viernes, 15 de febrero de 2019

TODOS PIERDEN EL JUICIO


(Publicado en Diario16 el 15 de febrero de 2019)

Nos quedan tres meses por delante de inútil agonía procesal. Miles de papeles burocráticos, cientos de testigos, latinajos y retórica jurídica que no servirán para mucho, más que para meter entre rejas a un hombre que va de mesías de los derechos humanos y a sus 11 apóstoles del soberanismo. El juicio del ‘procés’ no es más que una patata caliente que Mariano Rajoy cambió de sitio. Hoy, un año y medio después, el impertinente tubérculo sigue echando humo. Podrían organizar cien juicios más, podrían contratar a cien magistrados más −todos ellos de reconocido prestigio−, podrían llevar a declarar a la UCO, a la UDYCO, al CNI, a los Mossos d’Esquadra y a la Guardia Urbana de Barcelona. Nada de eso servirá porque el problema seguirá estando ahí mientras Oriol Junqueras, que se siente iluminado por la gracia de Dios (encima va a misa de doce y el Altísimo está con él) seguirá ganando adeptos para la causa. “Esto no se resuelve poniendo gente en la cárcel”, ha sido su primer mandamiento ante el Sanedrín del Alto Tribunal como gurú de los derechos civiles.
Con el juicio al ‘procés’, la gran cagada histórica de Rajoy (y ya era difícil hacerlo peor después de lo del Prestige) todos perdemos. Pierde el Estado como macroestructura que no ha sabido resolver un problema territorial; pierde la Justicia, que ha caído en la trampa de un juicio político; y pierde la democracia, que ha fracasado como herramienta de Gobierno. Por supuesto, pierden los ciudadanos, los españoles y los catalanes, que ven cómo la convivencia se deteriora por días y el rencor se enquista. El fracaso de este novelón surrealista escrito por un político gallego que no era Cela precisamente es generalizado y total. Ya advirtió Kafka en su Proceso (el ‘procés’ en catalino) que los macrojuicios son laberintos interminables, descarriados, inconclusos. Tanto, que ni el genio de Praga podo terminar su historia. Aunque bien mirado, hay dos actores principales que sí saldrán triunfadores: el propio Junqueras, que con su brillante actuación de ayer ya se ha ganado el respeto de miles de catalanes (incluso entre los no indepes), y el abogado de Vox, que hará caja de votos entre esos españoles que cultivan el odio como deporte.
La primera semana de vista oral nos deja una evidencia que se veía venir: el PP quiso convertir a Oriol Junqueras en Josu Ternera y ha terminado convirtiéndolo en un Nelson Mandela blanco y a la catalana. Su declaración como acusado fue un mitin político (¿es que alguien dudaba de que así sería?) y el líder de ERC se sintió en su salsa en el banquillo de los acusados, que él transformó en tribuna de oradores. No en vano, llevaba año y medio preparando ese momento estelar en su particular prisión de Robben Island, o sea Lledoners, que para el caso es lo mismo, ya que aunque el rancho que le daban al líder negro era peor que las lentejas y la tortilla española, el implacable acero de las rejas es idéntico.
Junqueras ya ha asumido que su papel es el de mártir tenaz, un Madiba de la causa catalana, y va a representar su personaje hasta el final. Si le caen 25 años de cárcel, que es lo más probable, ya llegará el indulto, y si este no llega porque Vox no quiere, ya llegará Estrasburgo con el jabón francés para aclarar las manchas que la Justicia española pueda dejar en la sábana impoluta de los convenios internacionales sobre derechos humanos. Esa es su estrategia de defensa y de ahí no lo sacarán aunque se coma el marrón. Algún ingenuo llegó a pensar que Oriol Mandela haría una defensa técnica, jurídica, que se pondría a debatir bizantinamente con el fiscal sobre artículos del Código Penal, doctrina y jurisprudencia del Constitucional y sobre farragosos artículos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Nada más lejos. Su rol es el de mártir y el traje negro calvinista, austero, mormón, le viene que ni pintado.
El líder independentista se sentó ante los magistrados del Tribunal Supremo como lo que es en realidad: un intelectual pacífico, gordito y afable con sentido del humor que cita a Dante e incluso se permite la broma de decir que “ama” a España. Cuando soltó su declaración amorosa, precisamente en pleno Día de San Valentín, los fieros letrados de Vox lo miraron con estupor, como ese lobo hambriento que abre sus fauces ante la inofensiva gallina y en el último momento algo le dice que no debe comérsela porque puede resultar indigesta.
No, Oriol Mandela no da el perfil de demonio que pretende la derecha española, ni de delincuente común, ni de peligroso etarra, como dice Pablo Casado. “Nunca hemos aceptado la violencia, cualquier objetivo noble en la vida es inmoral si los mecanismos para conseguirlo son indecentes. Si hubiese cualquier tentación de actuar de manera no pacífica nosotros nos desvincularíamos de ese objetivo y nos encontrarían enfrente. Convivencia, bienestar, progreso cultural, cívico, social de la ciudadanía son nuestros valores y los preservaríamos”, ha afirmado.
El truco de fabricar un enemigo público número uno no le ha funcionado al PP y ahora estamos juzgando a un Buda de las Ramblas manso y bonancible que solo con mirarlo ya se sabe que no sería capaz de matar ni a una mosca. Junqueras habla de filosofía griega, de la Mare de Déu de Montserrat, de humanismo cristiano, de misas de doce con cánticos religiosos y de amor fraternal entre los pueblos. Un tipo que se expresa así no puede perder la batalla final ni puede ser el diablo malvado con rabo y cuernos que pretende romper España. No encaja. No cuela.
En la sala del Supremo hay periodistas acreditados de todo el mundo. Están los del New York Times y los del Guardian, entre otros muchos, y andan analizando toda esta historia truculenta con ojos asépticos, sin prejuicios fanáticos ni emocionalismos patrióticos. ¿Qué habrán pensado de nosotros los españoles cuando hayan escuchado a este hombre hablar de derechos humanos, de respeto a los valores cívicos, de educación y de pacifismo? ¿Cómo habrán digerido que un político que lleva preso más de un año tenga que soltar sus ideas desde el banquillo de un juzgado y no desde la tribuna del Parlamento, que es donde tendría que estar ahora tratando de resolver un conflicto territorial de dimensiones colosales que amenaza con arrastrarnos a todos al abismo? No lo entenderán. Los corresponsales extranjeros no podrán comprender que un país democrático como España haya derivado un asunto político hacia la vía penal en un disparate jurídico que no puede terminar bien. El Estado empezó a perder la batalla mediática internacional desde el mismo día del referéndum, cuando las cargas y los porrazos de la Policía. Como también ha perdido la batalla judicial desde que aquel juzgado alemán de nombre impronunciable sentenciara que no ha había habido violencia ni rebelión, rechazando la extradición de Puigdemont.
Es cierto que Junqueras y los suyos se saltaron la Constitución, el Estatut, la ley, los reglamentos y las ordenanzas de las comunidades de vecinos. Pero eso ya no importa. Ahora solo queda el crucificado pacifista, el martirizado que lo aguanta todo, la “buena persona”, como él dice de sí mismo. Solo tiene que resistir y dejar que su idea madure dentro y fuera de España. A Junqueras se le está poniendo cara de Madiba, o de Gandhi con su alegato de no violencia. Aunque no ayune y tenga unos kilitos de más.

Viñeta: Igepzio

LOS PATRIOTAS DEL "PAQUÍ PALLÁ"


(Publicado en Diario16 el 11 de febrero de 2019)

A la manifestación del pasado domingo en defensa de la unidad de España acudieron miles de ciudadanos que sin duda están preocupados de buena fe por el futuro incierto del país. Vaya por delante que este artículo no va contra ellos. Pero entre esa masa de angustiados que no pueden dormir por las noches porque España se rompe, o nos la rompen entre unos y otros, también estaban los listos, los emprendedores suizos, los que tienen el dinero a buen recaudo fuera de España: los patriotas del “paquí pallá”. ¿Y qué demonios es eso del “paquí pallá” que suena a cachondeíto fino?, se preguntará el sufrido lector. Pues es una empresa supuestamente creada ad hoc por el PP de Madrid para canalizar el dinero negro que fluía por Génova 13 como los manantiales del Nilo y que nutría fuertemente las campañas electorales del partido.
En efecto, hace solo unos días, un informe de la Guardia Civil remitido a la Audiencia Nacional apuntaba que el PP de Madrid que dirigía Esperanza Aguirre camufló, supuestamente con facturas falsas, al menos 1,7 millones de euros que se emplearon en costear la campaña electoral de 2011, “superando así el límite previsto por la legislación”. El magistrado de la Audiencia Nacional Manuel García Castellón, que instruye la macrocausa por la trama Púnica sobre presuntas corruptelas en la adjudicación de contratos públicos en la Comunidad de Madrid, ya tiene en su poder ese documento demoledor que alerta de que el PP madrileño “habría ocultado gastos electorales por importes muy notorios, utilizando para ello empresas afines y conniventes, las cuales habrían enmascarado esos gastos electorales a través de diversos procedimientos”. Entre esas empresas, según la Cadena Ser, estaría Paquí Pallá SL. Y ahí es donde queríamos llegar.
Que el PP haya bautizado con un nombre tan pintoresco a la empresa que proveía y hacía las veces de tapadera para su financiación es preocupante, pero lo realmente grave de esta operación policial es que, una vez más, queda en evidencia la catadura moral de aquellos a los que se les hincha el pecho cuando hablan de España mientras promueven redes, tramas, evasiones, falsedades, chanchullos fiscales, delitos en fin, que no hacen sino esquilmar el país y hundirlo en el despilfarro, el hambre y la miseria más absoluta. El patriota “paquí pallá” no es precisamente ese al que le salen callosidades y llagas en los dedos de las manos de tanto enarbolar banderas rojigualdas en Colón, sino el que las tiene agrietadas a fuerza de empuñar prófugos maletines de piel que van de un lado a otro por las fronteras de medio mundo. El patriota “paquí pallá” no es ese español de derechas de buena fe que se monta en un autocar en Murcia con toda su fe e inocencia y es capaz de meterse cuatrocientos kilómetros de carretera entre pecho y espalda solo para soltar cuatro gritos desgañitados en Madrid −“Sánchez felón, trabaja de peón”− o para pedir un 155 duro contra los indepes o para defender la permanente e indisoluble unidad de España. Qué va. El patriota ibérico “paquí pallá” es capaz de recorrer esa distancia, y el doble si hace falta (incluso a pinrel), solo para coronar las cumbres bancarias andorranas o helvéticas y guardar allí unos buenos millones que buena falta le harían al país para construir escuelas, hospitales y unos trenes que no se queden tirados en medio de los páramos extremeños. Ahí está el tristemente famoso Bárcenas, otro patriota que llevaba el dinero de España “paquí” y “pallá”, mayormente “pa Suiza”, y que seguramente acostumbraba a lucir una pulserita roja y amarilla en la muñeca o una banderita nacional pegada al Rolex de oro o una camiseta de interior ajustada con la silueta del toro de Osborne. Al españolazo de Dios, patria y orden le pone mucho una manifestación dominguera y exaltada en Colón para desahogarse con Sánchez, darle caña al sociata traidor y acusarlo de crímenes contra la humanidad, pero sin duda le pone mucho más ir “paquí pallá”, como en españoles por el mundo pero a lo grande, volando voy, volando vengo, y por el camino yo me entretengo, o sea, que entre aeropuerto y aeropuerto te puedes abrir una instrumental en Panamá, una opaca en Suiza o una offshore en Luxemburgo, que por paraísos fiscales y empresas fantasma no será.
Ser un español de derechas activista, concienciado y constantemente movilizado contra la amenaza roja bolivariano-separatista −en una extraña fobia conspiranoica secular que este país no termina de superar−, no es fácil y exige mucho sacrificio, mucha manifa dominguera y muchas horas de autocar y de bocatas de serrano rancio comprados por el PP en los bares grasientos de las carreteras nacionales. Ese español de derechas esforzado y abnegado es la tropa de abajo, la carne de cañón, el primo útil que come el rancho barato del partido y pringa en la barricada mientras el patriota “paquí pallá” le roba la cartera, se baña en el jacuzzi con champán y caviar y se lo sabe montar a tope en lejanos paraísos caribeños.

