viernes, 23 de diciembre de 2016

LOS MUERTOS DE MERKEL

 (Publicado en Newsweek en Español el 20 de diciembre de 2016)

"Debemos asumir que se trató de un ataque terrorista", ha dicho la canciller alemana Angela Merkel sobre la embestida del camión en Berlín que ha dejado al menos 12 personas muertas y cerca de medio centenar de heridos, 18 de ellos de gravedad. El tráiler irrumpió en la noche del lunes en un mercado navideño de la capital de Alemania próximo a la majestuosa Iglesia Memorial Kaiser Wilhelm, sin que por el momento se tengan demasiados datos. Testigos que vieron cómo el vehículo se les echaba encima aseguran que el escenario después de que el camión arrollara a las víctimas fue "horrible y caótico". Muertos, personas mutiladas y decenas de heridos cuyas vidas se verán truncadas para siempre. Según las autoridades germanas, entre los fallecidos hay un hombre que fue hallado dentro del vehículo, en el asiento del copiloto. Todo indica que esta persona, de nacionalidad polaca, era el conductor, a quien el asesino mató para poder robarle el camión.
También se ha descartado que el sospechoso de origen paquistaní arrestado en el lugar del suceso sea el autor del atentado. Tras las pesquisas realizadas por la Policía no se encontraron suficientes evidencias que lo relacionaran con el caso, así que ha quedado en libertad. Por tanto, se sospecha que el ejecutor de la matanza puede haberse dado a la fuga, mientras las fuerzas de seguridad alemanas trabajan para localizarlo. A esta hora se desconoce si el homicida actuó solo (como lobo solitario) o si lo hizo acompañado de otras personas con las que supuestamente formaría parte de una célula durmiente. De modo que tampoco se sabe si es un ciudadano alemán, un refugiado (como se ha dicho por algunos medios locales) o un retornado que regresó de la guerra de Siria o Irak para cometer la masacre.
En principio, Daesh ha reivindicado la autoría del atentado, según ha informado este martes la agencia de noticias Amaq, vinculada a la organización terrorista. El grupo que dirige Abu Bakr al Baghdadi ha asegurado que el conductor del camión que se empotró contra el mercado navideño era "un soldado del califato". No obstante, esta reivindicación debe cogerse con las máximas reservas, ya que se sabe por experiencia que el activista islámico no actúa mediante órdenes jerárquicas, sino que suele radicalizarse de forma aislada, por internet, en su propia casa, sin necesidad de recurrir a instrucciones de superiores. Parece claro que esta nueva barbaridad ha seguido el mismo patrón que la masacre perpetrada en Niza el 14 de julio de 2016, cuando Mohamed Lahouaiej Bouhlel, un residente tunecino en Francia, lanzó deliberadamente un camión de carga de 19 toneladas contra una multitud que estaba celebrando el Día Nacional de Francia, en el Paseo de los Ingleses, matando a 85 personas e hiriendo a 303. En aquella ocasión, el Estado Islámico aseguró que Bouhlel "ejecutó la operación en respuesta a las llamadas orientadas a los ciudadanos de países de la coalición que luchan contra el Estado Islámico". Sin embargo, las investigaciones revelaron que el terrorista era un perturbado y un reprimido sexual, que podría haber cometido su acción arrastrado por una crisis mental. Resulta complicado en estos casos saber dónde termina la locura de un trastornado y dónde empieza el martirio religioso de un soldado de Alá.
Si finalmente se comprueba que el brutal atentado lleva el sello de Daesh, los yihadistas habrían buscado varios objetivos: dar un golpe de efecto tras las últimas derrotas del Califato en Siria e Irak; movilizar a su gente en Europa; y desestabilizar la situación política en Alemania, donde la extrema derecha amenaza con un fuerte ascenso de cara a las próximas elecciones. Todo resulta más que simbólico: el lugar escogido para la matanza (junto a la Iglesia de Kaiser Wilhelm, que durante la Segunda Guerra Mundial fue bombardeada y que, con su torre emblemática, es un gran símbolo de los horrores de la guerra para los berlineses); el momento elegido –las fiestas navideñas por la connotación de guerra de religiones, de guerra santa, que pretenden dar los yihadistas a todas sus acciones letales–; y el país señalado como objetivo: Alemania, el motor de la UE, el lugar soñado por todo refugiado que huye de la guerra con la esperanza de hallar un futuro mejor.
Los tres objetivos militares trazados por Daesh parecen haberse cumplido con una precisión matemática, ya que mientras la investigación policial avanza lentamente, los partidos ultranacionalistas alemanes (también los demás europeos) se han apresurado a lanzar sus primeras soflamas contra la canciller Angela Merkel, a la que acusan de ser la responsable, por omisión, de este nuevo atentado. Algunos, incluso han llegado a decir que los muertos de Berlín son los muertos de Merkel. El partido antiinmigración y eurófobo Alternativa para Alemania (AfD) ha escrito en su cuenta de Twitter: "El terror en Berlín no es un caso aislado y está directamente relacionado con la política de asilo de Merkel". Por su parte, la presidenta del Frente Nacional francés, Marine Le Pen, ha asegurado que “nuestro deber es actuar rápido y fuerte” y proceder a cerrar las fronteras nacionales a la inmigración. "¿Cuántas masacres y muertos harán falta para que nuestros gobiernos dejen de hacer entrar a nuestros países desprovistos de fronteras un número considerable de migrantes, cuando sabemos perfectamente que se han mezclado terroristas islamistas?". En parecidos términos se ha pronunciado el líder del británico UKIP, Nigel Farage –quien ha aseverado que el ataque no es una sorpresa y que "acontecimientos como este serán el legado de Merkel"–. Otras declaraciones más o menos chirriantes se han escuchado también en países como Bélgica, Holanda y Austria. De modo que Europa se encuentra no solo ante la terrible amenaza yihadista, que puede actuar en cualquier momento y en cualquier lugar, sino ante la emergencia de partidos xenófobos y nazis que pretenden aprovechar cada masacre de Daesh para lanzar sus panfletos nacionalistas y enervar así a las masas. Lo tienen fácil los líderes ultraxenófobos europeos: cada vez que a un loco le dé por empotrar un camión contra la población civil, el responsable directo será el líder del partido democrático que esté en el Gobierno, ya sea Inglaterra, Francia o Bélgica. El mensaje ultra está más que definido y resulta tan maquiavélico como efectivo para millones de europeos: el culpable directo de que haya terroristas es la UE con sus políticas de integración del inmigrante y de ayuda al refugiado. De tal manera que para estos personajes siniestros del neofascismo rampante, la solución es que Europa vuelva cuanto antes a las viejas fronteras anteriores a la Segunda Guerra Mundial, lo cual sería un inmenso error de consecuencias históricas impredecibles. Blindar el viejo continente, como si un muro o una valla pudiera detener la locura de un fanático empeñado en inmolarse y de llevarse consigo a decenas de inocentes.
La UE debe defenderse ante la amenaza yihadista en suelo Occidental mediante el refuerzo de los medios policiales y de los servicios de inteligencia y también mediante el envío de ayuda económica y militar a los grupos y partidos políticos, Ejércitos y guerrillas que en estos momentos están peleando en Oriente Medio, sobre el terreno, para acabar con la lacra del Califato de Daesh. Pero Europa debe defenderse también contra la serpiente del fascismo que anida en su interior y que a partir de ahora crecerá exponencialmente, alimentada por el terror de la población europea a los atentados y el odio al extranjero. Tenemos la triste experiencia de los años treinta del siglo XX, cuando la debilidad de las democracias occidentales fue aprovechada por Hitler y Mussolini para llegar al poder. No podemos permitirnos el lujo de cometer el mismo error. La lucha contra el yihadismo debe ir paralela a la ilegalización de partidos políticos de corte totalitario que amenazan con destruir la Europa que hemos conocido desde 1945 y que ha gozado del mayor periodo de paz, prosperidad y avances sociales en derechos humanos de toda su historia. Es cierto que la UE no atraviesa por su mejor momento, y eso lo saben sus enemigos fascistas en todos los países de la Unión, que se mantienen prestos a lanzar el último zarpazo para volver a alcanzar el poder, tal como hicieron hace casi un siglo. No debemos tolerarlo. Europa tiene que ser capaz de movilizar todos sus recursos legales y políticos para ilegalizar esos movimientos que promueven el racismo, la discriminación, la falta de libertades y el terror como ideario para imponer su fanática ideología. El enemigo es Daesh y contra él hay que luchar. Pero el otro gran enemigo, quizá más peligroso todavía, anida en las entrañas mismas de Europa. Y se llama fascismo.

