(Publicado en Diario16 el 22 de enero de 2019)
“A mí también se me quitan las ganas de coger un taxi”, ha dicho Albert Rivera tras el escrache que sufrió ayer en Atocha a manos de un grupo de taxistas que tomaban parte en la huelga salvaje. Con esa sentencia tan rotunda, y quizá poco reflexionada, el líder de Ciudadanos parece haber roto relaciones con un colectivo que se siente maltratado por la Administración a cuenta de su conflicto con las licencias VTC, Cabify y Uber. A partir de ahora el joven aspirante a presidente tendrá que buscarse otro medio de transporte para llegar a la Moncloa, tal como pretende, ya que los taxistas mirarán para otro lado cuando lo vean salir de las Cortes, apresurado, levantando el dedo índice y gritando aquello de “¡taxi!”.
Todo escrache es injustificable, y más si es violento, pero los taxistas que lo han increpado en Atocha eran solo una minoría. Quizá el presidente del partido naranja no haya tenido en cuenta que al taxista hay que respetarlo porque es la primera víctima de la carretera, el esclavo de la noche que tiene que exprimir el reloj a tope para poder sobrevivir, la presa fácil del primer yonqui enloquecido que pasaba por allí para ponerle un cuchillo en el cuello, llevarlo a un descampado o poblado chabolista, con alevosía y nocturnidad, y robarle la miseria de la madrugada. El taxista es el guardián ojeroso de la ciudad que llega donde no llegan la policía ni los bomberos, la matrona improvisada que asiste a la parturienta anticipada, el médico de primeros auxilios que socorre al enfermo cuando no está la ambulancia, el testigo súbito del delito y el que traslada a la mujer maltratada a comisaría cuando su marido pretende acabar con ella. El taxista es mucho más que un simple conductor, es un servicio público, la primera cara que ve el guiri cuando aterriza en España, el primer comentarista de las noticias del día, el que da conversación al cliente estresado y hasta un consejo útil, proverbio o refrán para sobrevivir en la jungla de asfalto. El taxista es un filósofo de la vida (los hay mejores y peores, como todo), una especie en vías de extinción por culpa de eso que llamamos progreso y un ser humano que lucha por salir adelante en las tripas de hormigón de nuestras grandes ciudades.
Todo eso lo sabe Rivera, de ahí que no se entienda la falta de sensibilidad y el error mayúsculo que supone haberse puesto en su contra al gremio del taxi, un lobby que tiene más poder que el sindicato de camioneros. Si los taxistas se lo proponen paralizan Madrid y Barcelona en cinco minutos, dan por clausurada la feria Fitur y hasta derriban al debilitado Gobierno de Pedro Sánchez.
Al apostar por el transporte VTC, Rivera es plenamente consciente de que ya nunca más podrá tomar un taxi sin que lo lleven por el camino más largo, le coloquen un disco de reguetón malo a todo decibelio o le saquen veinte pavos de más por la cara. En España hay más de 67.000 licencias de taxi –cada una de ellas de un padre o una madre de familia con varias bocas que alimentar–. Es decir, todo un arsenal de votos nada despreciable, una bicoca para cualquier político. Eso ha sabido verlo el astuto Pablo Iglesias, que entre navajazos podemitas y traiciones de Errejón, se ha subido al taxi a tiempo, poniéndose al lado de miles de desamparados del volante y declarándose en huelga indefinida junto a ellos. Mientras tanto, Rivera defendía cuestiones metafísicas como el individualismo personal –“la libertad es poder elegir si quieres ir en taxi, en VTC, en transporte público o andando”, ha dicho–, las leyes de la oferta y la demanda, el mercado salvaje y darwinista, el poder del más fuerte sobre el más débil, y la tecnología ciega que está devorando oficios tradicionales a golpe de teléfonos inteligentes, GPS y otras moderneces de este mundo idiota y absurdo que estamos construyendo.
Sentándose en el flamante Mercedes de Cabify, ese vehículo que, guste o no, huele a ambientador caro, a perfume de rico y a globalización, Rivera toma partido en la guerra del taxi, perdiendo un buen puñado de votos vitales y dando la espalda a todo un sector y a miles de familias. “Es la evolución. Ayer me gritaron moderno como insulto. Pues modernidad es evolucionar. Estamos en tiempos cambiantes”, ha asegurado jugando a filósofo de la posverdad. En el fondo, lo único cierto es que el taxista no entiende su lenguaje retórico, de ahí que piense que está jugando con el pan de sus hijos. Y por ahí no pasa.
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