Viñeta: Igepzio

CINDERELLA SÁNCHEZ


(Publicado en Diario16 el 9 de febrero de 2019)

Como jugador de baloncesto que fue, Pedro Sánchez sabe la importancia que el tiempo tiene en el juego, no solo en el deportivo, sino también en el político. Cada segundo puede ser crucial, cada bote bien dado o en falso puede suponer la diferencia entre ganar o perder un partido. Así, al designar a Pepu Hernández candidato por Madrid, el presidente cometió una doble falta: la primera fichar al entrenador a dedazo sin contar con el club; la segunda no revisar si su expediente estaba limpio de sanciones federativas y asuntillos fiscales.
Más tarde, cuando dio un ultimátum a Maduro para que convocara elecciones libres en Venezuela, Sánchez se saltó el reglamento, o sea que se pasó por el forro el derecho internacional. Eso fue, si no juego sucio, sí al menos juego subterráneo. Y cuando, para completar una semana nefasta se filtró que había pactado un relator con los independentistas, cometió “pasos” por querer ir demasiado deprisa y no calcular el tiempo que le quedaba de posesión, o sea el tiempo que le resta en la Moncloa.
Ayer, el base Sánchez volvió a recuperar el control del partido al anunciar que rompía las negociaciones con los soberanistas catalanes. Fue un triplazo espectacular sobre la bocina que sorprendió a todos sus rivales. Con ese canastón medio cayéndose, a la remanguillé y desde mitad de la cancha, el jefe del Ejecutivo empató un partido que tenía totalmente perdido y forzó la prórroga en el último segundo. Fue una jugada maestra por dos razones principales: primero porque con un solo movimiento de muñeca desarboló la manifestación facha del próximo domingo, cuando los autocares (los de Alsa y los de Hazte Oír), los bocadillos de chorizo rancio y los banderones españoles de todo a cien ya estaban preparados. ¿Contra qué protestarán ahora Casado, Rivera y Abascal? Si ya no hay relator, si la negociación con Torra/Puigdemont se ha dado por liquidada, si la relación con Cataluña está igual de enquistada y envenenada que siempre, que es lo que pretenden las derechas por los siglos de los siglos, ¿contra quién van a disparar ahora sus mentiras y su bilis patriótica? Es evidente que Sánchez no ha traicionado a España ni es un “felón”, como decía el pedante Casado en un castellano antiguo sobreactuado propio de La Venganza de Don Mendo, sino solo un político que intenta resolver problemas. Con su jugada de pizarra (no sabemos si Iván Redondo tiene algo que ver en esta táctica) el líder socialista le ha aguado su 12 de Octubre particular al ‘trifachito’, su día de la españolidad exclusivo y private, es decir solo para gente decente, de orden y de derechas, nada de rojos, feminazis ni abortistas.
Pero es que además, con su canastón imposible en el último suspiro, Sánchez consigue poner la bola en el aro de los independentistas. Su mensaje ha sido claro y directo: ya está bien de marear a un país y a un Gobierno con vuestras butifarradas y vuestro victimismo cerril e ingobernable. Y añade: si despreciáis los 2.000 millones en infraestructuras, unos presupuestos vitales para los que más sufren y un nuevo Estatut generoso; si no estáis por la labor de la mesa de negociación para abandonar la senda de la unilateralidad, de la desobediencia y la rebeldía; si seguís empeñados en construir media República en contra de la mitad del país y de Tabarnia, adeu y bon viatge. Ya os veréis las caras con las derechas, no solo las españolas (que son duras y malas de llevar) sino las europeas (que todavía son peores).
Al bloque secesionista no le queda otra que entender de una vez por todas que la construcción nacional catalana aún no se ha conseguido, que el 1-O  fue una ensoñación sin base real, que han faltado otros 25 años y un par de gobiernos más del PP. Eso lo sabe desde Junqueras, que está en la cárcel, hasta Puigdemont, que está en su lujosa mansión de Waterloo como un bon vivant, pasando por Anna Gabriel que no se sabe dónde está. De modo que o se moderan, ceden y negocian, o volvemos a las andadas: 155 aún más duro (cuando llegue Abascal), una Cataluña de posguerra y los CDR quemando neumáticos en las autopistas. O sea, como en Venezuela pero con Torra, un “madurito” menos moreno y sabrosón.
Con su jugadón in extremis, Sánchez ha demostrado que no piensa claudicar, y menos ahora que está subiendo en el CIS. Es como esos reboteadores bragados que nunca dan una bola por perdida, o mejor, como aquel boxeador que encajaba todo lo que le daban. James Braddock, también conocido como Cinderella Man, de quien Russell Crowe hizo una interpretación magistral. Acuérdense los enemigos de Sánchez, tanto los del PP como los del PSOE (que son más y más encarnizados), cómo se levantó de la lona apoyándose en su manual de resistencia el día de las cuchilladas traperas en el Comité Federal. El que lo dé por muerto cometerá un grave error. Que nadie le dé el KO a Cinderella Sánchez antes de tiempo.

Viñeta: Igepzio

EL CALENTÓN DE CASADO


(Publicado en Diario16 el 8 de febrero de 2019)

“El PP no ha sido condenado por financiación ilegal; en España el único partido condenado es el PSOE”, ha dicho Pablo Casado en una reciente entrevista. Falso, cuando se juzgó el caso Filesa en 1997 ni siquiera existía el delito de financiación ilegal y el proceso recayó sobre unos cuantos políticos socialistas. Otra mentira: “El supuesto de aborto más habitual en España es el que sucede en el tercer hijo en un matrimonio o pareja de hecho. Es decir, en España el aborto se está utilizando como una herramienta de conciliación y esto es brutal, es extremadamente duro”, asegura Javier Maroto por imitación de su jefe. También falso. El 45,8 por ciento de las mujeres que abortan en nuestro país no tiene ningún hijo. Es más, según los informes de todos los organismos competentes en la materia, tres de cada cuatro mujeres desean  tener al menos dos hijos, pero no pueden por problemas económicos y otras razones entre las que la conciliación laboral no es un factor importante.
Discursos falaces de este tipo se repiten a diario y con impunidad en la vida pública española, hasta tal punto que el embuste, la patraña, la falsedad, se ha instalado descaradamente en el programa político de las derechas. Decía Bismarck que “nunca se miente tanto como antes de las elecciones, durante la guerra y después de la cacería”. Y es cierto. Nuestro país vive en constante campaña electoral, en perpetua guerra de todos contra todos y en una eterna cacería del hombre, en este caso de Pedro Sánchez, cuya cabeza quieren colgar en el club taurino del Partido Popular. Quizá por eso, porque estamos en un momento de máxima propaganda, en tiempos prebélicos y en medio de una violenta batida cinegética contra el rojo masón, la prodigiosa maquinaria de la mentira está funcionando a pleno rendimiento en Génova 13.
Casado, que ya solo piensa en clave de cómo remover las vísceras del personal para captar votos, le ha copiado la estrategia a los ultras de Vox. El líder del Partido Popular cree que el truco le dará resultado, el problema es que Santiago Abascal miente mucho mejor que él y por ahí tiene perdida la partida de mus entre tahúres. Es evidente que el líder de Vox ha dado con la tecla de la mentira y miles de españoles ya tienen decidido que van a comprar todo el pack (defensa de la unidad de España, antifeminismo machista y xenofobia) en las próximas elecciones. A fin de cuentas, en este mundo cada cual es libre de tragarse la trola que quiera, igual que cada uno es libre para matarse con tabaco negro o rubio o a lingotazos de orujo malo, como mejor prefiera. Sin embargo, a Casado se le transparentan las intenciones cuando miente porque le entra esa sonrisilla tonta, nerviosa y pecaminosa de alumno de colegio mayor que ha fumado a escondidas en las letrinas y que le delata a la primera. Casado sonríe demasiado y alguien que sonríe mucho no puede mentir con garantías ni es un auténtico profesional de la mentira, como puede llegar a serlo Abascal, que tiene más madera para el negocio del montaje y el bulo mediático. Mentir con rigurosidad, con pericia y competencia exige mucho talento o al menos dedicarle horas de estudio. Para mentir hay que servir, o al menos echarle codos, y no vemos a Casado muy empollón que se diga, sino más bien con ganas de llegar al poder cuanto antes y a costa de lo que sea, incluso con 80 diputados si es preciso, encabezando un ‘trifachito’ improvisado y comprando el título de presidente del Gobierno en el Rastro de Madrid.
Casado pretende llegar a la Moncloa a golpe de cuentos y ficciones, y para ello ha organizado una gran manifestación ciudadana contra el “traidor y felón” Sánchez, que según él está dispuesto a vender España a los indepes. Otra mentira más. Sánchez no puede vender España a Puigdemont ni a nadie porque España no le pertenece y además se lo prohíbe la Constitución. No vamos a recurrir aquí a la manida cita de que una mentira repetida adecuadamente mil veces se convierte en una verdad, como decía Goebbels, ni a aquello de que las grandes masas sucumbirán más fácilmente a una gran mentira que a una pequeña, como pensaba el tirano genocida Hitler que vuelve a estar de moda. Pero conviene recordar que Casado ya está en ello: en la propaganda barata, en la bola y el embuste para agitar a las masas, una técnica política tan vieja como el hilo negro. En la manifestación patriótica del domingo, con la que algunos de sus barones moderados no están de acuerdo por lo que tiene de giro demasiado ultra, el presidente del PP se lo jugará todo a cara o cruz, a todo o nada. A su lado, codo con codo, estará Abascal, que en el póker de la mentira se mueve mucho mejor que él. De hecho, el líder de Vox ya se está frotando las manos con el granero de votos que se derramará en Colón. Raro será que no lo desplume.

