(Publicado en Diario16 el 8 de diciembre de 2016)
Por fin, esta vez sí, cuando parecía que
ya no se lo iban a dar, le han concedido el Cervantes a Eduardo
Mendoza. Ya era hora. Los premios siempre llegan tarde pero en este caso
nos temíamos que no iba a llegar nunca. A menudo, cuando se habla de la
cacareada renovación de la novela española, se suele olvidar a este
escritor catalán de una delgadez vegana y una sonrisa filosófica y
afable que escribe en un primoroso castellano, para que luego digan que
los catalanes no saben juntar cuatro letras en la lengua de Cervantes
sin darle una patada al diccionario. Pero siendo justos, si ha habido un
renovador de la narrativa patria contemporánea, un punto de inflexión
entre lo viejo y lo nuevo, ese ha sido Eduardo Mendoza.
El mismo año que moría Franco, se publicaba su primera novela, La verdad sobre el caso Savolta,
una historia sobre el pistolerismo en la Barcelona de principios de
siglo que supone, de alguna manera, una ruptura entre la novela del
posfranquismo y la Transición predemocrática. Fue revolucionaria hasta
en su título inicial (Los soldados de Cataluña) que no pasó la
censura, como tenía que ser, aunque al final el tijeretazo de los
moralistas fue para bien, ya que la segunda opción mejoró bastante el
original. Escrito con una prosa clara y directa, La verdad sobre el caso Savolta
nos devuelve a la Barcelona de 1918, donde matones contratados por la
alta burguesía catalana tratan de aplastar las primeras revueltas
obreras. Bien mirado, un tema de plena actualidad el de la lucha de
clases, ya que pese a que hoy no hay tiros por las calles, la reforma
laboral de Rajoy mata a más proletarios, parados y parias que aquellas
balas a sueldo del patrón. Todo lo literario que un novelista
contemporáneo debe saber está implícito en ese libro extenso, infinito,
no solo el diagnóstico sobre las raíces mismas del mal que anida
secularmente en la cainita sociedad española, sino los secretos del arte
mágico de escribir buenas novelas: la estructura en forma de puzle que
se alterna con la estructura lineal, los saltos en el tiempo, la
picaresca, la mezcla de géneros (noir, novela histórica, pastiche,
propaganda) todo ello acuñado con el sello mendociano marca de la casa:
un sentido del humor inteligente, británico y burgués hasta aquel
momento escasamente ejercitado por los escritores que salían de la
oscura cueva del franquismo. Cualquier novato que quiera escribir una
novela debería empezar por La verdad sobre el caso Savolta y
dejarse de talleres literarios inútiles y de manuales de autoayuda
retórica para improvisados novelistas a tiempo parcial. La novela se
escribe, no se aprende ni se enseña.
La consumación de su arte narrativo iba a llegar con La ciudad de los prodigios, pero antes Mendoza nos deja dos pequeñas joyas, dos novelas ligeras, no por humorísticas menos importantes. En El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas,
ambas historias detectivescas pero en tono paródico, el escritor
catalán nos descubre que en la novela también debe haber un hueco para
el humor. Es el momento en que Mendoza abandona la España triste, amarga
y violenta de 1978 –demasiado convulsa por los ruidos de sable del
golpismo pertinaz, el terror de ETA y la depresión económica–, para
emigrar a la vertiginosamente apacible Nueva York en busca de
inspiración artística. “Escribí divirtiéndome como nunca lo había
hecho”, diría después el escritor a propósito de esas dos novelas, que
son auténticos manifiestos del universo mendociano. Con ellas, Eduardo
Mendoza abre el portón de nuestra novela contemporánea a la comedia y
demuestra a los narradores del momento, siempre empeñados en la tragedia
plúmbea de la guerra civil, salvo honrosas excepciones como Vázquez
Montalbán o Andreu Martín, que también se puede hacer narrativa desde la
parodia, la chanza, la caricatura y la carcajada. Y es aquí donde
Mendoza se hace más acreedor si cabe al título cervantino que le acaban
de otorgar, ya que si por algo se caracteriza el Quijote es por su
autóctono y ácido sentido del humor, que traspasa lo manchego para
entrar en lo universal.
Aquí, en España, hubo un momento en que
decidimos abandonar la senda paródica y divertida que nos mostró Miguel
de Cervantes, quizá porque consideramos que lo serio, lo grave y lo
trágico español era mucho más profundo y sesudo que lo hilarante y
entretenido. Sin embargo, el anglosajón, que por su carácter flemático,
pomposo y protestante debería ser mucho más muermo que el alegre,
luminoso y jaranero hispánico, continuó con la tradición de las comedias
chocantes de Shakespeare, y su literatura logró alumbrar grandes obras
cumbres, no solo del humor, sino de la literatura en general, desde los
pasajes más irreverentes y jocosos del Ulises de Joyce hasta La conjura de los necios
de Toole, pasando por una larga lista de prosistas satíricos encabezada
por Lewis Carroll, Dickens o el más reciente Tom Sharpe. Así fue como
los anglos nos arrebataron el reinado de la diversión por dejación de
funciones del novelista español, entregado a sus dramas e inquisiciones,
a sus miserias nacionales decimonónicas, a sus frustraciones
noventayochescas. Hasta que llegó Mendoza y nos devolvió la llama
sagrada del humor.
Podríamos estar horas enteras hablando de la obra de Mendoza
–Una comedia ligera, La aventura del tocador de señoras, El último
trayecto de Horacio Dos, Mauricio o las elecciones primarias, El
asombroso viaje de Pomponio Flato, El enredo de la bolsa y la vida o El secreto de la modelo extraviada– e incluso disertar sobre Riña de gatos,
reciente premio Planeta, una de sus novelas de la serie seria, donde
Mendoza vuelve a hacer gala de su extraordinario conocimiento de la
Historia de España. Todo eso lo dejaremos para los eruditos de las
cátedras de Literatura española, que seguramente lo harán mucho mejor
que nosotros. Solo nos detendremos aquí en una fábula entre galáctica y
costumbrista, entre castiza y orwelliana, por la que no podemos pasar de
puntillas: Sin noticias de Gurb, la historia del marciano
verde y trompetero que se mete en el cuerpo de la cantante Marta Sánchez
para asistir con ojos atónitos al desfile de toda la fauna patria de
nuestros días, o lo que es lo mismo: el heroico extraterrestre que da
nombre a nuestra querida revista.
Hoy, abducidos como estamos por las
redes sociales y las nuevas tecnologías que se quedan viejas enseguida y
que nos comen el coco, todos somos un poco marcianos, y mucho más
nuestros queridos políticos, que cada día hablan más raro e
ininteligible −casi como aquel Carlos Jesús del planeta Raticulín en
cierto programa nocturno de Javier Sardá de infausto recuerdo−, y ya no
hay un dios que los entienda. A nuestros políticos se les ha metido sin
duda un hombrecillo alienígena en el cuerpo y un día es Rafa Hernando el
que comparece ante la prensa entre convulsiones selenitas, al siguiente
es la venusina Loli Cospedal con sus explicaciones encriptadas sobre
finiquitos diferidos o el mismísimo Rajoy, que cada día pone caras más
lunáticas y emplea lenguas más siderales. No debemos tenerles miedo a
estos etés del espacio ibérico porque el comandante Mendoza, cual
capitán Kirk de Star Trek, ya nos ha enseñado el camino para
hacer frente a la invasión de seres tan extraños: una pluma clásica,
cervantina, y el humor ácido e inteligente de Gurb.
Viñeta: Igepzio
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