(Publicado en Diario16 el 13 de noviembre de 2018)
Mientras el Tribunal Supremo rectificaba de forma sonrojante y daba la razón a los bancos en la sentencia de las hipotecas, un joven afrontaba una durísima pena de 3 años de prisión por robar un bocadillo en una panadería de Barcelona. La imagen de los señores del dinero doblegando a la Justicia española mientras todo el peso de la ley caía sobre un pobre hambriento ha sido demoledora, tanto o más que el espectáculo del Supremo arrodillándose ante el poder financiero.
Durante el juicio, el joven acusado reconoció que se abalanzó sobre el mostrador de la panadería para sustraer el bocadillo porque “tenía hambre”, después de que un cliente al que pidió ayuda se negara a comprarle algo de comer. Habrá que esperar para saber si el juez aplica la eximente completa para absolver a alguien que solo quería comer, tal como parece lo lógico y tal como ha solicitado la abogada del procesado. Sin embargo, una vez más, la creencia de que existe una Justicia para el rico y otra para el pobre se extiende entre la ciudadanía española, que empieza a sentir el hartazgo ante una Justicia que no es justa y que no funciona según lo establecido en el principio de igualdad consagrado por la Constitución.
Durante los últimos años de la crisis, han aumentado los hurtos famélicos, aquellos que son cometidos por personas necesitadas y que deciden robar por desesperación cuando las tripas rugen y piden lo mínimo para que el cuerpo pueda seguir tirando. Y es que cuando el hambre aprieta una persona, movida por la desesperación, puede llegar a hacer cualquier cosa. Casos de padres de familia sin trabajo que roban en supermercados y terminan en comisaría, madres que sustraen pañales, botes de papilla o un brik de leche para alimentar a sus bebés y hasta menores de edad de familias desestructuradas están a la orden del día en las grandes ciudades como Madrid, Barcelona o Valencia, urbes que han registrado un importante incremento de este tipo de hurtos, según advierte el sindicato de Policía SUP.
En 2016 el Juzgado de lo Penal número 5 de Almería condenaba a nueve meses de prisión a un hombre de 37 años y natural de Senegal por un delito de robo con intimidación en grado de tentativa después de que entrara en un corral y matara con una navaja a una gallina, según él, para comérsela. En ese momento fue sorprendido por el hijo del dueño, a quien apuntó con el arma antes de huir del lugar sin llevarse el animal, según el portal Noticias Jurídicas. El colmo de lo insoportable se produjo cuando una pareja de Alicante fue juzgada por coger comida caducada de un contenedor de basura que se hallaba en el almacén de un supermercado. Ese mismo año 2016, Italia abolía el hurto para comer. Robar pequeñas cantidades de comida para alimentarse ya no es delito en aquel país y los jueces han dictaminado que “el derecho a la sobrevivencia prevalece sobre el de propiedad”.
El hurto famélico aparece en el Derecho Canónico en plena Edad Media. El Código Penal de 1822 reguló por primera vez una atenuante por “robo necesario” ante la “necesidad justificada por el reo de alimentarse o vestirse, o de alimentar o vestir a su familia en circunstancias calamitosas, en que por medio de un trabajo honesto no hubiese podido adquirir lo necesario”. Lamentablemente, fue un delito común en aquellos primeros años del siglo XX, cuando la depresión provocada por el crack del 29 abocó a miles de personas a la indigencia en todo el mundo. También proliferó en la posguerra española, cuando miles de españoles tenían que robar y traficar con el estraperlo para comer, hasta que en 1944 el Tribunal Supremo incluyó el hurto famélico entre los estados de necesidad.
Hoy los hogares de beneficencia, servicios sociales y almacenes de reparto de comida como los que promueve Cáritas han vuelto a llenarse de gente hambrienta en una dramática repetición de algo que ocurrió hace un siglo, algo que ha vuelto a suceder y algo que por desgracia ocurrirá de nuevo. El paro, la ayuda de 400 euros que suele extinguirse pronto, los desahucios por la crueldad de las leyes hipotecarias, el elevado número de inmigrantes que terminan sin trabajo y vagando por las calles, la desigualdad y en general las crueles políticas neoliberales de los gobiernos del PP han provocado un aumento inquietante de estos delitos. A menudo una persona que roba es una víctima del sistema que paga caro los excesos de los poderes fácticos. Aquellos que acaban cayendo en el hurto famélico son los restos del naufragio de una terrible crisis económica creada artificialmente por un sistema financiero enfermo. En ese contexto, mientras el 1% de los ricos acapara la cuarta parte de la riqueza nacional, se han producido acciones de protesta promovidas por algunos sindicalistas y algún que otro diputado de izquierdas, que últimamente han asaltado supermercados en Cádiz y Sevilla al grito de “expropiación alimentaria”. Ha sido una forma de visibilizar que España, con 10,2 millones de personas con una renta por debajo del umbral de la pobreza ‒lo que se traduce en una tasa de pobreza del 22,3%‒, es el tercer país europeo en desigualdad, por detrás de Rumanía y Bulgaria y empatado con Lituania.
Expertos en Derecho penal ya han advertido de que esta figura legal, el hurto famélico sin violencia y por escasas cantidades, debería despenalizarse, abolirse para siempre del Código Penal, ya que el estado de necesidad que mueve a estas personas a robar –muchas de ellas nunca lo habían hecho antes– lleva en la mayoría de los casos a aplicar la eximente completa y por tanto la absolución del detenido. Porque una persona que roba para comer no es un delincuente. Es una víctima.
Viñeta: Igepzio
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