Viñeta: Igepzio

LA MANIFA FACHA

(Publicado en Diario16 el 8 de febrero de 2019)

La manifestación del próximo domingo convocada por PP y Ciudadanos servirá también de escaparate para los grupos fascistas que si bien hasta hace poco tenían la consideración de grupos residuales ahora se han fortalecido y van camino de influir en la vida pública española. Así, el grupo ultraderechista Hogar Social y la coalición ADÑ, formada por la Falange Española de las JONS, Democracia Nacional y Alternativa Española, han anunciado que se sumarán a la concentración en la plaza de Colón de Madrid para protestar contra la decisión del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y su relator para la mesa de diálogo en Cataluña.
Los grupos ultras, no solo Vox, han visto una oportunidad de oro para salir del ostracismo en el que llevan inmersos desde 1978 y manifestar abiertamente su orgullo. De hecho, ya están organizándose en las redes sociales. “Por la unidad de los españoles frente a quienes nos dividen. Frente a los patriotas de pulserita y cuenta en el extranjero. Frente a los políticos separatistas”, asegura Hogar Social en Twitter. “Los valientes construyen España, los cobardes la destruyen”, ha añadido mientras confirman que estarán en la manifestación por la unidad de España.
A su vez, ADÑ también se manifestará a partir de las 11.00 horas del domingo en la plaza Callao de Madrid. Después, según han anunciado, se unirá al acto convocado por Casado y Rivera en la Plaza de Colón. “Nuestra coalición estará presente en defensa de un bien superior como es la unidad de España, y eso es lo que está en primer término, pero esa presencia en ningún caso significa que ADÑ firme un cheque en blanco ni un apoyo a los partidos convocantes, el PP o Ciudadanos”, alega la coalición falangista.
La movilización de los grupos neofascistas viene a demostrar el inmenso error de Casado y Rivera al convocar un acto que solo tiene por objetivo calentar las calles en un momento de alta tensión en la vida política española. Con el juicio del procés a las puertas, con la actual situación de crispación que se vive en Cataluña −donde la sociedad catalana se ha polarizado en dos grandes bloques antagónicos−, convocar una manifestación para apelar a las vísceras, a la exaltación nacionalista y a sentimientos de rechazo hacia las minorías territoriales supone una grave irresponsabilidad por parte de gobernantes que pretenden dirigir los destinos del país algún día. Ya lo decía Iñaki Gabilondo hace un par de días: España se enfrenta al momento más crítico de su historia reciente y no tiene políticos que estén a la altura de las circunstancias. Así es. No hay políticos sensatos y razonables, no hay estadistas responsables con sentido del bien común, solo párvulos mal criados, traviesos pirómanos con la mecha encendida a todas horas, jovencitos narcisistas de gimnasio y peluquería demasiado hormonados que agitan a las masas sin calibrar las peligrosas consecuencias de sus actos.
Inflamar las calles, llevar la tensión hasta límites insoportables con lenguajes bélicos y guerracivilistas como los que emplean Casado, Rivera y sobre todo Santiago Abascal –que ha llamado a “echar al okupa Sánchez” de la Moncloa, como si se tratara de una ofensiva militar–, solo puede conducir a deteriorar aún más la convivencia entre españoles. ¿Es esa la idea de patriotismo de la derecha española? ¿Acaso se trata de aplastar al que tiene ideas diferentes hasta imponer un país totalitario e ideológicamente uniforme?
La bochornosa imagen que se podrá ver el domingo será demoledora y triste para un país. Partidos que se dicen demócratas marchando al mismo compás que organizaciones neofascistas nostálgicas de los tiempos del franquismo. Líderes como Casado y Rivera que supuestamente tratan de labrarse una imagen como demócratas codo con codo con los que enarbolan la bandera preconstitucional, con los rudos cabezas rapadas tatuados con esvásticas, con los del brazo en alto y el Cara al Sol de toda la vida. ¿Qué imagen piensan dar al mundo si no es la de unos aspirantes al poder entregados a la violencia existencial de los fascistas, a aquellos que pretenden acabar con la democracia, a los mensajeros de las peores ideologías que ha dado la raza humana?
Quizá a esta hora Casado −un político que a menudo se deja llevar por los calentones del momento, un hombre que está demostrando que no fue agraciado con el don de la templanza, la serenidad y la capacidad de reflexión necesarias en todo gobernante−, se haya percatado ya de su inmenso error de estos días. Dar un paso tan grave y trascendental como convocar una manifestación que no es sino humo y gasolina para derribar un Gobierno por la fuerza de la calle y tomar el poder mediante el odio, la crispación y el rencor, quedará para siempre en su currículum nefasto.

LOS SOCIALISTAS DEL PP


(Publicado en Diario16 el 7 de febrero de 2019)

A veces se tiende a pensar que el nacionalismo es una cosa lejana de regiones periféricas, de culturas minoritarias con lenguas e identidades propias, de vascos y catalanes, en suma. Y no es cierto. El nacionalismo español está tan arraigado como el otro y emerge con toda su fuerza y visceralidad no solo en partidos conservadores sino en partidos que se suponen de izquierdas como el PSOE. Felipe González, Alfonso Guerra, Rodríguez Ibarra, José Bono, Emiliano García-Page, los barones en definitiva, practican un nacionalismo introvertido, de capilla y confesonario, íntimo, quizá no tan africanista y explícito como el que demuestran Pablo Casado, Albert Rivera y Santiago Abascal (los líderes del “trifachito”) pero sí al menos tan interiorizado que en ocasiones por sus bocas no parece hablar un hombre auténticamente de izquierdas sino un neofalangista.
Suele hablarse del patriota de derechas como modelo único de ese hombre atávico y reaccionario pero a menudo nos olvidamos que el mismo pecado del nacionalismo anida en esos socialistas veteranos que vienen de un mundo que fue pero ya no es. Muchos de ellos provienen de acomodadas familias falangistas y por lo visto no han logrado despojarse del trauma infantil. A ninguno de estos barones del PSOE (más bien habría que llamarlos patriarcas que invocan la Constitución como si fuese la Biblia) le ha gustado que Pedro Sánchez haya pactado con los independentistas la inclusión de un “relator” para abrir el proceso de diálogo en Cataluña. Enfurecidos y con rictus severo, las manos en los bolsillos de sus abrigos de paño de mil euros y soltando vaho frío por la boca (una imagen que recuerda mucho a aquellos prebostes del franquismo) se dejan entrevistar en la televisión para arremeter contra su líder Sánchez, al que se han propuesto liquidar por unos supuestos coqueteos indepes que no son tales sino parte de una inteligente estrategia de negociación diplomática para pacificar la situación en Cataluña. Estos ancianos exaltados del PSOE, estos matusalenes de la izquierda española achacosa y trasnochada, todavía no han llegado a tildar al presidente del Gobierno de “traidor y felón” a España, como ya ha hecho Casado, pero esperemos a que lo pillen a solas en un rincón del Comité Federal ‒en una nueva encerrona como la que le organizó Susana Díaz en su momento‒, y ya hablaremos.
Con socialistas de derechas como ellos que anteponen el patrioterismo barato a la resolución pragmática de un conflicto autonómico monumental, el PSOE no va a ninguna parte. Produce escalofrío oírlos hablar de españolismo, de esencias patrias inamovibles e inmutables, de banderas y sentimentalismos decimonónicos, tal como hace el mismísimo Santiago Abascal, que debe alucinar al ver cómo unos tipos que se dicen de izquierdas pretenden arrebatarle la clientela. Así, tras conocerse el asunto del relator, a Emiliano García-Page le ha faltado tiempo para exigir una reunión urgente de los máximos órganos del PSOE. “Tengo muchas ganas de decir con claridad lo que pienso sobre este asunto, porque cuando se habla de España, decidimos todos los españoles”, ha dicho con ardor chauvinista. Y ahí está la diputada Soraya Rodríguez, antigua portavoz parlamentaria del PSOE, que no quiere “ni mediadores ni relatores” –exactamente las mismas palabras y el mismo discurso que están empleando Rivera y Casado– o el presidente de Aragón, Javier Lambán, que ha llegado a decir que “aprobar un presupuesto no justifica cesiones que pongan en cuestión la Constitución, la unidad de España, el Estado de derecho ni la decencia”, al tiempo que ha instado a Sánchez a no ceder a “chantajes de los independentistas, cáncer de la democracia con el que hay que acabar”. Ni Millán-Astray lo hubiese explicado con mayor vehemencia y españolidad. Todos ellos han sacado el patriota que llevan dentro, pero faltaba el histórico Alfonso Guerra, pata negra del rancio y caduco PSOE, que durante la presentación de su nuevo libro, La España en la que creo, ha aprovechado para lanzarle un dardo envenenado al presidente, con quien es público y notorio que no se lleva, él sabrá por qué: “Este libro está escrito por el autor. Podrá ser todo lo malo que se quiera, pero es mío”, ha dicho Guerra en un golpe bajo fuera de lugar.
Resulta extraño que gente que dice provenir de la izquierda clásica pueda caer en este tipo de discursos gruesos y demagógicos, y más aún cuando no son conscientes del daño que pueden ocasionarle a un PSOE tambaleante, último reducto de la socialdemocracia en España antes del advenimiento de los ultras. El relator no es un mediador internacional (Carmen Calvo se está desgañitando la mujer para explicarlo por activa y por pasiva) y ni siquiera se han fijado las atribuciones y competencias que pudiera llegar a tener este personaje en el proceso de negociación entre el Estado y la Generalitat. Pero es que aunque así fuese, aunque el relator sea una concesión al independentismo, ¿qué otra salida le queda a Sánchez para tratar de reconducir el problema catalán? El pacto, el consenso y el diálogo, gran éxito de aquella Transición a la que tanto apelan los barones nostálgicos del partido socialista, es imposible sin pagar algún precio político. Llegar a acuerdos supone dejarse ideas y principios por el camino y salvo que la vieja guardia del PSOE esté pensando en aplicar el 155 duro en Cataluña como única solución posible (tal como exigen las derechas cada minuto) al Gobierno no le queda otra que convocar una mesa de negociación en la que tendrá que hacer concesiones de forma y de fondo.
Sin embargo, lejos de escuchar con honestidad y enfocar el problema desde un punto de vista realista y práctico, lejos de calmar su hormona patriotera y comprender que el futuro del Estado no está en peligro porque Sánchez no puede dar nada a los independentistas que no esté en la Constitución, los jerarcas del aparato ya han olido la sangre y se han lanzado a la caza del hombre, o sea de Sánchez, al que se la tienen  jurada desde que reconquistó el partido con su chupilla de cuero, su viejo Peugeot  y su “no es no a Rajoy”.
Quizá, en el fondo de lo que estemos hablando no sea del famoso relator, sino de algo mucho más trascendente para los barones: de una segunda parte de aquella vendetta no consumada, de una nueva revancha con rencillas y rencores por un episodio que no quedó bien cerrado, de la cruenta y encarnizada lucha por el poder en el PSOE, que no es sino la pugna entre dos formas de entender el socialismo. Indudablemente, con socialistas como estos que compran el discurso rancio de las derechas Sánchez no necesita enemigos. De modo que a nadie le extrañe que alguno de estos barones o marqueses ‒progres decadentes y venidos a menos que a fuerza de girar a la derecha van camino de terminar en Vox‒, se deje caer por la manifestación de las derechas del próximo domingo para mostrar su amor a España y su odio contra Sánchez “el felón”. Sería como cerrar un irónico círculo: un día salieron de Falange y ahora regresan a casa.

