicos que han visto en la revolución casi suicida una aventura seductora. Así, puede decirse que el ejército improvisado de Torra es eminentemente juvenil, estudiantes universitarios (también de institutos y Formación Profesional) trabajadores y muchachos de los extractos sociales más bajos del cinturón obrero e industrial. Un fenómeno que remite a aquellos cachorros de la kale borroka que en el País Vasco se forjaron en los peores años de ETA. Todos ellos, cubiertos con sus capuchas y con el manual de la guerrilla antisistema conocido como Black Bloc bien aprendido y bajo el brazo, han conformado una fuerza resistente que está poniendo en serios apuros a los cuerpos policiales tanto autonómicos como del Gobierno Central. “En Cataluña nos estamos enfrentando a algo que no habíamos visto nunca”, se lamenta un agente de los antidisturbios destinados estos días en Barcelona.
Los CDR (Comités de Defensa de la República) saben bien lo que tienen que hacer tras provocar un estallido de violencia extrema. Es como si hubiesen estado estudiando todos estos años y entrenándose a fondo para el momento que esperaban: la pelea cuerpo a cuerpo con lo que consideran fuerzas represoras de ocupación, una lucha sin cuartel por alcanzar la soñada República. Van provistos de casco, mochilas con todo el “armamento” que van a utilizar contra el enemigo y hasta botiquines de primeros auxilios y provisiones para matar el hambre y la sed durante la batalla campal que puede prolongarse durante horas extenuantes. Todo sirve para atacar a la Policía: piedras, adoquines, tuercas y tornillos, botellas de plástico, gasolina, sustancias inflamables, mechas, cócteles molotov y alguna que otra sustancia ácida que puede llegar a ser muy peligrosa al contacto con la piel. Sin duda, son guerrilleros urbanos y como tales están siendo tratados por los agentes que les hacen frente.
A los radicales catalanes se han unido en las últimas horas las “brigadas extranjeras”, radicales antisistema de corte anarquista llegados de Italia, Holanda, Alemania y Francia. Células perfectamente adiestradas en tácticas militares aprendidas en Internet, algunas dirigidas por líderes bravos y peligrosos, expertos en conflictos y grandes protestas internacionales. Todos ellos, un grupo de entre 1.000 y 2.000 personas, saben moverse y cómo actuar en la intrincada ratonera en la que se ha convertido la ciudad de Barcelona, vieja escuela de anarquistas desde hace más de un siglo. Levantar barricadas, prender fuego con contenedores, maceteros y restos de basura, lanzar súbitas lluvias de piedras de forma coordinada, levantar humaredas tóxicas con plásticos, volcar y quemar coches y vehículos, dirigir los punteros láser a los ojos de los policías para cegarlos. El objetivo de los comandos siempre es el mismo: aislar a varios agentes, emboscarlos, arrinconarlos y ensañarse con ellos a patadas y puñetazos. A última hora de la noche de ayer el espectáculo era dantesco: el fuego, el humo, los grupos enloquecidos a la carrera, las ambulancias, las furgonetas policiales y los disparos de postas y salvas de fogueo de los antidisturbios recordaban ciertamente a ciudades en conflicto bélico. Mientras, la inmensa población pacífica, cientos de miles de barceloneses atónitos, permanecían encerrados en sus casas, algunos viendo cómo las hogueras rozaban peligrosamente sus ventanas.

BLACK BLOC

(Publicado en Diario16 el 18 de octubre de 2019)

