(Publicado en Diario16 el 29 de octubre de 2018)
Brasil, la primera economía de América Latina, ha optado por un nostálgico de la dictadura para dirigir el país en los próximos años. ¿Cómo ha podido suceder?, se pregunta hoy la prensa internacional. Y la verdad es que no hay ningún secreto: se ha alzado con la victoria siguiendo el viejo manual de los populistas xenófobos y fascistas que ya circulaba por Europa en los años treinta del pasado siglo. Por tanto, la historia se ha vuelto a repetir: crisis económica galopante, incapacidad de los gobiernos supuestamente progresistas y liberales para afrontarla, millones de personas frente a las colas de los servicios de beneficencia, paro, inflación desbocada, corrupción galopante, indignación popular, rabia… A Jair Bolsonaro, el ex militar de 63 años a quien los brasileños ven como el nuevo mesías redentor que los sacará del infierno de la pobreza, se le atribuyen perlas como estas: “El error de la dictadura fue torturar en vez de matar”; “a los hijos homosexuales se les puede corregir a palos”; “los negros no saben ni procrear”; o “no te violaría porque no te lo mereces”, tal como le espetó a una compañera del Parlamento.
Una vez más, el tigre que ríe ha seducido a millones de incautos que han depositado sus últimas esperanzas en un tipo duro cuyo mayor valor político es llevar la demagogia barata hasta sus últimas consecuencias. La prensa brasileña cuenta hoy que mientras su rival político, Fernando Haddad, el candidato del Partido de los Trabajadores (PT), cerraba la campaña electoral en una favela, apelando a los viejos principios morales de la izquierda que hoy parecen tristemente trasnochados, Bolsonaro, tranquilamente sentado en el sofá de su casa y a golpe de click, agitaba a sus 15 millones de seguidores en Facebook. Una vez más, las redes sociales están detrás del ascenso al poder de un neofascista. Ocurrió con Trump, que llegó a la Casa Blanca a golpe de estúpido tuit, y ha ocurrido con otros que han seguido la estela de estos nuevos ideólogos del “paletismo político”, una nueva corriente de pensamiento que consiste en seguir a ciegas al bravucón, mal educado, machista y racista de turno y que parece extenderse como una gripe fulminante por todo el mundo en estos primeros años del siglo XXI. Alguien ‒no sabemos si los sociólogos, los historiadores o los politólogos‒, debería sentarse a estudiar a conciencia la repercusión que en las sociedades modernas está teniendo el poderoso altavoz que las redes sociales proporcionan al clown (en su origen etimológico del inglés clod, “aldeano”), al payaso desinhibido y sin complejos recién llegado a la política con ánimo de incendiarlo todo a su paso. La toxicidad de Facebook y Twitter en determinados contextos culturales y políticos es algo que parece cada vez más evidente y al mismo tiempo que las redes sociales pueden convertirse en herramientas muy beneficiosas en la sociedad de la información, también entrañan un siniestro lado oscuro que convendría analizar a fondo y, por qué no, controlar de alguna manera. Sin duda, Bolsonaro se ha beneficiado de una campaña marcada por la desinformación y los fakes (que se propagan como una nube tóxica por las redes sociales), por la crispación y por el desprecio absoluto hacia los valores genuinamente democráticos. A Bolsonaro, como a todo caudillo que se precie, la democracia solo le interesa como camino para alcanzar el poder. A partir de ahí gobernará como un dictador, algo que se desprende de su tenebroso programa político.
Trump llegó al poder con aquel famoso latiguillo repetido hasta la saciedad para ablandar las neuronas de los norteamericanos: “America first” (América primero). En esto Bolsonaro ni siquiera ha sido original, ya que no ha hecho más que copiarle la fórmula al magnate estadounidense (su eslogan de campaña ha sido “Brasil por encima de todo”). El discurso nacionalista se vende con facilidad, cala en las mentes desesperadas, y finalmente lo que podía salir mal ha salido mal. Los brasileños, hundidos en la aflicción del hambre, han optado por aquel viejo dicho (“de perdidos al río”) y de esta manera Bolsonaro emerge victorioso de las urnas, no precisamente gracias al voto del rico y del poderoso (que también), sino a los apoyos que le han otorgado millones de brasileños de las capas más humildes de la sociedad. Una vez más, el viejo manual fascista se sigue a rajatabla: la pobreza y la miseria, avivadas por la indignación y la desesperación, son el mejor caldo de cultivo para el populismo xenófobo. La profecía vuelve a cumplirse sin que las democracias liberales aprendan de los errores del pasado. Los años de gobierno de Lula da Silva han sido positivos en muchos aspectos para el país, ya que cientos de miles de brasileños salieron de una situación crítica, pero no suficientes. Buena parte del país continúa malviviendo en las favelas mientras los escándalos de corrupción salpican al carismático líder del Partido de los Trabajadores. El caso Petrobras, el gigante brasileño del petróleo, ha llevado a los tribunales a decenas de políticos, incluso al propio Lula, y el pueblo no ha perdonado el desvío de millones de dólares a los bolsillos de los corruptos. El desencanto se apoderó de los ciudadanos, que han castigado al PT en las urnas con el voto de las vísceras y la rabia.
Ahora solo queda la resaca de una noche electoral que abre un panorama de incertidumbre y miedo, por qué no decirlo, en buena parte de la sociedad democrática brasileña. Tras la victoria, el tigre que ríe ha rezado con su familia para dar gracias a Dios (de alguna manera el fascismo siempre suele meter a Dios en sus planes maquiavélicos, como si necesitara de alguien que lo absolviera de los desmanes y sus ideas embrutecidas). “Todos juntos vamos a cambiar el destino de Brasil. No podemos seguir coqueteando con el socialismo, con el comunismo, el populismo o el extremismo de izquierda”, ha dicho el nuevo presidente del país. También ha asegurado que su Gobierno respetará las instituciones democráticas. Es lo que suele decir todo dictador que aspira a gobernar algún día según su santa voluntad. Por ahí tampoco hay nada nuevo bajo el sol; nada que no se sepa desde los tiempos del tirano Pisístrato.
Viñeta: Igepzio
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