Viñeta: Igepzio

DEMOCRACIA USA


(Publicado en Diario16 el 4 de febrero de 2019)

A menudo hablamos de Estados Unidos como esa gran democracia que supera a la española en todo, en garantías del sistema judicial, en avances políticos y sociales e incluso en respeto a los derechos humanos. Sin embargo, Adrián Mato, un joven español que se enfrenta a 10 años de prisión por haber tomado parte en una pelea durante el partido de la NBA que enfrentó a los Heat y a los Bulls el pasado 31 de enero, está comprobando en sus propias carnes que ese mito americano del país de las libertades esconde una gran mentira.
El joven de 23 años, que pasaba unos días de vacaciones en Miami, decidió asistir al encuentro cuando de buenas a primeras se vio inmerso en una discusión con algunos espectadores de los asientos contiguos. Por lo visto, primero insultó a uno de ellos −”hijo de puta, valiente mamón de mierda”− y después, cuando llegó la policía y los agentes lo invitaron a abandonar el pabellón se resistió a hacerlo, mientras despedía un fuerte “aliento a alcohol y un habla arrastrada”, según la versión de algunos medios de comunicación locales. Al final, los policías tiraron de sus brazos y se inició una pelea que terminó con agentes y detenido rodando grada abajo. Finalmente, el chico fue reducido, esposado y metido por la fuerza en un furgón policial.
La siguiente escena nos lleva a la vista preliminar ante la jueza del Condado de Miami y al joven Mato enfundado en un mono naranja, como si fuese el más peligroso terrorista de Guantánamo. La Justicia lo acusa de cuatro delitos: agresión a policías, resistencia a los agentes de la ley, conducta desordenada y desórdenes por intoxicación etílica. En total 10 años de cárcel. Una broma pesada por una mala tarde de baloncesto. La jueza encargada de la vista de Adrián ha fijado una fianza de 10.000 dólares, de modo que el muchacho podrá seguir en libertad hasta el día del juicio.
Así, lo que en principio iban a ser unas maravillosas vacaciones se ha terminado convirtiendo para Adrián Mato en una de esas malas películas de terror a las que son tan aficionados los norteamericanos. Pero más allá de si es culpable o no, más allá de si su conducta fue violenta o no –lo cual deberá dirimirlo la jueza de Miami–, parece excesivo que la Fiscalía solicite 10 años de reclusión por lo que no deja de ser una pelea producto de una borrachera. Los detractores de todo lo español suelen argumentar que la Justicia ibérica es desproporcionada y cruel, poco respetuosa con los derechos civiles y más propia de épocas fascistas que de sistemas democráticos modernos y avanzados. Generalmente, estos críticos acostumbran a poner como ejemplo ideal de verdadera Justicia a otros países que supuestamente estarían mucho más avanzados que nosotros en ese aspecto. Países como Reino Unido, Francia y Estados Unidos. Pero hete aquí que tenemos a un pobre turista español al que se le fue la cabeza una tarde de copas y al que pretenden arruinar la vida poniéndolo entre rejas durante una larga década, como si hubiese participado en los atentados contra las Torres Gemelas.
Para saber si nuestros tribunales son más retrógrados y totalitarios que otros, podemos preguntarnos cómo actúa la Justicia española con esos aficionados extranjeros que suelen armarla cuando vienen a España a presenciar un partido de fútbol. Lejos de emplearnos a fondo con ellos, ya nos hemos acostumbrado a tolerar a los hooligans británicos de camisetas empapadas en cerveza, a los violentos ultras rusos y a los no menos peligrosos polacos, turcos, holandeses o tifosi, entre otras hordas que campan a sus anchas por las calles de nuestras ciudades infundiendo el pánico entre los vecinos, provocando reyertas tumultuarias con los antidisturbios, quemando contenedores y cajeros automáticos y provocando todo tipo de tropelías y desórdenes propios de batallas campales. En esos casos, los detenidos son puestos a disposición del Juez de Guardia, que termina imponiéndoles una multa testimonial o extraditándolos a sus países de origen hasta el próximo partido de Champions, cuando volverán a España para volver a hacer de las suyas.
No, España no es ese país tan represor y autoritario con los derechos de los ciudadanos que muchos pretenden pintar. Es cierto que también se dan sentencias exageradas como aquel hombre al que sentenciaron a dos años de cárcel por robar una barra de pan o las injustas persecuciones contra raperos, tuiteros y titiriteros. Ahí está el caso del actor Willy Toledo, que está siendo sometido a un proceso desmesurado e injusto por algo tan absurdo como blasfemar contra Dios y la Virgen. Pero aquí no está pasando nada distinto a lo que ya ocurre en otros países democráticos gravemente influidos por la ola de neoconservadurismo político que recorre todo el mundo.
Estados Unidos, al menos los Estados Unidos de Trump, ya no es un ejemplo de nada, como tampoco lo son otros países de nuestro entorno como el Reino Unido del Brexit donde se impone hablar inglés por la calle a los inmigrantes, la Italia de Salvini que deja morir a los náufragos en el Mediterráneo, la Francia de Le Pen o los países escandinavos gobernados por lo ultras, por no hablar de los estados de la antigua órbita soviética, que a menudo identificamos como países democráticos pero que no superan un mínimo control de calidad.
Un proceso tan brutal contra un joven que ha cometido el error de involucrarse en una pelea en un partido de baloncesto no sería posible en España. Como tampoco aquí enviaríamos al corredor de la muerte a un ciudadano como Pablo Ibar, contra el que no existen pruebas concluyentes de asesinato, ni acribillaríamos a balazos a un chico por el mero hecho de ser un negro de Louisiana sospechoso de un delito menor. La Justicia española es imperfecta, errática, y tiene muchas cosas que corregir, qué duda cabe. Pero no lo es más que la que se imparte en otros países occidentales de más larga tradición democrática, como suele decir el topicazo aquel. Pensemos en ello la próxima vez que tengamos la tentación de poner por las nubes al país de las barras y estrellas que en cuestión de derechos humanos ya no es ni sombra de lo que fue.

Viñeta: Igepzio

ABASCAL NO ENTENDIÓ GRAN TORINO

(Publicado en Diario16 el 2 de febrero de 2019)

Santiago Abascal, líder de Vox, se ha sentido muy ofendido porque la Academia de Cine no le ha invitado a la gala de los Goya. Despechado y herido en su amor propio, no ha tardado ni un minuto en lanzar algunos de sus habituales infundios, como que en España hay “una mafia” en torno al cine español que “persigue a actores y directores que no son afectos a la izquierda”, una trama organizada que según él sería la culpable de la crisis de nuestra industria cinematográfica. Y concluye: “No pasa nada. Los españoles seguiremos viendo a Clint Eastwood, a Mel Gibson o a quien haga falta”.
Parece que esos son los cineastas de cabecera de los que ha bebido el político ultraderechista. Sobre Mel Gibson no habría mucho que decir, ya que se siempre ha simpatizado con los grupos más ultraconservadores de Estados Unidos. Pero si Abascal piensa que Clint Eastwood es de su cuerda probablemente se equivoque. Es cierto que cuando le preguntan sobre economía, el mítico director de cine ha llegado a decir: “Soy un halcón en lo que se refiere al recorte del déficit”, mientras se ha posicionado a favor del libre mercado. Y también es cierto que siempre ha prestado su apoyo a candidatos republicanos como Nixon, Reagan o Mitt Romney. Pero al señor Abascal habría que recordarle, por si no lo sabía, que el gran Clint ha sido un firme defensor, en contra de lo que opina el Partido Republicano, del matrimonio gay y del ecologismo, dos cuestiones a las que Abascal parece tener alergia. Así que por ahí le ha salido rana.
Abascal, como suele ocurrirle a todo político fanatizado por unas ideas, piensa en clave esquemática, superficial, epidérmica, y se ha quedado con aquella imagen estereotipada de Harry El Sucio empuñando su Magnum 44 mientras limpiaba la ciudad de delincuentes. Por eso no es capaz de entender el vasto y riquísimo mundo intelectual y artístico del Eastwood creador, el más sensible, profundo y magistral director de cine de nuestro tiempo. Abascal, un hombre siempre anclado en el pasado, no ha caído en la cuenta de que el Eastwood actor no tiene nada que ver con el Eastwood realizador y si ha tenido la suerte de ver una obra maestra como Gran Torino y sigue pensando que el cineasta americano es uno de los suyos es que no entendió la película, como tampoco entiende que nada en el mundo es blanco o negro, sino que este es un planeta complejo lleno de matices y tonalidades distintas.
Gran Torino es probablemente una de las mejores películas que se han hecho nunca contra el racismo (con permiso de Centauros del desierto de John Ford, otro maestro a quien los reaccionarios quisieron secuestrar para la causa). Su personaje principal, Walt Kowalski, un viejo veterano de Corea que vive solo con su perra Daisy tras perder a su mujer, reside en un barrio que antes era exclusivo de anglosajones y ahora, como consecuencia de la globalización, ha sido ocupado por inmigrantes asiáticos. ¿Les suena la historia? Kowalski es el típico intolerante al extranjero, un xenófobo, por qué no decirlo, y se dirige a los asiáticos con calificativos despectivos como “ojos de rendija”, “cabeza de chorlito”, “rollito de primavera” o “charlatán amarillo”. Su resistencia a mezclarse con los otros, con la raza distinta, le lleva a aislarse del resto del vecindario y solo vive por y para su coche: su hermoso Gran Torino del 72. Sin embargo, una terrible injusticia hace que algo cambie en la mente del huraño y cascarrabias Kowalski hasta hacerlo evolucionar desde la repulsión que siente hacia los inmigrantes hasta dar su vida por ellos (y perdonen el spoiler, pero es por una buena causa). Gracias a esa evolución personal, el viejo Kowalski logra salvarse del racismo en el último momento con un acto de nobleza humana, de espiritualidad metafísica, de altruismo, esas palabras que Abascal no debió aprender en la escuela. Precisamente ese final grandioso de la película es lo que hace de Eastwood un intelectual progresista en el sentido existencial, no político del término, todo lo contrario que el líder de Vox, que sigue encerrado en su tribu y en su caverna. Kowalski es la antítesis del político ultra. A Kowalski lo redime su evolución; Abascal sigue lastrado por su involución.
Pero más allá de los maravillosos personajes de ficción de Eastwood, solo un loco diría que es un fascista. Si algo es el director californiano es un liberal, un conservador si se quiere, pero un moderado, un tipo civilizado e intelectualmente bien preparado, culto y nada fanatizado. Es lo que en otros tiempos pasados se llamaría un individualista, alguien que va por libre y a quien le importa un bledo lo que piensen los demás, sean demócratas, republicanos o medio pensionistas. De ahí que alzara su voz contra Nixon durante los años de la guerra de Vietnam y de ahí que se haya mostrado sumamente crítico con las recientes intervenciones militares de Estados Unidos en Irak y Afganistán. Puede que el gran cineasta norteamericano no sea un pacifista movilizado y activo en el sentido de lo que entiende la izquierda, pero desde luego no es un belicista a ultranza: “La guerra es una de esas cosas que tendrían que hacerse pensándolo mucho, si es que necesitan hacerse; la protección es muy importante para las naciones, pero tiendo a posicionarme en el bando de que cuanto menos mejor”. Eastwood es ese hombre soberano capaz de criticar los rescates de los grandes bancos y multinacionales automovilísticas que se llevaron a cabo durante los mandatos de Bush y Obama y al mismo tiempo rodar un anuncio para la Superbowl con las grandes empresas de Detroit que se beneficiaron de tales ayudas. Un ser de contradicciones, como todo genio, pero no un totalitario.
Eastwood puede ser muchas cosas pero siempre un cineasta que denuncia el racismo y esos postulados retrógrados que dice defender Vox. Señor Abascal, mucho nos tememos que Clint Eastwood, de vivir en España, no le daría su voto. Es demasiado inteligente para apostar por un programa electoral que hubiese redactado un hombre de Cromañón. Que le quede claro al caudillo de Vox: Eastwood es Eastwood.