La noche es de los CDR. Al amanecer, a los catalanes pacíficos, independentistas o no, solo les queda empuñar la escoba y barrer las cenizas, basuras y rescoldos aún humeantes de la batalla campal. “Aún estamos en la mezcla de hastío y cansancio en la sociedad catalana. La reacción llegará luego”, asegura el analista político Josep Ramoneda. Pero mientras la gente pacífica consigue imponerse a los violentos, la calle sigue siendo de los guerrilleros urbanos del independentismo, que han adoptado como suyo el conocido como Black Bloc, el manual de los grupos antisistema europeos que recoge las principales tácticas de resistencia y enfrentamiento con los antidisturbios, según ha avanzado esta mañana la Cadena Ser.
El Black Bloc, un documento ampliamente extendido entre los movimientos anarquistas y antisistema de toda Europa, enseña al activista, entre otras cosas, el equipamiento básico (la indumentaria de acción) más apropiada para participar en una jornada de dura refriega con la policía. Las páginas de Black Bloc instruyen sobre cada detalle sobre el enemigo (las UIPS, los agentes de las Unidades de Intervención Policial de la Policía Nacional y de los GRS, los Grupos de Reserva y Seguridad de la Guardia Civil). Así, adiestran sobre el equipamiento de los agentes, “su forma de organización, las diferentes formaciones policiales que utilizan −como la formación en guardia doble para capturar líderes y evacuar heridos o desmontar barricadas−, y el material con el que hacen las cargas policiales como escopetas de pelotas y de gas”.
El Black Bloc no deja de ser un manual para la guerrilla urbana. Recomienda formar grupos de entre 4 o 5 personas, nunca de una forma jerarquizada, aunque sí con un delegado que establezca objetivos comunes, e instruye sobre cómo rehuir “un enfrentamiento frontal con los agentes antidisturbios”. “Cuando los UIPS se repliegan en equipos más pequeños (equipos operativos), cuando marcan su perímetro de seguridad y tienen que recargar las pistolas de pelotas, en ese momento hay que atacar”, asegura el manual. “El número de manifestantes activos debe ser de 2 o 3 por cada policía y si nos tenemos que enfrentar a un grupo operativo de 50 efectivos debemos ser entre 100 y 150 porque menos sería un error”, añade.
Las tácticas empleadas son puramente militares y enseña cómo atacar los objetivos, cómo arrojar a la policía cócteles molotov a 130 grados para derretir su traje o “lanzar cohetes a los helicópteros”. Cabe recordar que en sus movilizaciones nocturnas los CDR ya han tratado de atacar un helicóptero de la policía detonando material pirotécnico, una práctica que resulta altamente peligrosa, ya que de ser alcanzada la hélice de una de las aeronaves esta puede perder el control y terminar estrellándose contra los edificios. El Black Bloc también adiestra al activista sobre cómo escapar tras cometer los disturbios y altercados, utilizando el Metro. Y cómo fabricar las barricadas: “Es muy efectivo volcar los contenedores de botellas, así se proporciona munición a decenas de manifestantes durante una hora”. Para lanzar cócteles molotov lo más fácil es “utilizar una botella de cristal de medio litro, llenar tres cuartas partes con gasolina, cerrar bien la botella y atar una tira de trapo en el cuello del recipiente”, refleja el manual.
La quema de vehículos, una táctica operativa que ya se ha registrado estos días convulsos en Barcelona, también tiene su capítulo aparte en el manual de instrucciones. “Se realiza para retrasar el avance de la policía aunque solo lo recomendamos en caso de extremo peligro para los activistas”. Black Bloc aconseja “cruzar coches entre varios manifestantes (mínimo 4 o 5) agarrar el coche por uno de los extremos y levantar”.
La vestimenta del activista está perfectamente diseñada. “La capucha es indispensable para protegerse, hay que llevar varias camisetas de diferente color y una bufanda mojada con vinagre o Coca-Cola para evitar el ardor que provoca el gas lacrimógeno. También se recomienda utilizar guantes resistentes al calor para devolver los botes de humo a la policía. Se desaconseja la franela o similares, ya que la transpiración potencia el efecto del gas”.
Black Bloc muestra a los activistas cómo defenderse de los golpes de los antidisturbios y la forma de comportarse ante una detención policial. “Una vez caído al suelo es conveniente adquirir la postura fetal con el lado izquierdo más cerca del suelo para proteger el bazo, porque un golpe en el bazo puede producir una hemorragia interna que puede matar”. Por supuesto, “nunca testificar ante la policía y saber que ante un registro existe el derecho de estar presente”.
El manual de táctica de guerrilla urbana Black Bloc nació en las manifestaciones contra el reactor nuclear de Brokdorf, en la Alemania Occidental de 1980, y fue desplegada por “okupas” y activistas antinucleares. También fue empleado para defenderse de los ataques de los neonazis. Más tarde se extendió entre cientos de activistas durante las manifestaciones contra la cumbre de la OMC en Seattle en 1999.
Los «bloques negros» se pusieron de moda entre los grupos anarquistas y antisistema, pero también está siendo usado por los manifestantes de Hong Kong, los chalecos amarillos en Francia y grupos nacionalistas y neonazis. El manual alerta ante la infiltración de policías para dañar la imagen de los manifestantes.

LA BASURA DE INDA

(Publicado en Diario16 el 17 de octubre de 2019)

El último logro periodístico, el último exclusivón del siglo de Eduardo Inda lleva el siguiente titular: “Marlaska cenaba anoche en el bar de copas de moda de Chueca mientras ardía Barcelona”. Y añade que el ministro del Interior en funciones disfrutó de una “tranquila cena” en el Válgame Dios, un bar de copas del popular barrio madrileño. El titular de Interior ya ha aclarado que después de permanecer todo el día al pie del cañón en su despacho oficial, siguiendo los preocupantes acontecimientos de Barcelona, se tomó un momento de respiro para ir a cenar como habría hecho cualquier trabajador en su jornada laboral. Pero es que además el exmagistrado se hizo acompañar de otro responsable del ministerio, un colaborador de confianza con el que durante la cena siguió tratando sobre la crisis catalana para después volver al ministerio y continuar supervisando la operación policial que se lleva a cabo en Cataluña.
El navajazo trapero lleva todo el sello Inda, que ha tratado de comparar la cena de Marlaska con otros comportamientos cuanto menos poco dignos de políticos del PP que se largaron al teatro, de cacería o a un balneario en lo peor de una crisis de Estado. Recuérdese por ejemplo la reciente desidia de Miguel Moreno Verdugo, el gerente del Servicio Andaluz de Salud que en medio de la crisis de la listeriosis decidió asistir a una corrida de toros. O el caso de Gregorio Serrano, aquel director general de Tráfico que se quedó en su casa, con su familia, el Día de Reyes, mientras las carreteras colapsaban por una nevada histórica y cientos de personas quedaban atrapadas en la AP-6. O cuando aquella Ana Botella, alcaldesa de Madrid, se solazó en un spa de lujo en Portugal en plena tragedia del Madrid Arena. Todo ello sin contar con el fin de semana de infausto recuerdo del Prestige, cuando al ministro de Fomento, Francisco Álvarez Cascos, le dio por largarse de caza mientras Galicia quedaba sepultada por un alud de chapapote.
Quiere decirse que, por mucho que Inda se esfuerce en demostrar lo contrario, el hecho de que un ministro salga un rato a cenar tras una jornada agotadora para después reanudar el trabajo no tiene nada que ver con lo que hizo en su día ese plantel de políticos del PP que dejó al país tirado como una colilla en medio de una situación de emergencia para dedicarse a sus divertimentos, aficiones y cosas.
Comer y cenar es algo que normalmente suele hacer todo mortal, pero Inda −un periodista que se mueve bien en el fake, el burdo montaje y el escándalo por el escándalo que por lo visto deben dar mucho tráfico y publicidad a OK Diario, su periódico que más bien es un engendro mecánico-digital−, ha querido ver en esa hamburguesa, vino y mojito, o lo que tomara de menú el ministro en Chueca, poco menos que un crimen de Estado. En todos estos años hemos visto muchas supuestas exclusivas del siglo con la marca Inda, pero ninguna como este titular matutino de hoy que ha alcanzado cotas de bajeza e ignominia difícilmente digeribles para un profesional del periodismo que al tiempo que se jacta de haber investigado noticiones históricos, grandes tramas y corruptelas políticas y temazos para derribar gobiernos suele caer en lo peor del periodismo basura, el fast food reporteril y el chisme o bulo elevado a la categoría de bombazo periodístico. Técnicas todas ellas que bien envueltas y aderezadas con un jugoso titular tendencioso pueden hacer pasar una simple anécdota por un Watergate a la española. O mejor: por el nuevo caso GAL del Gobierno socialista, que es lo que va buscando Inda como un depredador ansioso y desesperado que no encuentra la carnaza a la que hincarle el colmillo retorcido.