NADIA



(Publicado en Revista Gurb el 16 de diciembre de 2016)

Conocí a Pedro Simón un verano a principios de los años noventa, en el diario La Opinión de Zamora. Eran los tiempos del milagro español, de los pelotazos, expos y olimpiadas, de la máquina del fango felipista que estaba a pleno rendimiento. Los dos éramos jóvenes becarios que empezaban en esto del periodismo y los dos teníamos ilusión por cambiar el mundo a golpe de titular y reportaje. Pájaros que tiene uno en la cabeza cuando es un mozalbete. Trabajábamos como cabrones por un sueldo mísero (que es lo que se pide a todo novato en prácticas que está empezando en este negocio), sin pedir explicaciones de por qué éramos los primeros en llegar por la mañana y los últimos en salir por la noche, cuando la redacción se quedaba vacía de canallas, sumida en una soledad con olor a sudor y bocadillo de fiambre, y solo se escuchaba el repiqueteo intermitente de los teletipos como metralletas. Nos dejábamos sacar la sangre sumisamente con la esperanza de abrirnos paso en el oficio. La cosa siempre ha funcionado así, la explotación laboral no es algo de ahora.
Yo vivía de alquiler en una habitación espartana de la pensión Los Abuelos, en el casco antiguo de la ciudad. Se me iba el sueldo del mes en pagar el catre y las dos comidas. No estaba mal la sopa de menudillos. Algunas veces, cuando llegaba la hora de salir a almorzar, Pedro se acercaba a mi mesa y me invitaba a comer en su casa. Él tenía mejor suerte que yo, vivía en un estudio alquilado bastante más cómodo y confortable que mi cuartucho triste y desolador de la pensión. Hasta tenía cocina y todo. Y un sofá. Todo un lujo. Llegábamos al apartamento, sacaba un par de quintos de la nevera y los bebíamos mientras él daba vuelta y vuelta en la sartén a un par de suculentos chuletones que a mí me sabían a gloria, ya que me permitían salir del rígido menú castrense de la patrona. Ya entonces demostraba ser un tío generoso. Recuerdo con agrado aquellas conversaciones sobre fútbol (él era del Aleti, yo de su eterno rival) y sobre literatura y política. Algunas veces salíamos de bares y nos emborrachábamos con los periodistas más veteranos, a los que no había manera de tumbar a whiskys. Fue una época divertida. Currábamos sin parar, pero teníamos ilusión, y así fue como aprendimos el oficio.
Hicimos buenas migas Pedro y yo pero el verano pasó como un rayo y agotamos los tres meses de prácticas por los que nos habían contratado. Con el mes de septiembre llegaron las primeras lluvias, el cielo plomizo y monótono de Zamora, el frío recio castellano, y cada cual regresó a su mundo. Nos despedimos deseándonos buena suerte. Pedro terminó en Madrid, donde consiguió colocarse en El Mundo. Yo acabé en Valencia y después en Murcia y otra vez en Valencia y finalmente en Castellón. Di tumbos por varios periódicos regionales, trincheras de la prensa, donde aprendí a amar y a odiar la profesión. O más bien a odiar a algunos que dicen ser periodistas cuando en realidad no son más que mediocres gacetilleros.
Han pasado más de veinte años y desde entonces solo hablé una vez más con Pedro Simón. Fue hace algún tiempo, por teléfono. Nos preguntamos cómo nos había ido en la vida y yo le pasé una foto en blanco y negro en la que aparecíamos cogidos por los hombros como buenos camaradas. Le dije que me gustaban mucho sus artículos de opinión, esos temas sociales de los que nadie se ocupa ya, ese estilo literario de la calle elevado a la categoría de gran género periodístico. Periodigno, creo que lo llaman. Hace unos días he sabido del infierno profesional en el que se ha visto envuelto, sin quererlo ni beberlo, mi antiguo compañero. La noticia increíble, el terremoto mediático, el escándalo. Todos tenemos una piedra esperándonos en el camino y la suya se ha llamado caso Nadia, ese padre sin escrúpulos que al parecer ha sacado tajada de la supuesta enfermedad rara de su hija agonizante. Pero Pedro no hizo ni más ni menos que lo que cualquier persona de bien hubiera hecho en su lugar: no limitarse solo a dar la noticia, a cumplir con el expediente como un redactor más, sino intentar echar una mano, ayudar, poner su grano de arena para que el mundo sea un lugar algo menos terrible. Escribió artículos de opinión concienciando a los lectores, apoyó la campaña para recaudar el dinero necesario, movilizó a anónimos y famosos para que donaran fondos y así salvar la vida de la pequeña, que ya estaba en riesgo de fallecer por falta de tratamiento. No me imagino el mal trago que debe suponer para un periodista riguroso y profesional como él comprobar que toda esa verdad por la que ha luchado no era más que una gran mentira, una estafa. No quiero ni imaginar el shock que puede producirle a uno comprobar que el dinero no llegaba a donde tenía que llegar, que el padre no era trigo limpio, que al final toda esa causa solidaria, toda esa batalla noble y justa, se ha venido abajo y ha terminado convirtiéndose en un culebrón de la televisión basura, en una investigación policial, en un gran proceso judicial en el que él ha sido víctima y cómplice, sin saberlo, de todo el montaje. A Pedro le honra haber pedido disculpas en una columna publicada en El Mundo en la que se atribuye toda la responsabilidad del error, pero no dejo de sentir asco y hastío por esos jefecillos que pululan por las redacciones, malas gentes que no han escrito una sola línea en toda su vida, que ni siquiera se preocuparon de supervisar si la noticia era correcta o no antes de meterla en la rotativa, y que ahora, para salvar sus inmundos traseros, escriben editoriales ventajistas en los que crucifican a la parte más débil: el redactor con un currículum intachable que será defenestrado para que se coma él solito el marrón. Los periódicos se han convertido en eso: gateras infestadas de mediocres, covachuelas de advenedizos sin escrúpulos, camarillas que emplean prácticas mafiosillas.
Estos días he leído y escuchado muchas tonterías sobre lo mal profesional que ha sido Pedro Simón, que si no contrastó la información como debía, que si se saltó las pautas más elementales de la buena praxis periodística, que si se ha implicado demasiado en la historia, que si esto, que si lo otro. Siempre habrá buitres que vivirán a costa de la desgracia ajena, cínicos que exigen a los demás lo que ellos mismos no hacen. Lo que le ha ocurrido a Pedro Simón es un drama que le acompañará toda la vida pero que le podría haber sucedido a cualquier periodista de buena fe que pretenda implicarse a tope en una historia. Nadie está a salvo de la depravación humana como la que ha demostrado ese padre desalmado. Nadie puede sentirse seguro cuando la bajeza, la infamia y la canallada clavan sus ojos en nosotros. Así funciona este mundo que hace ya tiempo enterró los nobles valores como la solidaridad, la compasión y la humanidad. No me gustaría estar en el pellejo de Pedro Simón. Y sin embargo, yo hubiera hecho exactamente lo mismo que él. Periodismo humano.

Viñeta: Igepzio

viernes, 16 de diciembre de 2016

EL DOLOR SUPREMO

 (Publicado en Revista Gurb el 16 de diciembre de 2016)