EL GIRO A LA DERECHA



(Publicado en Diario16 el 1 de febrero de 2019)

Un agujero negro de proporciones colosales se está formando en el centro de la galaxia del Partido Popular. Una inmensa brecha espacio-temporal que amenaza con engullir al partido de Pablo Casado, reducirlo a polvo cósmico y enviarlo de nuevo a los tiempos de la Transición, cuando no era nada. El último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) –que debe tomarse con todas las reservas dado su gran margen de error– apunta un futuro incierto para los populares. El sondeo sitúa al PP como cuarta fuerza política en intención de voto, por detrás de Ciudadanos e incluso de Podemos, con Vox comiéndole el terreno peligrosamente por detrás. Tras estos números, todas las alarmas han saltado en Génova 13 y los populares tiemblan ante la posible liquidación del partido que ha ostentado la hegemonía de la derecha española en las últimas décadas.
El análisis de los malos resultados del CIS debe pasar necesariamente por el fenómeno de fragmentación que padece la derecha española. Ya caben pocas dudas de que la sangría de votos del Partido Popular se está produciendo no solo por su flanco izquierdo, donde el partido de Albert Rivera ha conseguido conectar con el electorado de centro, sino también por su derecha, donde los ultras de Vox siguen avanzando en las encuestas.
Ante ese escenario, el partido debería plantearse si la estrategia de Pablo Casado −el sucesor de Mariano Rajoy que fue elegido como gran timonel tras la moción de censura−, está siendo la más adecuada para salir del horizonte de sucesos de esa nefasta singularidad que se cierne sobre el PP. Desde que llegó a la presidencia, Casado ha optado por el “giro a la derecha sin complejos” y quizá sea ese volantazo de la nave poco meditado, ese cambio de rumbo súbito y a la desesperada, el que esté llevando a la formación conservadora a precipitarse de lleno en el agujero negro. La consigna que el nuevo capitán ha dado a sus tripulantes ha sido recuperar el aznarismo como coordenadas de rumbo, endurecer el discurso y ultraderechizar el partido, una táctica que se ha revelado como un inmenso error, tal como demuestran los datos del CIS.
Con su plan equivocado, Casado está provocando la fuga despavorida de los votantes más moderados, que ven en Ciudadanos un proyecto más sugerente, razonable y acorde con los planteamientos civilizados del centro-derecha. Al mismo tiempo, al sector más extremista del electorado del Partido Popular −que hasta ahora lo votaba con un cierto grado de insatisfacción, ya que no existía un proyecto más a la derecha en el mercado−, se le cae la baba cuando escucha hablar a Santiago Abascal, el líder fuerte de Vox. Muchos entre estos “insatisfechos” que creen haber encontrado por fin al líder del que habían quedado huérfanos tras el abandono de la política de Aznar ya tienen decidido que irán a las urnas para dar su voto a la formación verde ultraderechista. ¿Qué sentido tendría votar a la copia si ahora ya hay un original?
Hoy no es que el PP esté más lejos que nunca del poder (concretamente a la friolera de 15 puntos del PSOE) sino que nadie en el partido parece dar con las claves para remontar el vuelo. Los populares se encuentran en una encrucijada diabólica, perdidos en medio del espacio sideral, y lo que es mucho peor: con una alarmante falta de liderazgo y de proyecto político. A las puertas de unas elecciones que se antojan históricas, el Partido Popular sufre una profunda crisis de identidad y no sabe concretar si es un partido de centro-derecha, liberal, democristiano, de derecha dura o todo ello a la vez. Los bandazos retóricos de Casado, el doble discurso, el “hoy soy de centro pero mañana me levanto más extremista que nadie”, solo sirven para confundir al electorado. Esa doble personalidad, ese doctor Jekyll a quien en ocasiones le posee el espíritu ultra y demoníaco del señor Hyde, quedó patente en la reciente Convención Nacional, donde el partido nuevo y el partido viejo chocaron como dos galeones sin rumbo sin que nadie pudiese zanjar la gran pregunta: ¿qué demonios es hoy el Partido Popular?
Por el escenario de aquel acto multitudinario pasaron Aznar y Rajoy, que ni siquiera fueron capaces de escenificar una imagen de unidad sincera, no ya personal, sino ideológica. Mientras tanto, el joven Casado se limitó a aplaudir, a sonreír (sonreír demasiado no es bueno en política) y a lanzar soflamas patrioteras que pueden tapar durante un rato el olor a descomposición, pero que se disuelven como azucarillos a la hora de afrontar el problema fundamental, que no es otro que redefinir el partido en parámetros modernos y moderados para poder encarar los retos del futuro.
Tras conocerse los datos preocupantes del CIS, y lejos de reflexionar sobre el rumbo errático que lleva la nave a punto de ser engullida por el agujero negro, algunos dirigentes del PP ya se han apresurado a lanzar misiles contra el mensajero que trae los presagios más funestos, en este caso contra José Félix Tezanos, máximo responsable de las encuestas del organismo oficial, a quien acusan de ser el “ministro de propaganda” de Sánchez y de “cocinarle” los sondeos al Gobierno. Probablemente la consigna de disparar contra Tezanos salga del mismísimo despacho de Casado en otra de sus estrategias desacertadas (se equivoca tanto con el cuaderno de bitácora que se parece más al nefasto general Villeneuve de Trafalgar, el peor navegante de la historia, que al heroico capitán Kirk de Star Trek). “El CIS me da igual”, ha sentenciado con desdén el propio Casado en otra muestra más de imprudencia temeraria, mientras el agujero negro sigue creciendo y haciéndose cada día más grande.
A fecha de hoy, los malos datos del partido están ahí y tratar de negarlos o de desviar la atención denunciando montajes o conspiraciones del Gobierno Sánchez no resolverán el problema. Mal haría la dirección nacional en no abrir un debate serio y profundo sobre el posible cataclismo que se está formando y la consiguiente debacle. Casado puede mirar para otro lado y autoengañarse pensando que el PP todavía es aquel partido de los tiempos gloriosos. Pero mañana, cuando abra los ojos y se los frote tratando de despertar de la pesadilla, el dinosaurio de Vox seguirá estando ahí, como en el cuento de Monterroso. Un dinosaurio con barba afilada, gesto sañudo y colmillo verde retorcido llegado de la prehistoria y dispuesto a devorar lo poco que va quedando ya del PP. Así funciona el Universo: un lugar lleno de seres y objetos que se comen unos a otros.