EL DESGOBIERNO DE TORRA



(Publicado en Diario16 el 17 de octubre de 2019)

Por la mañana pacíficas marchas por la libertad y por la noche el terror en las calles. Esa es la maquiavélica hoja de ruta que ha impuesto Quim Torra a su pueblo. O quizá habría que decir que ha impuesto Puigdemont, el general en jefe de Waterloo, porque Torra no es más que un personaje creado al efecto para que continúe el hilo argumental del drama catalán.
El ‘procés’ es tan bipolar como su presidente, que a primera hora del día se niega a condenar la violencia y por la tarde, tras ver las imágenes en TV3, pone un tuit para decir que los violentos no representan a los independentistas. Desde el principio de toda esta historia Torra ha sido el presidente de la mitad de la población, aquella que está a su lado en la descabellada aventura secesionista. A la otra mitad de los catalanes solo les queda meterse en sus casas como en los peores tiempos del franquismo, cerrar las ventanas para que no entre el humo de las barricadas y rezar para que un CDR no le parta la cabeza de un adoquinazo. Es cierto que el movimiento independentista catalán nunca ha sido violento, como dice Torra. Pero ahora empieza a parecerlo. Y si España perdió la batalla de la comunicación en Europa durante las infames cargas policiales del 1-O, los gamberros de los CDR la están perdiendo ahora al pretender convertir Barcelona en una Gaza ocupada. Otra ensoñación que alguien les ha metido en la cabeza a los muchachos que se envuelven en la estelada. Cataluña no es Palestina, donde la gente muere bajo las bombas, anda descalza y come barro, sino una de las potencias económicas más poderosas del continente. Pero esa falacia histórica que resulta grotesca ha calado en las mentes de la chavalería.
Mientras tanto, cada noche es peor que la anterior. La cosa empezó con unos cortes de carretera y ya vamos por coches quemados, ácido tóxico y peligrosos incendios que ponen en peligro la vida de la gente. Las imágenes de ese hombre con un bebé a punto de ser alcanzado por las llamas resultan escalofriantes y demuestran el grado de delirio al que ha llegado Torra. Pero más allá del parte de guerra de esta nueva Semana Trágica, más allá de los disturbios, los heridos y los detenidos de cada madrugada cabe preguntarse quién manda ahora mismo en Cataluña. Y la respuesta no puede ser otra que los CDR.
El Parlamento lleva meses sin casi actividad y el Govern solo tiene un programa político entre manos: la independencia, la independencia y nada más que la independencia. Las infraestructuras funcionan cada vez peor, la Sanidad y la Educación pública empiezan a dar síntomas de agotamiento, el turismo se resiente y las grandes empresas (aquellas que no se han ido por miedo a la situación política) ya no encuentran en las tierras catalanas el caldo de cultivo perfecto para desarrollarse. Hasta los prestigiosos congresos internacionales huyen en busca de nuevas latitudes más apacibles donde celebrar sus reuniones. Todo en Cataluña se resquebraja y hace aguas.
Muchos expertos se preguntan hasta cuándo resistirá la economía regional por el camino de la tensión permanente, cuando no de la anarquía, el terror y el caos nocturno. Pero al alegre binomio Torra/Puigdemont, los Pepe Gotera y Otilio chapuzas a domicilio que se cargarán el edificio entero antes de colgarle el letrero rojo de la República como pretenden, parece no importarle que en poco tiempo el país vaya a entrar en recesión y que los catalanes empiecen a pasar penurias. Cabe recordar aquellas palabras nefastas de los líderes políticos que pusieron en marcha el ‘procés’, cuando prometieron que los catalanes “comerían piedras”, si era preciso, con tal de alcanzar la libertad. Todo tiene un precio en esta vida y cada cual se suicida como quiere, pero habría que preguntarle también a ese cincuenta por ciento de la población (quizá más) si está dispuesto a retroceder ochenta años hasta la posguerra, cuando las ratas eran un suculento manjar en las casas de muchos catalanes. Habría que consultar a todos esos ciudadanos hoy callados por el miedo a la guerrilla urbana si están dispuestos a pagar el carísimo tributo. Ese es el referéndum que debe convocar el impasible, flemático y alucinado Torra.
En su comparecencia de apenas dos minutos de anoche, cuando Barcelona volvía a arder por las barricadas de los CDR, el president aseguró que los incidentes violentos que se han registrado en los últimos días “no se pueden permitir”. Todo un acto de cinismo y de esquizofrenia política, ya que es él mismo quien alienta los actos violentos al tiempo que envía a los Mossos a reprimir a los comandos. “Esto se tiene que parar ahora mismo. No hay ninguna razón ni ninguna justificación para quemar coches ni para ningún otro acto vandálico”, ha insistido en su declaración institucional. Torra ha vuelto a decir que la protesta en la calle debe ser “pacífica y cívica”. El problema es que quizá ya sea demasiado tarde. Los muchachos de los CDR, esos a los que él aplaude y les insta a “apretar”, le han cogido el gustillo a la algarada diaria, le están sacando el placer a la pedrada fácil, al escaparate roto y a la mecha incendiaria, y ya va a ser difícil pararlos. La violencia es como una droga: una vez que se prueba ya no se puede dejar. Y ahora los chicos se sienten los dueños y señores de las calles. Lo cual ocurre porque nadie gobierna en Cataluña, salvo un Fantomas escurridizo que a veces aparece y desaparece y una marioneta que piensa de forma primaria y rudimentaria. Español malo, catalán bueno. Como los muñecos de Barrio Sésamo.