"Escribí este libro sobre mi hijo sabiendo que él no lo iba entender nunca, que jamás lo iba a poder leer. Y ese absurdo que es en definitiva la vida, esa estafa, es lo que encierra el título, el libro mismo". Esta vez, cuando el veterano periodista Andrés Aberasturi (Madrid, 1948) se puso de nuevo ante un folio en blanco, sabía que no iba a ser como siempre. No iba a ser como escribir un ensayo periodístico o uno de esos poemas que le elevan a uno el espíritu. Tenía que contar algo terrible y cada línea sería como quitarse un jirón de piel. El argumento del libro Cómo explicarte el mundo, Cris es su propio hijo, afectado por una parálisis cerebral de nacimiento que le impide la movilidad y le afecta gravemente a sus capacidades mentales. Un proyecto que refleja el caos en el que, de la noche a la mañana, se acabó convirtiendo su vida y la de su esposa. Las carreras a urgencias, las noches en vela en el hospital, las madrugadas todavía más largas en la UCI de Neonatología, una unidad médica que es como "un cuadro de El Bosco lleno de sufrimiento", las incubadoras con los bebés rodeados de cables y monitores que luchan por sobrevivir, la desolación absoluta y total, la injusticia de la vida y sobre todo la indiferencia de un Dios que nunca aparece cuando se le necesita. "Creo que lo he contado todo, no me he dejado nada. He contado cómo es mi hijo, cómo soy yo, su madre que lo ha sacado adelante, cómo ha luchado, cómo sigue luchando, y tenía que morir con todo dicho, me faltaba decir esa verdad, contarla tal cual era, sin adornos", dice lacónicamente. Periodista, locutor de radio, presentador de televisión, columnista de varios periódicos, Aberasturi confiesa que cuando los médicos le propusieron desconectar a Cris se lo pensó dos veces. En un país donde se recorta en dinero para las personas con discapacidad, donde las víctimas nunca salen en los medios, y donde hay padres que tratan de lucrarse con la enfermedad de su hijo, Aberasturi lanza un grito callado, un grito que suena a única y gran verdad existencial en medio de la gigantesca mentira del mundo.

Entrevista completa en Revista Gurb

MESSI, CRISTIANO, ESTRELLAS FUGACES, DINERO FUGAZ

 
(Publicado en Revista Gurb el 16 de diciembre de 2016)

La investigación que por fraude fiscal lleva a cabo el Ministerio de Hacienda contra los jugadores Leo Messi y Cristiano Ronaldo, así como otras estrellas de nuestro fútbol, es sin duda una buena noticia para todos. Los dosieres que cada día filtra el portal especializado Football Leaks demuestran que no todo es juego limpio en nuestro deporte y que ya iba siendo hora de desempolvar las alfombras centenarias de nuestros clubes futbolísticos, demasiado protegidos durante demasiados años. Cracks mediáticos de la talla de Messi y Ronaldo, sin olvidarnos de Neymar y otros muchos, no pueden verse salpicados por escándalos tan descomunales sin que sus autores paguen por las presuntas irregularidades que han cometido. Ellos dos, como estandartes del deporte mundial, deberían ser los primeros en dar ejemplo de valores cívicos y de cumplimiento de las obligaciones fiscales como buenos ciudadanos. Está muy bien organizar partidos benéficos contra la droga por navidad y visitar a los niños enfermos en los hospitales para hacerse la foto con ellos y demostrar lo solidarios y comprometidos que son. Pero estaría mucho mejor que regularizaran sus cuentas con el fisco, para que de esta manera el Estado pudiera invertir más y mejor en educación pública, en el deporte base y en investigación de enfermedades raras infantiles, por poner solo tres casos donde el dinero público resulta fundamental para el desarrollo físico e intelectual de miles de niños. Cada año por estas fechas tenemos que asistir a la típica imagen de televisión de la estrella del momento regalando un peluche a los niños aquejados de graves dolencias, lo cual está muy bien. Pero los problemas no se solucionan solo con puestas en escena y falsas hipocresías que finalmente solo contribuyen a aumentar la fama y la popularidad de la celebrity de turno. Los problemas se resuelven pagando impuestos para que el Gobierno pueda destinar esos fondos a aquellos que más lo necesitan.
Nos consta que tanto Messi como Ronaldo son solidarios y que ambos han contribuido con fuertes sumas de dinero a financiar diversas causas sociales y oenegés. Pero ese compromiso queda oscurecido por las noticias que van surgiendo sobre evasiones de capitales a paraísos fiscales y fraudes a Hacienda. El pasado mes de junio, la Audiencia Provincial de Barcelona condenaba a Lionel Messi y a su padre, Jorge Horacio, a 21 meses de prisión por tres delitos fiscales. El futbolista del FC Barcelona y su padre fueron juzgados por defraudar 4,1 millones de euros a Hacienda durante los ejercicios 2007, 2008 y 2009, consecuencia de no haber tributado en España los ingresos de 10,1 millones percibidos por los derechos de imagen del delantero rosarino durante ese periodo. Por su parte, la gran estrella del Real Madrid, Cristiano Ronaldo, está siendo investigado por el desvío a un paraíso fiscal de al menos 150 millones de euros para ocultar ingresos