Viñeta: Igepzio

LA POLÍTICA COMO ESPECTÁCULO DEPORTIVO


(Publicado en Diario16 el 31 de enero de 2019)

Ruth Beitia, Javier Imbroda, Fermín Cacho, Marta Domínguez, Theresa Zabell, Abel Antón… La lista de grandes estrellas del deporte que han dado el salto a la política en los últimos años, con mayor o menor éxito, demuestra que los partidos atraviesan por una escasez de cantera y por una crisis de identidad sin precedentes. El último nombre en añadirse al elenco es el de Pepu Hernández, el exseleccionador nacional de basket propuesto por Pedro Sánchez como candidato del PSOE a la Alcaldía de Madrid. Podemos sospechar que su eslogan de campaña no será “ba-lon-ces-to” sino “so-cia-lis-mo”.
Pero más allá de rostros y biografías, resulta evidente que los partidos han entrado en una auténtica competición por ver quién cierra el fichaje más sonado. Y es que hoy lo deportivo arrastra a las masas más que cualquier otra actividad humana y los políticos, que han visto el filón, deben creer que quien controla el deporte controla el poder.
El fenómeno no es nuevo. En la Antigua Grecia los campeones olímpicos, héroes aclamados por el pueblo, gozaban de grandes privilegios, como recibir una pensión alimenticia de por vida o combatir al lado del rey. Por algo sería. Más tarde Camus dijo aquello de que todo cuanto sabía sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debía al fútbol, anticipando así una nueva era donde el deporte sustituiría en importancia a la política. Y más recientemente Eduardo Galeano ha escrito que el fútbol es la única religión que no tiene ateos, demostrando la fuerza arrolladora del balompié como movimiento social a nivel mundial.
En las culturas occidentales modernas no hay nada que tenga tanto tirón como el deporte, de ahí que el ‘fenómeno fan’ haya llegado a la política para quedarse. Todos los partidos quieren llevar campeones en sus listas (el campeón potencia la imagen ganadora que no tiene un señor calvo y con bigote a quien no conoce nadie) y cualquier día vemos al bueno de Vicente Del Bosque en la Moncloa (por lo visto ya se lo ha propuesto el PSOE) o a Sergio Ramos de ministro de Cultura. Todo puede ocurrir en este país cada vez más disparatado.
De una forma o de otra, los partidos políticos parecen haber entrado “a saco” en este juego competitivo que consiste en fichar a un rostro conocido del deporte –también artistas de cine, cantantes o intelectuales– y colocarlo al frente de las marchitas candidaturas. Con ello se busca no solo el “efecto sorpresa” y captar el voto del aficionado que sigue a su deportista favorito cada domingo, sino atrapar al ciudadano desideologizado o desmovilizado, ese que no acude nunca a votar porque no le interesa o vota a izquierda y derecha, veleta e indistintamente, en función de sus intereses personales. Poco importa si el atleta en cuestión está preparado o no para la actividad política, si se sabe la Constitución al dedillo o ha leído algo de historia de España. Lo decisivo es que tenga muchas medallas colgadas en el cuello, a ser posible de oro. Tampoco influye demasiado que el aspirante no posea un máster en derecho autonómico −ya sea conseguido honestamente o comprado a tocateja en la Universidad Rey Juan Carlos− si en su lugar cuenta con un diploma olímpico. El problema viene cuando Ruth Beitia, la que iba ser candidata del PP por Cantabria, va y dice aquello de que “se debe tratar igual a un animal, a un hombre o a una mujer si son maltratados porque todos somos seres humanos”. Fue abrir la boca la mujer y subió el pan, o sea que la lio parda, más por inexperiencia en la política que por antifeminista radical. Hizo bien en dejárselo.
En los tiempos de la posverdad la política es mayormente un juego y los gobernantes ya no convencen con aburridos programas electorales que nadie lee, sino con el fichajazo de aquel defensa central, pertiguista, maratoniano o leyenda del baloncesto que hizo vibrar a la afición. Hasta Puigdemont planteó el referéndum por la independencia de Cataluña bajo el atractivo eslogan del 1-O, un gran marcador luminoso que recordaba el resultado de un clásico ajustado. Mientras tanto, en el bando unionista se gritaba aquello de “a por ellos oé”, como si el procés fuese la Final de Copa.
En el fondo estamos hablando de síntomas de la crisis de la política, de la decadencia de los partidos –incapaces de dar respuestas eficaces a los problemas de los ciudadanos– y del crepúsculo de las democracias liberales, que han renunciado a las ideologías porque ya no dan votos para convertirse en campeonatos ligueros donde gana el atleta que tiene más tirón entre la audiencia. Quiere decirse que hubo un tiempo en que todo era política pero hoy ya todo es deporte y ahí está Mariano Rajoy, que cuando acude a un acto oficial no habla de Venezuela o de la fuga de Errejón al partido de Carmena o del auge de Vox, sino del último gol de Vinicius, de los errores del VAR y de quién ganará la Champions este año. Rajoy, gallego astuto y sagaz, ha sido un visionario en esto al anticipar que el votante empieza a estar un poco harto de la brasa política de siempre, de las cifras del paro endémico, de la inflación y de la prima de riesgo y lo que quiere es ver a Pau Gasol machacando el aro del equipo rival, o sea la oposición, en la cancha del Parlamento. De ahí que el expresidente no leyera el BOE sino el Marca.
España no camina hacia la plutocracia ni hacia la oligocracia ni hacia la tecnocracia o “expertocracia”, como auguraban los analistas sesudos, sino hacia la “deportivocracia”, como demuestra la elevada abstención en los domingos de elecciones, cuando el ciudadano prefiere ver el derbi de su pueblo antes que ir a votar. El último gran cara a cara televisivo en el ocaso del sistema será una leyenda del Real Madrid y otra del Barsa disputándose la Moncloa a cara de perro. Guti contra Hristo Stoichkov en El Chiringuito de Pedrerol. Vayan comprando la entrada, que luego se agota el papel.

Viñeta: Igepzio

SAVATER

(Publicado en Diario16 el 31 de enero de 2019)

“Podemos tuvo cinco millones de votos, no creía yo que hubiera tantos tontos en España”, ha dicho Fernando Savater en ABC. Y lo ha soltado así, sin inmutarse. Toda una vida estudiando a Platón, a Descartes y a Kant para terminar reduciendo algo tan complejo como la política a una cosa de tontos y listos. De esta sentencia esquemática, simplista y hasta frívola del viejo profesor a aquella otra frase célebre de Jesulín de Ubrique (“la vida es como un toro: hay que echarle un par de güevos”) hay solo un paso.
Se ha cubierto de gloria el maestro Savater con una declaración más propia de la barra de un bar, de un andamio o de un taxi que del pensador español de referencia que se supone que es. A veces los grandes intelectuales de nuestro tiempo, los faros de las letras, las cúspides de la cultura occidental, nos sorprenden con declaraciones pedestres impropias de su genio. Se supone que un filósofo debería llegar a la causa de un problema por medio de la razón y de un método epistemológico que nada tiene que ver con el calentón político, el prejuicio, el insulto grueso y el desprecio a los votantes de una determinada opción ideológica. Para eso ya están los de Vox y Rafa Hernando, que viene a ser lo mismo.
La “ironía socrática” siempre es una buena herramienta para llegar a la verdad de las cosas pero en este asunto parece que al maestro no le ha interesado indagar en el origen último del fenómeno Podemos sino más bien ponerse faltón, denigrar e insultar a millones de españoles que legítimamente depositaron su confianza en unos candidatos. Todo muy democrático. Decir que detrás del partido de Pablo Iglesias hay “cinco millones de tontos” es tanto como decir que detrás de UPyD, el proyecto de Savater hoy en defunción, había un millón de estúpidos fracasados, y tampoco es eso.
La trampa que nos pone el filósofo en este lamentable episodio está en querer confundir cínicamente al tonto con el idealista, que no es lo mismo, y en ponerse la venda en los ojos para no ver que detrás de un partido, de cualquier partido, sea del signo que sea, no hay millones de bobos como él dice, sino millones de sueños y esperanzas a menudo frustradas por la incompetencia y mediocridad de sus líderes políticos.
Podemos fue una buena idea en su momento y tuvo su sentido. De hecho, ha aportado cosas positivas a la sociedad española. Por eso extraña que un hombre de la categoría y agudeza de Savater no alcance a ver que la formación morada, en todo caso, ha sido la consecuencia histórica no de cinco millones de tontos, sino de cinco millones de desesperados, de cinco millones de desahuciados, de cinco millones de utópicos que soñaron con cambiar las cosas mientras el sistema reventaba por los cuatro costados. Podemos ha sido la última bala de idealismo socialista que quedaba antes de la barbarie de Vox, el último intento de los parias de la famélica legión por asaltar los cielos y por hacer realidad la utopía inalcanzable de la revolución. Al final es cierto que mucha gente se dejó convencer por un espejismo fugaz, por el dulce embrujo de la adolescencia de sus dirigentes (a fin de cuentas la juventud resulta fascinante), por la inocencia del acné y por unos chicos airados que al final, tal como les ocurrió a sus padres felipistas, han aprendido lo que es el progresismo: progresar en la vida, o sea pasar de una VPO en Vallecas a un casoplón en Galapagar.
Ahora ya sabemos que Podemos no era un proyecto serio ni cuajado, sino un simulacro más para los tiempos líquidos de la posverdad, una actividad extraescolar para universitarios ociosos y un divertimento político-práctico para funcionarios aburridos de tanto leer a Marx. Ahora se ha visto que los líderes de Podemos no eran dioses chavistas y raciales pata negra, sino mortales con sus vicios y ambiciones, con sus rencillas, envidias y celos, con sus camarillas, grupitos, pandillas y tránsfugas a otros partidos para seguir haciendo carrera, que es lo que anhela todo hijo de vecino. Tras la movida de Errejón y su “carmenización” repentina ya casi nadie duda de que no estamos ante los estadistas de la izquierda que necesitaba el país, sino ante niños mimados y consentidos de la izquierda aburguesada, párvulos todo el rato a la gresca en el jardín de infancia, adolescentes inmaduros y narcisistas que se enamoran y se desenamoran con una facilidad terrible y que un día se quieren un montón y se dan morreos de tornillo en público y levantan el puño todos a una y al día siguiente se ponen los cuernos y se llevan a matar, como en un culebrón venezolano, nunca mejor dicho.
Podemos ha sido un partido milenial, con todo lo bueno y lo malo de la red social y lo digital (lo digital siempre es efímero), una hornada con desorden hormonal que llegó para instaurar el manual de la “nueva política Barrio Sésamo”, el arriba y abajo, lo viejo y lo nuevo, más la transversalidad, la confluencia, los inscritos y las inscritas y otras jergas propias de sectas milenaristas. De ese proyecto ya solo queda el resacón de un partido controlado por un estalinista de los de toda la vida, un secretario general que se cree el héroe de Juego de Tronos y prefiere sincerarse con un tronco de madera antes que con los errejonistas por miedo a las conspiraciones.
En el fondo estamos hablando de las contradicciones seculares del socialismo español, de la utópica unidad de la izquierda y de esa maldición faraónica de la que habla el siempre atinado Enric Juliana en sus tertulias con Ferreras. Todo eso y mucho más está en el éxito y fracaso de la formación morada, pero al filósofo Savater ya no le interesa llegar a la raíz del asunto, como haría todo buen erudito. Es mucho más fácil soltar el disparate de que Podemos es el producto “de cinco millones de tontos”. Por lo visto, en filosofía como en política, también hemos ido a peor. Si Sócrates levantara la cabeza.