Viñeta: Iñaki y Frenchy

TORRA, EL DESTROYER


(Publicado en Diario16 el 16 de octubre de 2019)

Quim Torra sigue inmerso en sus actos reivindicativo-lúdico-festivos mientras Cataluña arde como un polvorín. Los episodios vandálicos de la pasada noche, los contenedores quemados y el Far West en el que se ha convertido una ciudad como Barcelona, siempre cosmopolita, acogedora y pacífica, deben sin duda formar parte de ese “apreteu, apreteu” con el que el molt honorable suele arengar a los CDR. Si bien es cierto que las manifestaciones, marchas ciudadanas y otros movimientos de protesta contra la sentencia del ‘procés’ están siendo en su mayor parte pacíficos, el ala dura del independentismo se ha propuesto pasar a una nueva fase del conflicto y acometer acciones mucho más contundentes en las que no falta una cierta dosis de violencia.
Mientras Pedro Sánchez asegura que no le temblará el pulso a la hora de tomar cualquier medida para garantizar el orden en Cataluña, el president de la Generalitat sigue a lo suyo. Hasta en tres ocasiones los periodistas le han preguntado por este asunto y él ha escondido la cabeza debajo del ala. Por otra parte, era algo previsible en un guiñol ciego, sordo y mudo que ha sido colocado ahí, como muñeco de pim pam pum, por Carles Puigdemont precisamente para eso, para que no haga ni diga nada, para que deje hacer, para que la kale borroka pase a la acción y tome el mando de la situación. Horas después quiso rectificar su ambigüedad calculada: “La violencia no nos representa ni nos representará nunca al movimiento independentista catalán”, dijo en un tuit a destiempo.
Por la mañana hay un Torra, por la tarde otro. Justo cuando el president se disponía a iniciar una marcha de protesta acompañado del exlehendakari vasco Juan José Ibarretxe, los reporteros le preguntaban si piensa condenar los actos de violencia. Pero cada vez que la prensa se le acercaba, él se daba media vuelta, haciéndose el despistado, o se paraba con algún fan para posar en un distendido selfi, o charlaba amistosamente con alguno de los manifestantes, siempre haciendo caso omiso a las preguntas.
Tan solo en una ocasión ha mostrado su apoyo a las manifestaciones que se están llevando a cabo como reacción a la sentencia del Supremo. “Es fantástico ver al pueblo movilizado. Es emocionante. Que nadie dude de que este presidente y el Govern está al lado de la gente”, ha dicho mientras se sumaba a las “Marchas por la Libertad” impulsadas por ANC y Òmnium Cultural. Para Torra los incendios, las barricadas, el cuerpo a cuerpo entre catalanes, los adoquines volando, todo ese desastre junto, es un espectáculo “fantástico”. Él no ve humo ni nota el olor a gasolina y a fogata; tampoco escucha los disparos de las pelotas de goma, los gritos de los heridos y descalabrados, el fragor de la batalla campal y las pendencias. Todo eso para él forma parte de la performance, un activismo pacífico y elegante, una forma cívica y civilizada de mostrar al mundo la opinión de la ciudadanía en contra de la sentencia. Donde hay una barricada envuelta en llamas hasta el tercer piso Torra ve una alegre y sabrosa butifarrada. Donde hay un CDR con la testa abierta por el porrazo de un mosso Torra ve un daño colateral o un figurante que lo hace muy bien. Donde hay una carga policial de veinte antidisturbios mazaos y fuertes como armarios empotrados él ve una parte del espectáculo que da color y emoción a la noche épica y gloriosa. Y donde hay un españolista traidor acorralado por sus muchachos en un callejón no hay nada, solo un pequeño incidente que no debe ser recogido en los atestados policiales. ¿A quién no se le va la mano un poco en la fiebre de las refriegas?
Así es Torra El Esloveno, un tipo extraño que donde hay porrazos, empujones, patadas y puñetazos entre policías y manifestantes solo ve juegos florales como en el día San Jordi, actos festivos y pacíficos, la normalidad democrática y la libertad de expresión más absoluta y legítima. Torra, tras caminar un kilometrillo de la “Marcha por la Libertad” hacia Tarragona (más no, que andar cansa mucho, más para alguien que sufre sobrepeso) desea toda la suerte del mundo y el éxito operativo a su Tsunami Democràtic y se vuelve después a su apacible y seguro Palau de Sant Jordi a merendarse una crema catalana y a seguir por TV3, la tele amiga, las últimas batallas de la guerra medieval contra las tropas borbónicas. Y ya al caer la noche, cuando el humo y los resplandores de fuego asoman sobre la Sagrada Familia, se conecta a Telegram y le da el último parte del día al general de Waterloo: “Solo un ojo reventado, un testículo averiado y una vieja españolista arrastrada por los suelos. Sin novedad en el frente, señor”. Finalmente se mete en la cama con las obras completas de Companys y a dormir como un angelito, que mañana será otro día emocionante. Aunque la guerra siempre la hagan otros.