por derechos de imagen, según ha publicado el portal Football Leaks. Los periodistas de esta publicación aseguran que desde principios de 2009, meses antes de su llegada al club blanco, Ronaldo puso a buen recaudo sus ingresos por derechos de imagen a través de empresas que operaban en las Islas Vírgenes Británicas, un paraíso fiscal en medio del Caribe. Las pesquisas de los inspectores fiscales podrían concluir en un proceso judicial. A ambos escándalos se unen otros del mismo calibre que han perseguido a jugadores mediáticos como Neymar Jr., para quien la Fiscalía ha pedido 2 años de cárcel y 10 millones de euros de multa por delitos de corrupción y estafa en el fichaje del delantero brasileño (un caso que también ha salpicado al entonces presidente del club blaugrana, Sandro Rosell, que se enfrenta a una pena de cinco años). Pero la lista es mucho más larga. Sergio Ramos, Iker Casillas, Xabi Alonso, David Villa, Piqué, Mascherano o Samuel Eto’o son solo algunos de los muchos nombres flamantes que se han unido a los investigados por Hacienda. Y no solo futbolistas, ya que entre los supuestos morosos y evasores también hay estrellas de otras disciplinas deportivas, estandartes de nuestro deporte que cuando llega la hora de la alta competición se envuelven en la bandera nacional y hacen gala de un patriotismo desaforado pero cuando llega el momento de cumplir con las arcas públicas, como todo buen ciudadano, fijan su residencia en algún paraíso fiscal extranjero o abren una sociedad opaca o simplemente esconden el dinero en alguna cuenta en Suiza o Panamá. En estas prácticas suelen caer, no solo los deportistas, sino también nuestros mejores artistas, actores de cine, intelectuales o cantantes.
El Estado debe terminar con estas prácticas delictivas que causan un grave daño al erario público. Un país avanzado es aquel donde quién más tiene más paga. La Justicia social, la cohesión, la redistribución de la riqueza y el principio de igualdad se quiebran cuando una estrellita del balompié, del motor o del tenis de mesa escamotea el dinero que por ley y por derecho le corresponde al Estado para hacer frente a sus gastos públicos con la sociedad. Así que menos sacar pecho de patriota y más pagar impuestos; menos alardes de ridículas gestas deportivas y más cumplir con Hacienda. Montoro, un ministro al que en otras ocasiones hemos criticado duramente en estas mismas páginas por su excesiva tibieza en la persecución del fraude fiscal, está actuando como debe en el caso de los figurines que nos engatusan con sus filigranas en la cancha mientras nos hacen el dribling en la declaración de renta. "No hay ningún nombre ni equipo que pueda quedar fuera de una investigación", ha asegurado Montoro, para quien el caso Ronaldo es un "asunto complejo".
A menudo escuchamos por la calle comentarios radicales como que los inmigrantes cazados en algún delito deberían ser expulsados de España. ¿Qué deberíamos hacer entonces con estos inmigrantes de lujo que se ponen las botas con el dinero de todos? La Justicia debe actuar con total contundencia contra los ases del balompié, que por lo visto también son ases del despiste fiscal. Por eso no se entiende que algunos jueces estén presionando para que Football Leaks deje de filtrar datos económicos privados de las grandes estrellas del deporte. La libertad de prensa y el derecho a la información deben prevalecer una vez más. Nada se consigue con proteger o tapar la reputación de unos futbolistas que juegan a ser nobles competidores en el terreno de juego y tramposos fuera de él. Con la publicación de casos como los revelados por Football Leaks se consigue algo bien positivo: crear una sensibilidad social ante el hecho de que nadie, por muy famoso y genial que pueda ser en su actividad profesional, por mucho dinero que haya amasado en fichajes y pelotazos publicitarios, está por encima de la ley en un Estado de Derecho.
La Justicia debe actuar con contundencia y rechazo ante los casos de fraude, independientemente de si el autor del delito es un megacrack del fútbol o el concejal corrupto de turno, ya que quien defrauda a Hacienda nos está robando a todos. No resulta nada edificante para una sociedad que sus grandes referentes deportivos terminen escamoteando impuestos como vulgares rateros. Si ellos han de ser el ejemplo de las nuevas generaciones de niños y jóvenes que los admiran como auténticos mitos y héroes deberían comportarse como tales en todos los aspectos de la vida. La sociedad no puede seguir permitiendo que un falso mesías y un cristiano que va de piadoso por el mundo nos sigan engañando con los impuestos. Ya nos engañan bastante cobrando las millonadas que cobran por darle patadas a una simple pelota (y a veces por patear las piernas de otros). Los futbolistas no son genios del arte, ni grandes intelectuales, ni héroes, ni médicos que salvan vidas operando a corazón abierto. Son solo unos jóvenes en calzoncillos, guaperas con el pelo engominado, piel de tatuaje y mucha pasta en el banco. Muchachos que nos animan las tediosas tardes domingueras. Muchachos con mucho músculo, poco cerebro y demasiada codicia.

Viñeta: Igepzio

viernes, 9 de diciembre de 2016

LA VERDAD SOBRE EL CASO MENDOZA


(Publicado en Diario16 el 8 de diciembre de 2016)

Por fin, esta vez sí, cuando parecía que ya no se lo iban a dar, le han concedido el Cervantes a Eduardo Mendoza. Ya era hora. Los premios siempre llegan tarde pero en este caso nos temíamos que no iba a llegar nunca. A menudo, cuando se habla de la cacareada renovación de la novela española, se suele olvidar a este escritor catalán de una delgadez vegana y una sonrisa filosófica y afable que escribe en un primoroso castellano, para que luego digan que los catalanes no saben juntar cuatro letras en la lengua de Cervantes sin darle una patada al diccionario. Pero siendo justos, si ha habido un renovador de la narrativa patria contemporánea, un punto de inflexión entre lo viejo y lo nuevo, ese ha sido Eduardo Mendoza.
El mismo año que moría Franco, se publicaba su primera novela, La verdad sobre el caso Savolta, una historia sobre el pistolerismo en la Barcelona de principios de siglo que supone, de alguna manera, una ruptura entre la novela del posfranquismo y la Transición predemocrática. Fue revolucionaria hasta en su título inicial (Los soldados de Cataluña) que no pasó la censura, como tenía que ser, aunque al final el tijeretazo de los moralistas fue para bien, ya que la segunda opción mejoró bastante el original. Escrito con una prosa clara y directa, La verdad sobre el caso Savolta nos devuelve a la Barcelona de 1918, donde matones contratados por la alta burguesía catalana tratan de aplastar las primeras revueltas obreras. Bien mirado, un tema de plena actualidad el de la lucha de clases, ya que pese a que hoy no hay tiros por las calles, la reforma laboral de Rajoy mata a más proletarios, parados y parias que aquellas balas a sueldo del patrón. Todo lo literario que un novelista contemporáneo debe saber está implícito en ese libro extenso, infinito, no solo el diagnóstico sobre las raíces mismas del mal que anida secularmente en la cainita sociedad española, sino los secretos del arte mágico de escribir buenas novelas: la estructura en forma de puzle que se alterna con la estructura lineal, los saltos en el tiempo, la picaresca, la mezcla de géneros (noir, novela histórica, pastiche, propaganda) todo ello acuñado con el sello mendociano marca de la casa: un sentido del humor inteligente, británico y burgués hasta aquel momento escasamente ejercitado por los escritores que salían de la oscura cueva del franquismo. Cualquier novato que quiera escribir una novela debería empezar por La verdad sobre el caso Savolta y dejarse de talleres literarios inútiles y de manuales de autoayuda retórica para improvisados novelistas a tiempo parcial. La novela se escribe, no se aprende ni se enseña.
La consumación de su arte narrativo iba a llegar con La ciudad de los prodigios, pero antes Mendoza nos deja dos pequeñas joyas, dos novelas ligeras, no por humorísticas menos importantes. En El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas, ambas historias detectivescas pero en tono paródico, el escritor catalán nos descubre que en la novela también debe haber un hueco para el humor. Es el momento en que Mendoza abandona la España triste, amarga y violenta de 1978 –demasiado convulsa por los ruidos de sable del golpismo pertinaz, el terror de ETA y la depresión económica–, para emigrar a la vertiginosamente apacible Nueva York en busca de inspiración artística. “Escribí divirtiéndome como nunca lo había hecho”, diría después el escritor a propósito de esas dos novelas, que son auténticos manifiestos del universo mendociano. Con ellas, Eduardo Mendoza abre el portón de nuestra novela contemporánea a la comedia y demuestra a los narradores del momento, siempre empeñados en la tragedia plúmbea de la guerra civil, salvo honrosas excepciones como Vázquez Montalbán o Andreu Martín, que también se puede hacer narrativa desde la parodia, la chanza, la caricatura y la carcajada. Y es aquí donde Mendoza se hace más acreedor si cabe al título cervantino que le acaban de otorgar, ya que si por algo se caracteriza el Quijote es por su autóctono y ácido sentido del humor, que traspasa lo manchego para entrar en lo universal.
Aquí, en España, hubo un momento en que decidimos abandonar la senda paródica y divertida que nos mostró Miguel de Cervantes, quizá porque consideramos que lo serio, lo grave y lo trágico español era mucho más profundo y sesudo que lo hilarante y entretenido. Sin embargo, el anglosajón, que por su carácter flemático, pomposo y protestante debería ser mucho más muermo que el alegre, luminoso y jaranero hispánico, continuó con la tradición de las comedias chocantes de Shakespeare, y su literatura logró alumbrar grandes obras cumbres, no solo del humor, sino de la literatura en general, desde los pasajes más irreverentes y jocosos del Ulises de Joyce hasta La conjura de los necios de Toole, pasando por una larga lista de prosistas satíricos encabezada por Lewis Carroll, Dickens o el más reciente Tom Sharpe. Así fue como los anglos nos arrebataron el reinado de la diversión por dejación de funciones del novelista español, entregado a sus dramas e inquisiciones, a sus miserias nacionales decimonónicas, a sus frustraciones noventayochescas. Hasta que llegó Mendoza y nos devolvió la llama sagrada del humor.
Podríamos estar horas enteras hablando de la obra de Mendoza –Una comedia ligera, La aventura del tocador de señoras, El último trayecto de Horacio Dos, Mauricio o las elecciones primarias, El asombroso viaje de Pomponio Flato, El enredo de la bolsa y la vida o El secreto de la modelo extraviada– e incluso disertar sobre Riña de gatos, reciente premio Planeta, una de sus novelas de la serie seria, donde Mendoza vuelve a hacer gala de su extraordinario conocimiento de la Historia de España. Todo eso lo dejaremos para los eruditos de las cátedras de Literatura española, que seguramente lo harán mucho mejor que nosotros. Solo nos detendremos aquí en una fábula entre galáctica y costumbrista, entre castiza y orwelliana, por la que no podemos pasar de puntillas: Sin noticias de Gurb, la historia del marciano verde y trompetero que se mete en el cuerpo de la cantante Marta Sánchez para asistir con ojos atónitos al desfile de toda la fauna patria de nuestros días, o lo que es lo mismo: el heroico extraterrestre que da nombre a nuestra querida revista.
Hoy, abducidos como estamos por las redes sociales y las nuevas tecnologías que se quedan viejas enseguida y que nos comen el coco, todos somos un poco marcianos, y mucho más nuestros queridos políticos, que cada día hablan más raro e ininteligible −casi como aquel Carlos Jesús del planeta Raticulín en cierto programa nocturno de Javier Sardá de infausto recuerdo−, y ya no hay un dios que los entienda. A nuestros políticos se les ha metido sin duda un hombrecillo alienígena en el cuerpo y un día es Rafa Hernando el que comparece ante la prensa entre convulsiones selenitas, al siguiente es la venusina Loli Cospedal con sus explicaciones encriptadas sobre finiquitos diferidos o el mismísimo Rajoy, que cada día pone caras más lunáticas y emplea lenguas más siderales. No debemos tenerles miedo a estos etés del espacio ibérico porque el comandante Mendoza, cual capitán Kirk de Star Trek, ya nos ha enseñado el camino para hacer frente a la invasión de seres tan extraños: una pluma clásica, cervantina, y el humor ácido e inteligente de Gurb.

