(Publicado en Revista Gurb el 16 de diciembre de 2016)
Conocí a Pedro Simón un verano a principios de los años noventa, en el diario La Opinión de Zamora.
Eran los tiempos del milagro español, de los pelotazos, expos y
olimpiadas, de la máquina del fango felipista que estaba a pleno
rendimiento. Los dos éramos jóvenes becarios que empezaban en esto del
periodismo y los dos teníamos ilusión por cambiar el mundo a golpe de
titular y reportaje. Pájaros que tiene uno en la cabeza cuando es un
mozalbete. Trabajábamos como cabrones por un sueldo mísero (que es lo
que se pide a todo novato en prácticas que está empezando en este
negocio), sin pedir explicaciones de por qué éramos los primeros en
llegar por la mañana y los últimos en salir por la noche, cuando la
redacción se quedaba vacía de canallas, sumida en una soledad con olor a
sudor y bocadillo de fiambre, y solo se escuchaba el repiqueteo
intermitente de los teletipos como metralletas. Nos dejábamos sacar la
sangre sumisamente con la esperanza de abrirnos paso en el oficio. La
cosa siempre ha funcionado así, la explotación laboral no es algo de
ahora.
Yo vivía de alquiler en una habitación
espartana de la pensión Los Abuelos, en el casco antiguo de la ciudad.
Se me iba el sueldo del mes en pagar el catre y las dos comidas. No
estaba mal la sopa de menudillos. Algunas veces, cuando llegaba la hora
de salir a almorzar, Pedro se acercaba a mi mesa y me invitaba a comer
en su casa. Él tenía mejor suerte que yo, vivía en un estudio alquilado
bastante más cómodo y confortable que mi cuartucho triste y desolador de
la pensión. Hasta tenía cocina y todo. Y un sofá. Todo un lujo.
Llegábamos al apartamento, sacaba un par de quintos de la nevera y los
bebíamos mientras él daba vuelta y vuelta en la sartén a un par de
suculentos chuletones que a mí me sabían a gloria, ya que me permitían
salir del rígido menú castrense de la patrona. Ya entonces demostraba
ser un tío generoso. Recuerdo con agrado aquellas conversaciones sobre
fútbol (él era del Aleti, yo de su eterno rival) y sobre literatura y
política. Algunas veces salíamos de bares y nos emborrachábamos con los
periodistas más veteranos, a los que no había manera de tumbar a
whiskys. Fue una época divertida. Currábamos sin parar, pero teníamos
ilusión, y así fue como aprendimos el oficio.
Hicimos buenas migas Pedro y yo pero el
verano pasó como un rayo y agotamos los tres meses de prácticas por los
que nos habían contratado. Con el mes de septiembre llegaron las
primeras lluvias, el cielo plomizo y monótono de Zamora, el frío recio
castellano, y cada cual regresó a su mundo. Nos despedimos deseándonos
buena suerte. Pedro terminó en Madrid, donde consiguió colocarse en El Mundo.
Yo acabé en Valencia y después en Murcia y otra vez en Valencia y
finalmente en Castellón. Di tumbos por varios periódicos regionales,
trincheras de la prensa, donde aprendí a amar y a odiar la profesión. O
más bien a odiar a algunos que dicen ser periodistas cuando en realidad
no son más que mediocres gacetilleros.
Han pasado más de veinte años y desde
entonces solo hablé una vez más con Pedro Simón. Fue hace algún tiempo,
por teléfono. Nos preguntamos cómo nos había ido en la vida y yo le pasé
una foto en blanco y negro en la que aparecíamos cogidos por los
hombros como buenos camaradas. Le dije que me gustaban mucho sus
artículos de opinión, esos temas sociales de los que nadie se ocupa ya,
ese estilo literario de la calle elevado a la categoría de gran género
periodístico. Periodigno, creo que lo llaman. Hace unos días he sabido
del infierno profesional en el que se ha visto envuelto, sin quererlo ni
beberlo, mi antiguo compañero. La noticia increíble, el terremoto
mediático, el escándalo. Todos tenemos una piedra esperándonos en el
camino y la suya se ha llamado caso Nadia, ese padre sin escrúpulos que
al parecer ha sacado tajada de la supuesta enfermedad rara de su hija
agonizante. Pero Pedro no hizo ni más ni menos que lo que cualquier
persona de bien hubiera hecho en su lugar: no limitarse solo a dar la
noticia, a cumplir con el expediente como un redactor más, sino intentar
echar una mano, ayudar, poner su grano de arena para que el mundo sea
un lugar algo menos terrible. Escribió artículos de opinión
concienciando a los lectores, apoyó la campaña para recaudar el dinero
necesario, movilizó a anónimos y famosos para que donaran fondos y así
salvar la vida de la pequeña, que ya estaba en riesgo de fallecer por
falta de tratamiento. No me imagino el mal trago que debe suponer para
un periodista riguroso y profesional como él comprobar que toda esa
verdad por la que ha luchado no era más que una gran mentira, una
estafa. No quiero ni imaginar el shock que puede producirle a uno
comprobar que el dinero no llegaba a donde tenía que llegar, que el
padre no era trigo limpio, que al final toda esa causa solidaria, toda
esa batalla noble y justa, se ha venido abajo y ha terminado
convirtiéndose en un culebrón de la televisión basura, en una
investigación policial, en un gran proceso judicial en el que él ha sido
víctima y cómplice, sin saberlo, de todo el montaje. A Pedro le honra
haber pedido disculpas en una columna publicada en El Mundo en
la que se atribuye toda la responsabilidad del error, pero no dejo de
sentir asco y hastío por esos jefecillos que pululan por las
redacciones, malas gentes que no han escrito una sola línea en toda su
vida, que ni siquiera se preocuparon de supervisar si la noticia era
correcta o no antes de meterla en la rotativa, y que ahora, para salvar
sus inmundos traseros, escriben editoriales ventajistas en los que
crucifican a la parte más débil: el redactor con un currículum
intachable que será defenestrado para que se coma él solito el marrón.
Los periódicos se han convertido en eso: gateras infestadas de
mediocres, covachuelas de advenedizos sin escrúpulos, camarillas que
emplean prácticas mafiosillas.
Estos días he leído y escuchado muchas
tonterías sobre lo mal profesional que ha sido Pedro Simón, que si no
contrastó la información como debía, que si se saltó las pautas más
elementales de la buena praxis periodística, que si se ha implicado
demasiado en la historia, que si esto, que si lo otro. Siempre habrá
buitres que vivirán a costa de la desgracia ajena, cínicos que exigen a
los demás lo que ellos mismos no hacen. Lo que le ha ocurrido a Pedro
Simón es un drama que le acompañará toda la vida pero que le podría
haber sucedido a cualquier periodista de buena fe que pretenda
implicarse a tope en una historia. Nadie está a salvo de la depravación
humana como la que ha demostrado ese padre desalmado. Nadie puede
sentirse seguro cuando la bajeza, la infamia y la canallada clavan sus
ojos en nosotros. Así funciona este mundo que hace ya tiempo enterró los
nobles valores como la solidaridad, la compasión y la humanidad. No me
gustaría estar en el pellejo de Pedro Simón. Y sin embargo, yo hubiera
hecho exactamente lo mismo que él. Periodismo humano.
Viñeta: Igepzio
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