Quim Torra sigue inmerso en sus actos reivindicativo-lúdico-festivos mientras Cataluña arde como un polvorín. Los episodios vandálicos de la pasada noche, los contenedores quemados y el Far West en el que se ha convertido una ciudad como Barcelona, siempre cosmopolita, acogedora y pacífica, deben sin duda formar parte de ese “apreteu, apreteu” con el que el molt honorable suele arengar a los CDR. Si bien es cierto que las manifestaciones, marchas ciudadanas y otros movimientos de protesta contra la sentencia del ‘procés’ están siendo en su mayor parte pacíficos, el ala dura del independentismo se ha propuesto pasar a una nueva fase del conflicto y acometer acciones mucho más contundentes en las que no falta una cierta dosis de violencia.
Mientras Pedro Sánchez asegura que no le temblará el pulso a la hora de tomar cualquier medida para garantizar el orden en Cataluña, el president de la Generalitat sigue a lo suyo. Hasta en tres ocasiones los periodistas le han preguntado por este asunto y él ha escondido la cabeza debajo del ala. Por otra parte, era algo previsible en un guiñol ciego, sordo y mudo que ha sido colocado ahí, como muñeco de pim pam pum, por Carles Puigdemont precisamente para eso, para que no haga ni diga nada, para que deje hacer, para que la kale borroka pase a la acción y tome el mando de la situación. Horas después quiso rectificar su ambigüedad calculada: “La violencia no nos representa ni nos representará nunca al movimiento independentista catalán”, dijo en un tuit a destiempo.
Por la mañana hay un Torra, por la tarde otro. Justo cuando el president se disponía a iniciar una marcha de protesta acompañado del exlehendakari vasco Juan José Ibarretxe, los reporteros le preguntaban si piensa condenar los actos de violencia. Pero cada vez que la prensa se le acercaba, él se daba media vuelta, haciéndose el despistado, o se paraba con algún fan para posar en un distendido selfi, o charlaba amistosamente con alguno de los manifestantes, siempre haciendo caso omiso a las preguntas.
Tan solo en una ocasión ha mostrado su apoyo a las manifestaciones que se están llevando a cabo como reacción a la sentencia del Supremo. “Es fantástico ver al pueblo movilizado. Es emocionante. Que nadie dude de que este presidente y el Govern está al lado de la gente”, ha dicho mientras se sumaba a las “Marchas por la Libertad” impulsadas por ANC y Òmnium Cultural. Para Torra los incendios, las barricadas, el cuerpo a cuerpo entre catalanes, los adoquines volando, todo ese desastre junto, es un espectáculo “fantástico”. Él no ve humo ni nota el olor a gasolina y a fogata; tampoco escucha los disparos de las pelotas de goma, los gritos de los heridos y descalabrados, el fragor de la batalla campal y las pendencias. Todo eso para él forma parte de la performance, un activismo pacífico y elegante, una forma cívica y civilizada de mostrar al mundo la opinión de la ciudadanía en contra de la sentencia. Donde hay una barricada envuelta en llamas hasta el tercer piso Torra ve una alegre y sabrosa butifarrada. Donde hay un CDR con la testa abierta por el porrazo de un mosso Torra ve un daño colateral o un figurante que lo hace muy bien. Donde hay una carga policial de veinte antidisturbios mazaos y fuertes como armarios empotrados él ve una parte del espectáculo que da color y emoción a la noche épica y gloriosa. Y donde hay un españolista traidor acorralado por sus muchachos en un callejón no hay nada, solo un pequeño incidente que no debe ser recogido en los atestados policiales. ¿A quién no se le va la mano un poco en la fiebre de las refriegas?
Así es Torra El Esloveno, un tipo extraño que donde hay porrazos, empujones, patadas y puñetazos entre policías y manifestantes solo ve juegos florales como en el día San Jordi, actos festivos y pacíficos, la normalidad democrática y la libertad de expresión más absoluta y legítima. Torra, tras caminar un kilometrillo de la “Marcha por la Libertad” hacia Tarragona (más no, que andar cansa mucho, más para alguien que sufre sobrepeso) desea toda la suerte del mundo y el éxito operativo a su Tsunami Democràtic y se vuelve después a su apacible y seguro Palau de Sant Jordi a merendarse una crema catalana y a seguir por TV3, la tele amiga, las últimas batallas de la guerra medieval contra las tropas borbónicas. Y ya al caer la noche, cuando el humo y los resplandores de fuego asoman sobre la Sagrada Familia, se conecta a Telegram y le da el último parte del día al general de Waterloo: “Solo un ojo reventado, un testículo averiado y una vieja españolista arrastrada por los suelos. Sin novedad en el frente, señor”. Finalmente se mete en la cama con las obras completas de Companys y a dormir como un angelito, que mañana será otro día emocionante. Aunque la guerra siempre la hagan otros.

