(Publicado en Diario16 el 4 de enero de 2019)
Al parecer un ejército de salvación formado por pacatos, puritanos y beatos ha abierto una nueva caza de brujas contra Cristina Pedroche por el asunto de su polémico vestido de Nochevieja. La presentadora y actriz cometió el crimen de ponerse un fresco y atrevido conjunto de Tot-Hom con poco hilo para despedir el año y, tal como ella esperaba, dio la campanada. En realidad la Pedroche vive de ese punto de provocación necesario en toda sociedad sana, libre y democrática. Ya lo dijo Dalí: el que quiere interesar a los demás tiene que provocarlos. Y con esa máxima no le salió mal la jugada a Antena 3, que consiguió la mayor audiencia de la historia durante la retransmisión de las uvas.
Sin embargo, como cada año se ha montado un escándalo a cuenta de la diva y a pesar de que ya han pasado cuatro días desde el momentazo, que diría Boris Izaguirre, los defensores de la moral y el supuesto buen gusto continúan poniendo a caldo a la modelo en las redes sociales.
La polémica no tiene ningún sentido, más que el deseo de algunos de retrotraernos a los tiempos de la Transición, cuando aquellas vedetes del destape aireaban medio pecho en la gala muermo de Televisión Española y se armaba una guerra civil. De alguna manera, la caza de brujas que se ha montado en torno a la Pedroche y su “no vestido” –que dicho sea de paso no enseña nada y es bastante ingenuo y naif–, confirma que a toda esa gente que se rasga las vestiduras invocando la moralidad y las buenas costumbres le encantaría que interviniese la censura para que el país volviera a estar definitivamente instalado en el nuevo franquismo 2.0. En realidad, lo inconcebible es que se siga montando un escándalo nacional por el hecho de que una señorita se dé un paseo en bikini por la pequeña pantalla. Parecía que estas cosas estaban superadas tras cuarenta años de democracia pero increíblemente afloran no pocos comentarios del tipo “ya está aquí la tía fresca en pelotas”, “otra vez la roja pirada” o “será desvergonzada”, afirmaciones más propias de beatas enlutadas de pueblo que de gentes que se mueven en los nuevos canales globalizadores de información.
Mientras tanto, y pese a la cruzada que se ha abierto en torno a ella, la Pedroche −a quien a este paso van a convertir en el nuevo icono de la liberación de la mujer−, sigue encajando con elegancia todo tipo de insultos injustos, exabruptos gratuitos y hasta amenazas intolerables. Desde el punto de vista estético la chica pudo estar más o menos afortunada al elegir un bikini de inspiración hawaiana apto para un chapuzón veraniego en Mallorca pero poco apropiado para una madrugada gélida en Sol. Pero lo que resulta inadmisible es que la mujer tenga que pagar su arriesgada propuesta estilística con un vómito constante de rabia, odio, furia, rencor (y hasta algo de esa congénita envidia cainita española) que resulta tan desproporcionado como aterrador.
Con todo, el episodio del vestido de la Pedroche no debe quedar en simple anécdota, sino en otro toque de atención que viene a demostrar algo de lo que algunos venimos avisando desde hace ya tiempo: que el pensamiento retrógrado se impone poco a poco y desde abajo, que detrás del ascenso de la ultraderecha en España y en el resto del mundo se esconde un movimiento de puritanismo religioso exacerbado dispuesto a todo, una especie de secta fanática salida del medievo que pretende juzgarnos por nuestras ideas. Hoy la víctima es una presentadora de televisión ligerita de ropa a la que se pone el cartel de ramera, mañana es una maltratada que va provocando por la calle, pasado será el negrata que nos roba el trabajo o el maricón que corrompe a la juventud.
No solo los locos con alpargatas de ISIS están interesados en enviarnos de nuevo a las cavernas y a la noche de los tiempos; por lo visto en el supuesto mundo rico y civilizado también ha surgido una copia fiel de ese discurso en el que cambia el nombre de Dios pero el ideario es el mismo. El fundamentalismo occidental es otro absurdo intento de retorno al pasado, un proyecto para enterrar la revolución de los sesenta, el amor libre, el pacifismo, la ecología, el Concilio Vaticano II, la píldora, la liberación de la mujer y las minifaldas de Mary Quant. Vox no nace en un olivar apartado de Jaén, entre peones remangados y sudorosos y mulas jadeantes, sino en aquellos suntuosos despachos de los años 80, cuando los tiempos de Reagan y Thatcher, los auténticos diseñadores ideológicos del nuevo siglo que estaba por venir. Desde entonces todo obedece a un plan preconcebido y hoy esa doctrina delirante del Tea Party, ese ansia por volver atrás en un viaje sin retorno hacia un conservadurismo bíblico y feudal –no solo en lo político sino también en lo económico y en lo social– ha germinado y avanza imparable en todas partes.
Pedroche es una víctima de toda esa gente de pensamiento verde, único, intolerante, que ha decidido dar rienda suelta a su frustración y a su rencor en Twitter y Facebook. Vox vive de muchos de esos votantes fanatizados que hoy la toman con una presentadora de televisión por bruja libertina y que mañana querrán imponernos su terrible y oscura visión del mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario