(Publicado en Diario16 el 12 de octubre de 2018)
Una parada militar organizada con el fin de celebrar el día de la fiesta nacional es, por definición, un acto megalómano, anacrónico, rancio. La imagen de los soldados desfilando por las calles de Madrid, además de constituir un gasto innecesario que no podemos permitirnos, nos devuelve al siglo XIX y nos equipara con regímenes de tintes totalitarios (los del pasado y los actuales como el coreano, donde cada año la exhibición de fuerza militar constituye la razón de ser de la vida política en aquel país asiático). No hace falta recordar que en la antigua Roma las legiones tenían terminantemente prohibido entrar en la ciudad y siempre acampaban extramuros. Por algo sería.
De ahí que en algún momento el Gobierno español, ya sea socialista o del PP, tendrá que plantearse la conveniencia de seguir organizando eventos militares de este tipo que finalmente se terminan convirtiendo en actos de exhibicionismo nacionalista en el que solo se encuentra a gusto una parte de la población, no precisamente de izquierdas. La prueba de que el desfile solo sirve para alimentar el patrioterismo exacerbado son los pitos y abucheos que año tras año tienen que sufrir algunos líderes políticos, sobre todo los socialistas, a los que se vilipendia injustamente cuando el PSOE, en su larga trayectoria, ya ha demostrado ser un partido que contribuye a la estabilidad del Estado. Ocurrió con Zapatero y ha vuelto a ocurrir hoy con Pedro Sánchez, que esta vez ha tenido que aguantar insultos aún más inadmisibles como “traidor” y “okupa”. La Fiscalía, tan interesada siempre en perseguir delitos contra la seguridad del Estado debería tomar cartas en el asunto e investigar quiénes han proferido semejantes exabruptos impropios de una sociedad civilizada y de un acto que se supone solemne, como el que supuestamente se trata de celebrar en Madrid cada año con motivo de la fiesta nacional. Si lo que se pretende con la parada militar es dar una muestra de país serio y avanzado, finalmente los que abuchean a líderes como Sánchez lo terminan convirtiendo en una juerga tabernaria de violentos y mal educados que sería impensable en países como Francia o Reino Unido.
Pero más allá de que el desfile militar del 12-O se haya convertido en un acto de división más que de unión y cohesión de la población y de los diferentes territorios del Estado, más allá de que la Corona, como cabeza visible del Estado, trate de monopolizar el desfile como acto de propaganda institucional para elevar sus maltrechos índices de popularidad, hay un hecho que no debemos pasar por alto y es el de las ausencias destacadas de personalidades políticas en el palco de la Castellana. Este año la nómina de invitados que no ha acudido ha sido tan extensa como significativa, sin duda como consecuencia del ambiente de crispación y hasta de confrontación social permanente que se ha instalado en España tras el procés soberanista en Cataluña que está tensando la cuerda hasta límites difícilmente soportables para un país. Así, no ha acudido el líder de Unidos Podemos, Pablo Iglesias, ni los representantes de Esquerra Republicana de Catalunya, PDeCAT, PNV o Compromís. Por supuesto, el presidente de la Generalitat catalana, Quim Torra, tampoco ha estado en la recepción que ofrecen los reyes de España, ni los presidentes de los gobiernos vasco, navarro y balear. “Algunos están preocupados por ver quién tiene más grande la bandera mientras otros estamos preocupados por mejorar la vida de los españoles”, ha dicho Pablo Iglesias en una afirmación que no deja de contener su parte de verdad por lo que tiene de crítica a los rancios nacionalismos que se han despertado últimamente en España pero que a su vez encierra un grave error que el líder de Podemos pasa por alto: hacer dejación de funciones, participar en un plante de protesta institucional al Jefe del Estado, hacer mutis por el foro (y esto vale para todos los que no han acudido, no solo para el líder de la formación morada) supone dejar un hueco vacío que otro ocupará en su lugar.
Y ese otro no es sino la extrema derecha. Efectivamente, esta misma mañana los líderes de Vox se han sentado en primera fila del desfile militar, junto a las máximas autoridades del Estado, pese a que no ostentan cargos de poder ni representación parlamentaria alguna. Incluso han soltado pomposas declaraciones patrióticas a los periodistas, como si su opinión fuera mayoritaria y como si representaran una mayoría de escaños en el Congreso. Ese posicionamiento, esa usurpación de sillas, no solo supone un éxito de los ultraderechistas de Vox, sino un fracaso de todos aquellos demócratas que deciden (por razones más o menos legítimas) no acudir a la invitación del Jefe del Estado, con el que se podrá estar más o menos de acuerdo, pero que es el que tenemos de momento mientras no lo cambiemos por otro. Y así es como, según nos enseña la historia, el fascismo va echando raíces. Si una parte de la izquierda pasa de desfiles y de actos institucionales monárquicos, su lugar será ocupado de inmediato por un señor facha al que le darán un altavoz para soltar sus majaderías. Es de cajón, y parece mentira que políticos bien formados intelectualmente como Iglesias no le vean claro. El líder de Podemos, que ayer dio muestras de madurez política al pactar con el Gobierno del PSOE los presupuestos generales del Estado más sociales de la democracia, deberá valorar de cara a los próximos años si es mejor estrategia tragarse el sapo de estar unos minutos sentado junto al Borbón por razones institucionales −incluso saltándose por un cuarto de hora sus firmes convicciones republicanas−, o seguir poniéndose digno y exquisito y no acudir, dejando que otros como Santiago Abascal ganen protagonismo y ocupen su asiento y los cinco minutos de gloria que da el telediario de las tres. Por no hablar de la patrimonialización que ha hecho Pablo Casado, invitando a todos a sacar la bandera de España a los balcones, y de Rivera, siempre tan oportunista.
Otra cosa es que, como ya hemos dicho aquí, se pueda ser crítico y hasta estar abiertamente en contra de un acto militar más propio de otros tiempos que de una sociedad democrática del siglo XXI. Es cierto que todo el protocolo del día de la fiesta nacional –desfile castrense, rojigualdas al viento, carrerilla de la cabra de la Legión por la Castellana, Vivas a España y aburrida recepción final de los reyes a mediodía– tendría que ser objeto de una profunda revisión, un buen chapa y pintura para que se convirtiera en una celebración en la que se pudieran integrar todas las sensibilidades políticas del país, incluyendo a los partidos nacionalistas mediante el justo homenaje a las banderas de las diferentes comunidades autónomas, que como reconoce la Constitución también forman parte de la simbología del Estado. Lo contrario, dejar que un sector de la derecha se apropie de la bandera, de los símbolos nacionales y de la defensa del Estado, permitir que la ultraderecha se vaya haciendo fuerte en el seno del sistema, como viene siendo habitual cada 12 de octubre, supone un error monumental que terminaremos pagando. De modo que cuando en las próximas elecciones veamos que Vox obtiene algún que otro escaño, en un hecho histórico y triste sin precedentes, no nos preguntemos cómo pudo ocurrir. Pensemos en aquel sillón vacío de terciopelo rojo del palco oficial en el que sentó uno que no era nadie y que terminó aclamado como un dios.
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