Viñeta: Igepzio

EL CAUDILLO DEL CINE

 (Publicado en Revista Gurb el 2 de diciembre de 2016)

Juan Diego (Bormujos, Sevilla, 1942) ha llegado a ese momento de la vida en que degusta su trabajo como quien paladea una buena copa de vino. Con pasión pero también dejándose llevar. Tras una brillante y dilatada carrera cinematográfica en la que ha conseguido múltiples galardones y reconocimientos (entre ellos tres Premios Goya) Diego se ha vuelto a subir al lugar que le vio nacer como artista, el entarimado del teatro, que es como un cielo crujiente lleno de trampas y focos de colores, para interpretar Una gata sobre un tejado de zinc caliente, la mítica obra de Tennessee Williams reversionada por Amelia Ochandiano, que acaba de estrenarse en el Centro Niemeyer de Avilés. Diego interpreta el papel del millonario padre de Brick, aquel Paul Newman que andaba todo el rato en pijama azul de raso, agarrado a una muleta y a una botella de whisky, haciéndole ascos a la Taylor. "A mí esta gente me cae muy mal. Cuando me meto en ese papel, en esa lamentable situación en la que deciden vivir estas personas y en la que obligan a vivir a los demás, los odio con todas mis fuerzas". Hombre de izquierdas (desde la clandestinidad del PCE impulsó la primera huelga de actores de España), el destino caprichoso quiso que uno de sus papeles memorables fuera para el ser que más despreciaba. "¿Franco? Me preguntaba qué tenía yo contra ese individuo. Estaba ahí todos los días, era como de la familia, cantabas el Cara al Sol en el recreo con el frío que hacía, y me dio por pensar que tenía que fijarme en cómo había sido ese de niño". Y ya desde aquella película, y para siempre, cada vez que pensamos en el pequeño dictador vemos a Juan Diego susurrando, como una vieja, aquello de "arriba España".

Entrevista completa en Revista Gurb

martes, 6 de diciembre de 2016

UNA CONSTITUCIÓN A MEDIAS

 
(Publicado en Revista Gurb el 6 de diciembre de 2016)