Viñeta: Igepzio

RÉQUIEM POR CATALUÑA

(Publicado en Diario16 el 16 de octubre de 2019)

Al menos 30 detenidos. Más de 70 heridos. Barricadas, incendios, golpes, palizas, helicópteros, sirenas y ambulancias. Ese fue el triste balance de una noche de fuego, violencia y odio. Cualquier tipo de diálogo entre el Gobierno central y la Generalitat se antoja ahora mismo imposible. Los puentes están dinamitados; las vías de comunicación rotas. Solo queda el paisaje triste, tenebroso y desolador del día después de la batalla campal.
La política ha fracasado. La Justicia ha fracasado. El Estado nacido en el 78 y el propio independentismo han fracasado. Ya solo queda el odio enquistado, los gañidos salvajes, las patadas y los puños. Los dos cabestros embistiéndose en un laberinto diabólico.
Las calles de Barcelona, antes un espacio de libertad y tolerancia, se han convertido en una tierra de trincheras. Viendo las imágenes en televisión resulta imposible no comparar el escenario vivido la pasada noche con los tiempos más negros de nuestra historia. La Semana Trágica, el pistolerismo anarquista, la represión militar… Recuerdos del oscuro pasado, cosas malditas que estaban bien guardadas en un baúl, bajo llave y candado, a buen recaudo. Cosas que nadie debería tener la tentación de rescatar. Cosas con las que es peligroso jugar.
Pero probablemente lo peor no es lo que ha pasado sino lo que está aún por llegar. Las posiciones se han radicalizado tanto, ambos bloques se han fanatizado de una manera tan profunda, que los sucesos del 15 de octubre en respuesta a la sentencia del ‘procés’ podrían ser solo el aperitivo. Cada día empieza con una acción de protesta nueva y con el parte de bajas: un joven activista ha perdido un ojo, otro un testículo. Una mujer ha sido atacada por levantar una bandera española. Son los primeros mártires que inscriben sus nombres en una revolución que no ha hecho sino comenzar. “Ya no hay vuelta atrás”, dice la pancarta de un CDR encapuchado. Funesto mensaje.
Alguien debería detener esta espiral de locura pero lamentablemente no quedan interlocutores disponibles en ninguno de los dos bandos. Todos han desertado ya o los han arrinconado por equidistantes o los han purgado por traidores y botiflers. Solo queda un silencio sordo y terrorífico que sobrecoge a las personas pacíficas y de buena voluntad. La verdad no interesa, ha sido enterrada; se impone el patrioterismo barato. Puigdemont desde su guarida de Waterloo y Quim Torra desde Sant Jaume siguen avivando el incendio y arengando a los CDR. Apreteu, apreteu… Por un lado envían a los catalanes a la guerra contra los españoles borbones; por otro movilizan a los Mossos d’Esquadra para que los muelan a palos en el aeropuerto de El Prat o la Estación de Sants. Es la vieja táctica maquiavélica: la pancarta de Visca Catalunya Lliure en una mano y la porra en la otra. Por debajo y clandestinamente, a golpe de wasap, agitan a las masas con nombres engañosamente líricos: Tsunami Democràtic.
La esquizofrenia delirante de los que mandan en aquella tierra catalana que siempre fue de tolerancia, de paz, de cultura y de seny ha contagiado a la gente y empieza a dar los primeros síntomas febriles de fase terminal. Los hospitales no solo se llenan de heridos en las manifestaciones (la mayoría pacíficas, es cierto, otras violentas), también de enfermos de una epidemia de intolerancia.
¿Y qué tenemos en el otro bando, en la parte unionista, en la España que dormita mientras explota por el Noreste? Los habituales salvapatrias que tanto daño han hecho a este país a lo largo de su historia. Los espadones y charlatanes que babean y echan espuma de falso patriotismo por la boca y se frotan las manos al ver que Cataluña revienta por los cuatro costados. La consigna es “cuanto peor mejor”, como dijo el gallego del puro y el Marca. La ultraderecha españolista tiene la partida en el lugar donde quería. Ya ha rescatado el viejo argumentario decimonónico: la anarquía reina en Cataluña, nos gobiernan los rojos pusilánimes que no toman decisiones, aquí hace falta mano dura… Pablo Casado exige que se active ya la Ley de Seguridad Nacional. Albert Rivera fuerza al Gobierno a que garantice la seguridad y el orden público. Santiago Abascal carga duramente contra los socialistas por permitir una “Generalidad en rebeldía, porque la violencia es impune y porque el Gobierno de Sánchez es incapaz de defender orden constitucional”. El PSOE, una vez más, tal como ocurrió en el 36, está atrapado entre dos fuegos rabiosos.
La palabra enmudece. El incendio se aviva. Ha llegado la hora de los pirómanos, locos, iluminados y otras especies que lamentablemente nunca se extinguen. Ha llegado la hora de la caverna y el berrido animalesco. Visca Catalunya Lliure, Visca Companys; Viva la muerte, Arriba España con dos cojones. Los viejos topicazos vilmente resucitados, el testamento de la sangre y de la guerra civil desenterrado por una banda de pirados. El fanatismo nacionalista cegado por una estrella fugaz; la derecha falangista que desempolva la camisa azul, los cánticos militares y el odio revanchista bien engrasado. Ya estamos ahí. Ya ha llegado la hora que todos ellos han estado esperando durante cuarenta años de convivencia en paz. España no tiene arreglo. Somos una tribu maldita condenada a cometer los mismos errores una y otra vez. Y la gente pacífica, los sensatos, los razonables, los lúcidos, toda esa gente que es la inmensa mayoría, ¿dónde diablos se ha metido de repente? ¿A dónde se han ido? ¿Por qué no sale a la calle pidiendo cordura y entendimiento de una vez?