GONZÁLEZ LO PASA MAL


(Publicado en Diario16 el 25 de enero de 2019)

Al juez le parece “excesivo” embargar el sueldo que Ignacio González percibe como funcionario del Ayuntamiento de Madrid, según acaba de publicar la Ser. La fiscal que investiga el caso Lezo por supuestos sobornos y comisiones en adjudicaciones de contratos había pedido que se interviniera la nómina del expresidente autonómico para asegurar así su responsabilidad en “posibles delitos de blanqueo, malversación, fraude y cohecho”.
A menudo nos encontramos con decisiones que producen extrañeza y estupor en el ciudadano, como esta medida del titular del Juzgado Central de Instrucción número 6 de la Audiencia Nacional, Manuel García Castellón, a quien parece que le ha temblado el pulso y le ha pesado la conciencia humanitaria a la hora de intervenir el nada despreciable salario de González como empleado público (54.000 euros anuales de vellón que salen del bolsillo de los sufridos contribuyentes).
El pasado mes de octubre el Ayuntamiento notificó a González su reingreso en el cuerpo de funcionarios como consejero técnico en la Subdirección General de Apoyo Jurídico, Incompatibilidades y Régimen Disciplinario. De modo que el hombre ha vuelto a sus orígenes (de donde no debió salir nunca) como si nada hubiese pasado, como si estos últimos años de horror, deshonra, latrocinios y evasiones nunca hubieran existido. Imagínese el lector la impresión que se llevará el ciudadano que acuda a una ventanilla municipal y se encuentre con ese señor que sale a menudo en los papeles y en la televisión y a quien la Justicia acusa de haberse entrenado a fondo en muchos delitos del Código Penal hasta amasar un pequeño imperio. A ver quién es el valiente que pone en manos de semejante personaje un impreso oficial importante, una solicitud trascendental para su vida, un documento confidencial que exige la máxima diligencia y honestidad del funcionario. Como para echarse a temblar.
No cabe la menor duda de que quien en su día fue rana favorita del estanque fangoso de Esperanza Aguirre andará algo oxidado para su nuevo destino. A fin de cuentas no es lo mismo servir al ciudadano como fedatario público que servirse de él como político para fines privados. De hecho son formas totalmente opuestas de entender la vida. Pero a buen seguro que IG enseguida le volverá a coger el tranquillo al puesto, al papelamen y a las mecánicas diarias y burocráticas. Es un tipo despierto, espabilado (quizá demasiado) y ni siquiera le hará falta reciclarse o hacer cursillos de adaptación o tutoriales de esos que funcionan por internet, ya que en los últimos años de odisea judicial y de trullo ha tenido la oportunidad de ponerse al día, sobre todo en leyes criminales e incompatibilidades entre lo que está bien y lo que está mal.
Choca bastante que un hombre acusado de esquilmar y destruir la Administración pueda volver al frente de ella como esforzado funcionario, una plaza que exige la máxima honradez profesional y pulcritud de cara al ciudadano. Es tanto como poner al lobo a cuidar de las gallinas. Pero aquí somos así de altruistas y espléndidos con el poderoso; la reinserción social del ajusticiado es lo primero, siempre que el reinsertado haya pertenecido a la jet set, por supuesto.
Así que en este país donde muchas familias no pueden usar la calefacción por el facturón que les llega a final de mes, en esta España injusta y desequilibrada en lo social, en lo político y en lo mental donde los bancos no se andan con chiquitas a la hora de echar a una pareja de ancianos de su casa por no poder pagar la hipoteca o el alquiler, parece que nos sobra el dinero para mantener al político metido en unos cuantos asuntillos turbios sin importancia. Aquí no habrá dinero para los jubilados, ni para mantener las prestaciones por desempleo, ni para el dependiente que no puede ir a la farmacia a por medicamentos, pero nos sobra el parné para costearle la vida a los ricos menesterosos y sostener la nómina de los socios del gang. Al imputado, acusado, preso o convicto por corrupción hay que mantenerlo con nuestros impuestos como sea, no vaya a ser que el pobre muchacho pase hambre, se quede a la intemperie y se nos constipe. Reformemos la Constitución si es preciso para que el presunto corrupto que siempre es inocente de todo mientras no se demuestre lo contrario (y cuando se demuestre también) pueda ser alimentado y proveerse su manutención como es debido, no se le vaya a quedar vacía la nevera del casoplón de Estepona.
El Estado español no tendrá dinero para atender al pobre pero nos podemos permitir el lujo de mantener al rico. Hay que cuidar de que gente como González salga para adelante tras el palo de la cárcel, que vaya bien servido como ha ido siempre, no sea cosa de que se nos trastorne si deja de comer caviar. Aquí se trata de ser humanitario. Ahora que Manuela Carmena ha prohibido los leones en el circo y otros animales para protegerlos del maltrato, en un acto de ecologismo necesario, la Justicia ha decidido dar amparo también a un tipo como IG, otro supuesto depredador, en este caso del pan de todos. Así que nada de embargarle la nómina al pobre susodicho. Démosle la mejor vida posible. Que no pase hambre. Salvemos a González.

Viñeta: Igepzio

DEMASIADO 'MADURO'


(Publicado en Diario16 el 24 de enero de 2019)

En los últimos años el régimen de Nicolás Maduro se ha degradado hasta límites difícilmente concebibles. La actividad económica de Venezuela ha caído un 53% desde las elecciones presidenciales de 2013, siempre según datos del Parlamento venezolano, ya que el Banco Central del país lleva tres años sin ofrecer cifras oficiales. El producto interior bruto (PIB) ha descendido hasta mínimos históricos, la producción petrolera se ha frenado drásticamente, la inflación se ha disparado –un 148,2 por ciento el pasado mes de octubre− y la falta de inversión extranjera resulta alarmante. La depresión ha conducido al empobrecimiento generalizado del pueblo venezolano −dramática la situación de millones de personas que malviven en la absoluta miseria en uno de los países más ricos del planeta−, al desempleo, a la escasez de alimentos básicos y medicinas y a la parálisis de los servicios públicos, sin olvidar que la corrupción se ha instalado en el país de forma sistémica.
Todo ello es una realidad, como también es cierto que Maduro ha recortado derechos civiles, que cientos de personas han tenido que emigrar del país en una diáspora sin precedentes, no solo social y económica sino también política (ahí están los exiliados opositores al régimen repartidos por todo el mundo) y que el país respira un ambiente más propio de una dictadura militar que de una democracia. Sin embargo, tratar de legitimar lo que no deja de ser un pronunciamiento al más puro estilo caribeño, un golpe de timón en el país, no es una buena idea (el mismo Felipe González ha atravesado esta mañana una peligrosa línea roja al asegurar que “lo que está pasando en Venezuela es una buena noticia”, dando así su visto bueno al golpe de Juan Guaidó, el líder de la oposición venezolana que se ha autoproclamado presidente interino del país). Y no es buena idea porque (a falta de que el Ejército se decante por uno u otro bando, lo que determinará el éxito o el fracaso del golpe) de momento el paso adelante de Guaidó ya ha provocado una primera oleada de violencia en las calles –se habla de hasta 16 personas asesinadas y 218 detenidos–. Con todo, lo más grave podría estar aún por llegar: un enfrentamiento civil armado entre venezolanos que debe ser evitado a toda costa mediante la inmediata intervención de Naciones Unidas, que ya tarda en reunir a su Consejo de Seguridad.
Por otra parte, conviene no olvidar que la pureza y justificación del golpe también está cuestionada de raíz cuando personajes de dudosa catadura moral y democrática como el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el de Brasil, Jair Bolsonaro, apoyan la ofensiva de los opositores. Es larga la tradición de golpes de Estado en Sudamérica que fueron alimentados, instigados y hasta planificados por la Casa Blanca y su brazo armado en el exterior, la todopoderosa CIA. No hace falta recordar el caso de Cuba y el desembarco en Bahía de Cochinos (abril de 1961) o el dramático suceso de Salvador Allende en Chile (1973) o la sangrienta dictadura militar en Argentina que se instauró en 1976 y que fue sustentada en todo momento por Washington. La lista de episodios intervencionistas del gobierno norteamericano resulta interminable, hasta tal punto de que no hay un solo país del tristemente conocido como “patio trasero yanqui” donde Estados Unidos de América no haya puesto sus botas militares, su inmenso poder financiero y sus espías para conspirar en la instauración de gobiernos satélites, amigos o títeres o en el derrocamiento de aquellos considerados como peligrosos por comunistas. Si a ello unimos que un tipo como Bolsonaro, santo y seña de la nueva ultraderecha latinoamericana, parece haber dado su beneplácito a la ‘operación Guaidó’, las reservas ante lo que ha pasado en las últimas horas en Venezuela están más que justificadas.
Por esa razón, bendecir este tipo de operaciones civiles o militares para derrocar gobiernos o instalarlos a conveniencia no es un buen negocio, y menos en España, donde algunos (Felipe González entre ellos), en un ejercicio de equilibrismo imposible, son capaces de condenar el procés en Cataluña al considerarlo un intolerable golpe de Estado mientras cínicamente apoyan el plan de Guaidó para hacerse con el poder mediante una autoproclamación que genera no pocas dudas acerca de su legitimidad democrática. Un golpe de Estado es un golpe de Estado, aquí y allí, en Latinoamérica, en Filipinas o en Estambul (por cierto, Turquía también lo ha avalado). Tratar de legitimarlo con circunloquios, retóricas interesadas y maquiavelismo político hace un flaco favor a la democracia. Y si se está con el golpismo como método expeditivo para resolver los problemas políticos de un país dígase abiertamente para que todos puedan tomar nota.
Lógicamente, ninguno de estos argumentos supone estar a favor de la continuidad del Gobierno de Maduro, un régimen corrupto que está llevando a su pueblo a la ruina y la miseria. Pero lo contrario, dar por bueno un alzamiento, ya sea civil o militar, en contra de un Gobierno legítimo, tampoco es el camino a seguir.
Por tanto, tras el pronunciamiento de Guaidó, solo cabe que la Unión Europea adopte una postura común entre todos sus estados miembros, una posición de consenso que impida que el golpe de Estado en Venezuela −que a fin de cuentas es lo que ha ocurrido en las últimas horas de tensión en aquel país−, abra una nueva grieta en la ya frágil y poco planificada política exterior de la UE. Mal haría el Gobierno español en pronunciarse de forma unilateral sobre este complejo asunto (por mucho que el peculiar Felipe González, que ya va por libre, lo haga), mayormente porque la cuestión venezolana se ha instalado en los últimos años en nuestro país como un auténtico debate nacional que provoca enconados enfrentamientos dialécticos entre partidarios y detractores de Maduro. España ya tiene bastante con sus propios problemas. No tratemos de resolver también las cuitas y asuntos internos de otros. Aunque mucho nos tememos que la guerra civil que se prepara en Venezuela –y que ojalá no termine estallando− se trasladará finalmente a España para que unos y otros puedan seguir atizándose de una forma tan absurda como estéril.