La Constitución del 78 fue un logro indiscutible de todos los ciudadanos españoles, los de derechas y los de izquierdas, los republicanos y los monárquicos. Fue el libro de la reconciliación. La promulgación y aprobación de la carta magna por una mayoría aplastante consiguió frenar el instinto autodestructivo que anida en lo más profundo de nuestro pueblo, superar el involucionismo militar que pesaba sobre el país desde el siglo XIX, reparar el trauma de la guerra civil y la dictadura e implantar definitivamente la democracia, algo que no había sucedido nunca en la Historia de España, salvo en el breve y convulso periodo republicano. La Constitución nos permitió mirar hacia el futuro con cierta esperanza, e hizo que nos sintiéramos demócratas por fin, demócratas como cualquier otro europeo.
Sin embargo, hoy nuestro texto político fundamental ha quedado obsoleto. Los tiempos han cambiado, una nueva generación de jóvenes ciudadanos pide paso y exige nuevas soluciones a nuevos problemas. Con esta Constitución, tal como está concebida, el edificio de la democracia que tanto nos costó construir no conseguirá subsanar las profundas grietas que le han salido tras casi cuarenta años de azarosa singladura. Muchos artículos han quedado retóricos, vacíos de contenido, como el derecho a una vida digna y a una vivienda, el derecho al trabajo y el derecho a la redistribución de la renta. Hoy España es uno de los países más desiguales de toda Europa, solo por detrás de Chipre, y esa brecha entre clases sociales, entre ricos y pobres, es cada día mayor, minando la justicia social, principio irrenunciable de todo Estado de Derecho. Aún tenemos vivas en las retinas la imágenes de decenas de ciudadanos desahuciados de sus casas que han terminado suicidándose al no poder pagar la hipoteca impuesta por un sistema político y bancario injusto. Eso no debe ocurrir jamás en un Estado que se dice de derecho. Por si fuera poco, entre cinco y siete millones de españoles han sido condenados a la pobreza (muchos de ellos a una pobreza tercermundista y energética) y solo el 57,31% de los parados recibe ya algún tipo de prestación por desempleo, por lo que el resto (familias enteras) han sido abandonadas a su suerte pese a  que todos sus miembros están en el paro. Hoy siguen siendo los abuelos los que, exprimiendo su pensión, soportan la carga de mantener a sus hijos y nietos desempleados.
Por si fuera poco, la reforma laboral de Rajoy ha dinamitado el contrato social con sus numerosos derechos adquiridos, entre ellos la negociación colectiva y los 45 días de indemnización de despido por año trabajado. Esta ley retrógrada del PP, con la permisividad de unos sindicatos demasiado tibios y adocenados y de un PSOE que ha perdido su identidad en la defensa de los obreros y de las clases más humildes, ha arrasado buena parte de los derechos laborales, otorgando todo tipo de facilidades y ventajas a los empresarios y al gran capital y condenando a millones de españoles a la cola del Inem. Hoy puede decirse que el principio constitucional básico de que "todo español tiene derecho a un trabajo digno" no se cumple y hasta produce una sonora carcajada entre un buen número de ciudadanos que sufren la precariedad de un mercado laboral con tintes esclavistas y unos salarios miserables. En España muchas conquistas sociales por las que pelearon generaciones enteras han quedado hoy en papel mojado, entre ellos el avanzado Estatuto de los Trabajadores del que nadie se acuerda ya. El salario mínimo interprofesional (que acaba de subir en unos escuálidos cincuenta euros, unas migajas gracias a la pinza parlamentaria entre PP y PSOE) es de los más bajos de Europa y por si fuera poco, es evidente que hemos retrocedido en derechos y libertades.
El Estado de Bienestar ha quedado profundamente tocado por aquella reforma constitucional urgente pactada por los dos grandes partidos, con alevosía y nocturnidad, para limitar el techo de gasto y permitir los recortes impuestos por Bruselas. La educación es de peor calidad que la de hace diez años (cada Gobierno impone su propia ley educativa que es derogada al cuarto de hora); la Sanidad pública, gran conquista social de los españoles y durante un tiempo ejemplo y admiración en todo el mundo, está bajo mínimos, con escaso personal médico y falta de recursos en hospitales y centros de salud. Privatización de servicios, deficiente atención sanitaria a los inmigrantes ‘sin papeles’ y copago de medicinas y servicios, son algunas de las nefastas consecuencias de las políticas de austeridad. Miles de ciudadanos, a través de las ‘mareas’, han salido a la calle para defender sus derechos en los últimos años, pero no han conseguido frenar el poderoso giro ultraconservador en políticas sociales que ha dado nuestro país desde que estalló la crisis económica de 2008.