INDULTOS


(Publicado en Diario16 el 15 de octubre de 2019)

“El Gobierno no se plantea los indultos”, ha dicho con contundencia el ministro Ábalos, que considera la sentencia del ‘procés’ “ajustada a derecho y una oportunidad, tras el baño de realidad”, para recuperar la política y restablecer el diálogo en Cataluña. Parece claro que a las puertas de unas elecciones, Pedro Sánchez no quiere ni oír hablar de los espinosos indultos porque es malo para las encuestas, para las urnas y en general para el negocio. Después del 10N ya se verá; es más que probable que los abogados de los líderes independentistas condenados muevan los pertinentes escritos, apelaciones y recursos, y con ellos la petición para que sus defendidos sean indultados. Entonces el Ejecutivo socialista tendrá que mojarse. Y veremos si llegado ese momento, pasado ya el torbellino electoral, los cálculos estratégicos y la propaganda, Sánchez se muestra tan inflexible como hoy ante la medida de gracia para los procesados.
Todo lleva a pensar que el presidente en funciones modulará su discurso a medida que vaya pasando el tiempo tras los comicios, ya que la resolución del problema catalán pasa necesariamente por sacar a la calle a los presos del “procés”. Sin la fiesta de retorno a casa y bienvenida para los héroes condenados del 1-O, sin el confeti lloviendo de los balcones, el cava corriendo a raudales y Els Segadors a todo volumen en las calles de Barcelona y hasta en el último pueblo del Ampurdán, no habrá posibilidad alguna de intentar el diálogo, mucho menos la reconciliación.
De modo que todos los partidos se mueven de puntillas y se la cogen con papel de fumar, como suele decirse, a la hora de valorar la histórica sentencia del Supremo. Cualquier error táctico puede resultar fatal. El más mínimo desliz, traspié o metedura de pata en una valoración apresurada o arriesgada de la resolución judicial durante la campaña que se avecina puede costar veinte puntos en las encuestas y un súbito descalabro. El equilibrio de los partidos actuales es frágil y entre el éxito y el fracaso solo media un peligroso café a destiempo con Alsina, cuyo programa se ha convertido en una trampa de arenas movedizas para cualquier político que esté en campaña, y si no que se lo pregunten a Rajoy.
Todo eso lo sabe Pablo Casado, que tras conocer el fallo del Alto Tribunal se ha mostrado dialogante, atemperado, moderado, ofreciéndose para ponerse al lado del Gobierno y afrontar el problema catalán con unidad de acción del bloque constitucionalista. Sin embargo, las contradicciones del líder del Partido Popular afloran inevitablemente a poco que este abre la boca. Dice Casado que si su partido gana las elecciones sería “algo a estudiar” una modificación legal para impedir que los condenados por delitos de rebelión y sedición no puedan beneficiarse del indulto como medida de gracia. Y ahí es donde, en la propia propuesta, está el cepo en el que cae sin darse cuenta el proponente, ya que Casado pretende acabar con los indultos para rebeldes y sediciosos pero no para corruptos, butroneros y aprovechados, que en España son legión y un cáncer mucho más avanzado y letal.
Llama poderosamente la atención que Casado quiera negarle el indulto a Junqueras y los suyos pero no diga nada de negárselo al poderoso clan entrullado de Génova 13, toda esa extensa fauna y flora que hoy cumple condena por corrupción en las cárceles españolas. A fin de cuentas los líderes independentistas encarcelados son solo cuatro gatos, Els quatre gats, como se hacían llamar aquellos magníficos modernistas catalanes, o sea los Utrillo, Casas, Rusiñol y Pere Romeu. Pero las prisiones están repletas de otros potenciales y virtuales candidatos a la medida de gracia, cientos de políticos populares que aguardan ansiosos que les caída la pedrea del indulto por Navidad. De ellos, de esos antiguos camaradas de partido y compañeros de correrías políticas que un día se llenaron los bolsillos, falsearon pruebas, prevaricaron, traficaron con influencias, malversaron, maquinaron hasta cometer todos y cada uno de los delitos recogidos en el Código Penal, sin dejarse ni uno solo, nada dice el presidente nacional del PP. ¿No sería más higiénico, ético y honrado empezar por abolir el privilegio del indulto para los corruptos, señor Casado? ¿No sería mucho más necesario evitar que los peligrosos ladrones y cleptómanos que han saqueado a los españoles a manos llenas durante tanto tiempo se fueran de rositas a sus casas, felizmente indultados? Porque antes que el patriotismo está el pan. Y antes que España están los españoles. Y tiene más perdón un “indepe” iluminado que se ha pasado de tuerca pero no le ha hecho daño a nadie que aquellos que llevaron el país a la ruina.