Viñeta: Igepzio

LA IZQUIERDA CAINITA


(Publicado en Diario16 el 23 de enero de 2019)

La izquierda española ha pasado del viejo axioma “un hombre un voto” al de “un hombre un partido político”, aseguraba la pasada noche en El Intermedio El Gran Wyoming. Más allá de la ironía hiperbolizada del humorista clarividente, la idea esconde una gran parte de verdad. Ya se habla de la fundación de un nuevo partido para ocupar el espacio perdido por Podemos y pronto habrá tantos partidos de izquierdas que no habrá sitio en el registro oficial para todos.
De la crisis de la izquierda ya hablaba don Manuel Azaña, quien llegó a decir en cierta ocasión: “política tabernaria, incompetente, de amigachos, de codicia y botín, sin ninguna idea alta”. A lo que podríamos añadir sin temor a equivocarnos que la izquierda española es cainita, utópica, sectaria, inmadura, panfletaria, contradictoria y a menudo huérfana no solo de líderes intelectualmente preparados que sepan estar a la altura de las graves circunstancias históricas del país sino de nuevas ideas que permitan la tan necesaria renovación mientras la ultraderecha avanza arrolladoramente en toda España.
La crisis que se ha desatado en los últimos días en Podemos es un claro ejemplo de esa tesis. Hasta hoy, Pablo Iglesias e Íñigo Errejón eran los líderes de un partido bicéfalo, con dos almas, que tras el 15M y la brutal crisis económica había conseguido armonizar aparentemente las dos corrientes de pensamiento que alimentan a la izquierda moderna: la escuela posmarxista representada por Iglesias y la socialdemócrata de Errejón. Durante un tiempo el proyecto pareció funcionar, como prueban los buenos resultados electorales que la formación morada cosechó en sus primeras citas electorales. Miles de personas se sintieron por fin representadas por un proyecto auténticamente socialista y transversal (esa palabra tan manida) que parecía carburar tras años de motor gripado. Sin embargo, todo ha sido un espejismo, ya que los movimientos telúricos eran intensísimos y agrietaban poco a poco la arquitectura del partido. La decisión de Errejón de transfugarse al partido de Manuela Carmena y su consiguiente renuncia al escaño de diputado, abriendo un cisma de consecuencias imprevisibles en Podemos, demuestra que esa casa no solo se había levantado deprisa y corriendo por las urgencias de una buena parte de la ciudadanía indignada que necesitaba más izquierda como agua de mayo, sino que se había estaba asentado sobre un imposible.
El más que probable fracaso estructural de Podemos –las últimas encuestas arrojan un mal resultado con una bajada de cuatro puntos en intención de voto, desde el 21 hasta el 17,1 por ciento‒ viene a demostrar que la supuesta unidad de la izquierda española no es más que otra utopía irrealizable. Como ya le sucediera al PSOE en sus buenos años de esplendor y a otros partidos de izquierda europeos, las dos escuelas ideológicas no han podido convivir, ya que están condenadas a entrar en colisión, como ocurre en el mundo de la física cuántica, donde cada partícula tiene su consiguiente antipartícula y ambas se aniquilan al entrar en contacto. De alguna manera, una de las corrientes de la izquierda tiene que acabar imponiéndose a la otra, ya que en realidad estamos hablando de proyectos muy distintos. Ambas ideologías, el posmarxismo 2.0 y la socialdemocracia, vienen de un tronco común y tienen puntos de coincidencia, pero hoy, en pleno siglo XXI, llevan caminos tan distintos que son como el agua y el aceite. De ahí que mezclen tan mal.
Pero más allá de cuestiones ideológicas históricas, el fracaso de Podemos tiene mucho que ver con las conductas personales, con los vicios y virtudes de sus dirigentes, con la falta de cálculo y de pericia política y con la incapacidad para gestionar un partido importante con aspiraciones de gobierno. Iglesias y Errejón, dos fieles amigos que decidieron fundar un proyecto común para la izquierda española, no solo han roto su amistad sino el partido. Aquella foto de los dos universitarios algo jipis y desgreñados sentados codo con codo en el campus de la Complutense lo dice todo sobre el paso del tiempo y lo que pudo ser y no fue.
Hoy los dos amigos no han sabido resolver sus diferencias ni sacrificar sus rencillas en beneficio del bien general, ya sea por ambición o por orgullo. Y ahí es donde entra la grandeza o la mediocridad de un dirigente político. Ya sabemos cómo acabó aquel Congreso de Vistalegre que pretendió ser el Suresnes de Podemos. Con una serie de tuits pueriles y sonrojantes, con una falsa imagen de unidad, con una purga al más puro estilo soviético, con más aparato y más poder para Iglesias. En aquel momento el proyecto empezó a resquebrajarse pero todo empeoró cuando Pablo Iglesias e Irene Montero (ella elevada a la categoría de número 2 por decisión exclusiva del jefe, no lo olvidemos) se mudaron a un lujoso chalé en Galapagar. Fue así como el mesías que había irrumpido en el templo de la democracia para fustigar a la casta terminó pareciéndose demasiado a los “instalados” contra los que decía venir a luchar. Y el líder que llegó prometiendo a “la gente” un “asalto a los cielos” terminó construyéndose su propio cielo particular en la tierra.
Sin duda, tras ese cambio de rumbo personal, el sector de Podemos que se sintió humillado con la defenestración de Errejón perdió la fe en el proyecto, que hoy se desinfla como un globo de feria. A fin de cuentas todo partido es un relato y se trata de que ese discurso sea creíble. Si no es así, pierde la magia, el hechizo.
No entraremos a valorar aquí la importancia de otros factores en la decadencia prematura de la formación morada, como la posición ambigua de Podemos en el conflicto catalán, el gallinero de las confluencias, la imagen de fragmentación y hasta de confusión para el electorado en cada comunidad autónoma o su tardío y desesperado acercamiento al PSOE, un partido que, pese al intento de Pedro Sánchez por recuperar sus señas de identidad cometió el error de abandonar la senda de la izquierda hace ya tiempo para situarse en un aguachirle de centro-izquierda liberal.
A estas alturas de la historia, lo único cierto es que el electorado de izquierdas se ha desmovilizado, como ya se ha visto en las pasadas elecciones andaluzas. Y cuando el votante progresista se queda en casa avanza la derecha, en este caso la ultraderecha, que viene pegando fuerte por el viento europeo de cola que la impulsa. Podemos ha perdido una oportunidad histórica mientras ya se habla de la fundación de un nuevo partido de izquierdas, otro más, que solo servirá para aumentar la división y el desencanto del votante.

Viñeta: Igepzio

RIVERA NO SE SUBE AL TAXI

(Publicado en Diario16 el 22 de enero de 2019)

“A mí también se me quitan las ganas de coger un taxi”, ha dicho Albert Rivera tras el escrache que sufrió ayer en Atocha a manos de un grupo de taxistas que tomaban parte en la huelga salvaje. Con esa sentencia tan rotunda, y quizá poco reflexionada, el líder de Ciudadanos parece haber roto relaciones con un colectivo que se siente maltratado por la Administración a cuenta de su conflicto con las licencias VTC, Cabify y Uber. A partir de ahora el joven aspirante a presidente tendrá que buscarse otro medio de transporte para llegar a la Moncloa, tal como pretende, ya que los taxistas mirarán para otro lado cuando lo vean salir de las Cortes, apresurado, levantando el dedo índice y gritando aquello de “¡taxi!”.
Todo escrache es injustificable, y más si es violento, pero los taxistas que lo han increpado en Atocha eran solo una minoría. Quizá el presidente del partido naranja no haya tenido en cuenta que al taxista hay que respetarlo porque es la primera víctima de la carretera, el esclavo de la noche que tiene que exprimir el reloj a tope para poder sobrevivir, la presa fácil del primer yonqui enloquecido que pasaba por allí para ponerle un cuchillo en el cuello, llevarlo a un descampado o poblado chabolista, con alevosía y nocturnidad, y robarle la miseria de la madrugada. El taxista es el guardián ojeroso de la ciudad que llega donde no llegan la policía ni los bomberos, la matrona improvisada que asiste a la parturienta anticipada, el médico de primeros auxilios que socorre al enfermo cuando no está la ambulancia, el testigo súbito del delito y el que traslada a la mujer maltratada a comisaría cuando su marido pretende acabar con ella. El taxista es mucho más que un simple conductor, es un servicio público, la primera cara que ve el guiri cuando aterriza en España, el primer comentarista de las noticias del día, el que da conversación al cliente estresado y hasta un consejo útil, proverbio o refrán para sobrevivir en la jungla de asfalto. El taxista es un filósofo de la vida (los hay mejores y peores, como todo), una especie en vías de extinción por culpa de eso que llamamos progreso y un ser humano que lucha por salir adelante en las tripas de hormigón de nuestras grandes ciudades.
Todo eso lo sabe Rivera, de ahí que no se entienda la falta de sensibilidad y el error mayúsculo que supone haberse puesto en su contra al gremio del taxi, un lobby que tiene más poder que el sindicato de camioneros. Si los taxistas se lo proponen paralizan Madrid y Barcelona en cinco minutos, dan por clausurada la feria Fitur y hasta derriban al debilitado Gobierno de Pedro Sánchez.
Al apostar por el transporte VTC, Rivera es plenamente consciente de que ya nunca más podrá tomar un taxi sin que lo lleven por el camino más largo, le coloquen un disco de reguetón malo a todo decibelio o le saquen veinte pavos de más por la cara. En España hay más de 67.000 licencias de taxi –cada una de ellas de un padre o una madre de familia con varias bocas que alimentar–. Es decir, todo un arsenal de votos nada despreciable, una bicoca para cualquier político. Eso ha sabido verlo el astuto Pablo Iglesias, que entre navajazos podemitas y traiciones de Errejón, se ha subido al taxi a tiempo, poniéndose al lado de miles de desamparados del volante y declarándose en huelga indefinida junto a ellos. Mientras tanto, Rivera defendía cuestiones metafísicas como el individualismo personal –“la libertad es poder elegir si quieres ir en taxi, en VTC, en transporte público o andando”, ha dicho–, las leyes de la oferta y la demanda, el mercado salvaje y darwinista, el poder del más fuerte sobre el más débil, y la tecnología ciega que está devorando oficios tradicionales a golpe de teléfonos inteligentes, GPS y otras moderneces de este mundo idiota y absurdo que estamos construyendo.
Sentándose en el flamante Mercedes de Cabify, ese vehículo que, guste o no, huele a ambientador caro, a perfume de rico y a globalización, Rivera toma partido en la guerra del taxi, perdiendo un buen puñado de votos vitales y dando la espalda a todo un sector y a miles de familias. “Es la evolución. Ayer me gritaron moderno como insulto. Pues modernidad es evolucionar. Estamos en tiempos cambiantes”, ha asegurado jugando a filósofo de la posverdad. En el fondo, lo único cierto es que el taxista no entiende su lenguaje retórico, de ahí que piense que está jugando con el pan de sus hijos. Y por ahí no pasa.