Para colmo de males, las pensiones están amenazadas y suprondrán un grave problema a corto plazo que precisará de un gran pacto de Estado, aunque no sabemos si nuestros políticos están preparados para lograr el consenso necesario. La ley de dependencia que debería dar cobertura a enfermos y desvalidos se ha quedado sin fondos para llevarla a cabo, mientras las comunidades autónomas y el Gobierno central se tiran los trastos a la cabeza. Cultura y Ciencia son otros dos principios garantizados por la Constitución del 78 pero el Gobierno grava con un IVA insoportable los productos culturales y nuestros jóvenes científicos tienen que emigrar al extranjero porque en España, salvo honrosas excepciones, no se investiga nada y apenas se invierte en investigación y desarrollo. El Medio Ambiente se degrada, algunas de nuestras ciudades figuran entre las más contaminadas de Europa. Ríos, mares y entornos naturales enferman por las basuras y vertidos químicos, sin que se apliquen duras sanciones a los infractores y cada vez se invierte menos en energías renovables. El ciudadano tiene derecho a un entorno limpio, a un aire limpio, a un agua limpia, pero parece que esos principios constitucionales tampoco interesan a nadie. Terminar con los incendios forestales que cada verano esquilman nuestros bosques y montañas parece una utopía imposible de cumplir. La protección contra el maltrato animal está lejos de ser una realidad y en España seguimos matando toros en las plazas taurinas y en las fiestas de los pueblos, un horrendo y bárbaro espectáculo que produce vergüenza en el mundo civilizado. Otro pilar básico del Estado de Derecho, como es la administración de Justicia, a veces no funciona como debiera y buena parte de los políticos corruptos hacen prevalecer sus privilegios como los indultos y salen de rositas de los numerosos escándalos políticos que socavan la confianza del ciudadano en el sistema, provocando desafección.
Pero lo peor de todo es que el régimen político del 78 y su modelo territorial han entrado en crisis y necesitan reformas  urgentes sin más dilación. El debate entre monarquía y república se ha agudizado tras la recesión económica y el bloqueo institucional. La dinastía borbónica está cada vez más cuestionada y la abdicación del Rey Juan Carlos, sin duda uno de los artífices de la democracia en España (no lo vamos a negar) no ha servido para devolver a los españoles la confianza en la Casa Real. Felipe VI no goza hoy del predicamento que tenía su padre entre los ciudadanos (el famoso juancarlismo avalado por la mayoría de los españoles tras la muerte de Franco) y la Monarquía está más cuestionada que nunca tras los últimos escándalos que han perseguido a los duques de Palma por el caso Nóos. Es evidente que el desarrollo autonómico se ha ralentizado y que el Estado camina hacia una mayor centralización, cuando debería ser al contrario: que las autonomías ampliaran sus atribuciones y competencias. El desafío secesionista catalán es la mejor muestra de que la Constitución tampoco ha servido para dar satisfacción a las aspiraciones legítimas de las nacionalidades históricas que integran el Estado español (sobre todo Cataluña y País Vasco). Ya no vale aplazar la cuestión por más tiempo, como ha hecho Rajoy en los últimos años. Más tarde o más temprano, pese a la resistencia de la derecha siempre empeñada en paralizar el avance en nuestro país, las fuerzas políticas tendrán que sentarse y plantear soluciones prácticas al problema catalán y vasco, una solución que pasa por reconocer el derecho de ambas comunidades a ser consideradas naciones jurídicas y culturales y trazar una hoja de ruta hacia los referéndums, como ha ocurrido por ejemplo en el caso de Escocia.
Algunos artículos de la Constitución como el 33 son tan utópicos que llegan a limitar la propiedad privada a su función social, algo que evidentemente no se cumplirá nunca. Con todo, la Constitución sigue siendo nuestro marco de convivencia, aunque se haya quedado algo anticuada. Urge por tanto una reforma en profundidad, un chapa y pintura, como suele decirse. Es evidente que con la Constitución ahora todos podemos expresarnos con libertad (aunque la ley mordaza, una vez más una ley involucionista del PP, haya supuesto un grave retroceso), y que nadie va a la cárcel por defender sus ideas, siempre que lo haga dentro del respeto a la ley y a los derechos humanos. Al menos algo hemos avanzado, ya no estamos en la ley de la jungla. Pero hoy, en su 38 cumpleaños, día de discursos flemáticos y de boatos de fiesta nacional, no perdamos de vista que nuestra Constitución garantiza el derecho al pleno desarrollo personal de cada ciudadano, una vida digna y completa, y eso, lamentablemente, estamos muy lejos de haberlo conseguido.