Viñeta: Iñaki y Frenchy

LA SENTENCIA


(Publicado en Diario16 el 15 de octubre de 2019)

La sentencia del Tribunal Supremo contra los líderes independentistas que pusieron en marcha el “procés” no puede calificarse precisamente como blanda. Ser condenado a 13 años de prisión no es ningún regalo de cumpleaños. Pero tampoco ha sido el durísimo varapalo que se preveía contra el independentismo, a modo de venganza, y que muchos en Cataluña esperaban como respuesta de la pérfida y fascista Justicia española. De hecho, entre los magistrados del Alto Tribunal se han terminado imponiendo las tesis más moderadas, las contrarias a condenar a los políticos presos por rebelión, un delito que lleva aparejadas penas mucho más graves de hasta 25 años de cárcel.
De haberse producido tal escenario, es decir una condena por rebelión que dicho sea de paso todos daban por hecha (como si el guion estuviese escrito de antemano y los magistrados no tuviesen autonomía propia al encontrarse sometidos a unos extraños poderes fácticos en la sombra) sí se podría haber hablado de un correctivo humillante para los procesados, sobre todo porque en ningún momento existió la “violencia estructural” como requisito imprescindible para ese delito que siempre invocaron la Fiscalía, Vox como acusación particular y el Gobierno de Mariano Rajoy, gran impulsor de la caza de brujas ‘indepe’.
El rechazo por parte del tribunal a considerar los hechos que se juzgaban como constitutivos de un delito de rebelión no puede sino ser considerado una estrepitosa derrota del bloque duro, el búnker patriótico-unionista, que desde el minuto uno de iniciarse el juicio trató de sostener un relato fáctico imaginario, ficticio, inexistente. El referéndum de autodeterminación del 1-O y las posteriores movilizaciones ciudadanas fueron pacíficas en todo momento (salvo casos excepcionales y puntuales, como en toda protesta que mueve a decenas de miles de personas). Sin embargo, en su obcecación por retorcer la realidad, la Fiscalía (empujada por el poder Ejecutivo) y Vox se empeñaron en ver insurrecciones y barricadas donde no las había; conspiraciones para derrocar el régimen del 78 que no existían; y golpes de Estado que nunca se produjeron. Si el 1-O fue un pronunciamiento para subvertir el sistema político, ¿qué fue entonces el “tejerazo” del 23F del 81, cuando los tanques salieron a la calle y un comando de guardias civiles insurrectos entró en el Parlamento a tiro limpio para secuestrar a los representantes legítimos de la soberanía nacional?
Con la lógica en la mano, todos los argumentos mantenidos por los diferentes fiscales que tomaron parte en la vista oral del juicio al “procés” (y también por los abogados de Vox) fueron cayendo uno tras otro por su propio peso. Esa gran derrota del Ministerio Público y de los “sui generis” acusadores particulares, que como decimos fue confirmándose en las primeras pruebas del plenario (tras las declaraciones de los acusados, pruebas testificales, documentales, etcétera) no es en realidad sino la gran derrota de una serie de políticos incompetentes que queriéndose quitar la patata caliente de Cataluña de encima pasaron el “marrón” a la Justicia en una lavada de manos que ni Poncio Pilatos. En ese saco de torpes responsables políticos habría que incluir no solo a Mariano Rajoy sino a su entonces vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría y por supuesto al ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido. Las bochornosas declaraciones ante el tribunal de esta esperpéntica terna, que atribuyó toda la culpa de las cargas policiales del 1-O a los mandos inferiores, dejaron al presidente del tribunal, Manuel Marchena, y a sus compañeros togados con caras de póker. El espectáculo ofrecido por los tres máximos responsables del embrollo en el que había caído el país ya presagiaba que el castillo de naipes de la rebelión se vendría abajo, como no podía ser de otra manera, a las primeras de cambio. Ese fue el principio del fin de los partidarios de la “mano dura” y de que los líderes del ‘procés’ quedaran entre rejas, sin ver la luz del sol, durante décadas, tal como exigía Vox.
Hoy la Sala del Tribunal Supremo ha puesto las cosas en su sitio de una manera no exenta de cierta elegancia e inteligencia jurídica. Al condenar por sedición y no por rebelión, el alto tribunal ha mandado a la sociedad española un mensaje entre líneas que no debe ser pasado por alto. Lo que en realidad están confirmando los magistrados es que la rebelión fue un montaje urdido por el Gobierno Rajoy y la Fiscalía (sustentado en el delirio de que hubo violencia) para no negociar nada con los independentistas y trasladar de una forma burda lo que era un problema político a la esfera judicial. Por eso el fallo supone de alguna manera una gran derrota de aquellos que han pretendido judicializar el “procés” eludiendo sus responsabilidades políticas. Una derrota de Rajoy, una derrota de Pablo Casado como continuador, todavía hoy, de aquel discurso falaz, y una derrota de una Fiscalía y de una acusación particular que en todo momento fueron teledirigidas desde el poder Ejecutivo.
Evidentemente las conductas enjuiciadas fueron delictivas, ya que si bien los procesados no atentaron contra el orden constitucional (la democracia en España en ningún momento del enloquecido “procés” se vio amenazada) sí se saltaron la ley, el Estatut, los reglamentos del Parlament, el Código Penal y la Constitución. Toda esa panoplia de disparates legales tenía que terminar con un reproche penal o de lo contrario el Estado de Derecho habría quedado anulado y pulverizado. Pero de alguna manera el Supremo ha sabido lidiar con el muerto que Rajoy dejó en sus manos. Se ha moderado en las penas, ha garantizado los derechos de los acusados de cara a un más que probable recurso ante el Constitucional y el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo y ha dejado la puerta abierta a que los condenados puedan acogerse al “régimen de semilibertad” con permisos penitenciarios a corto plazo (incluso permitiendo que la decisión la tome el Govern de la Generalitat). Todo ello sin mencionar el enorme favor que le ha hecho a Pedro Sánchez, ya que una sentencia durísima hubiese colocado al PSOE en una difícil situación de cara al 10N. Sin duda, en esta ocasión la Justicia ha evitado la tentación de caer en la venganza, lo cual no era fácil. Y de paso, por obligación, ha hecho como ese cirujano que cuando interviene trata de causar el menor daño posible en el enfermo: en este caso la maltrecha democracia española.

Viñeta: Iñaki y Frenchy