(Publicado en Revista Gurb el 6 de diciembre de 2016)
La Constitución del 78 fue un logro
indiscutible de todos los ciudadanos españoles, los de derechas y los de
izquierdas, los republicanos y los monárquicos. Fue el libro de la
reconciliación. La promulgación y aprobación de la carta magna por una
mayoría aplastante consiguió frenar el instinto autodestructivo que
anida en lo más profundo de nuestro pueblo, superar el involucionismo
militar que pesaba sobre el país desde el siglo XIX, reparar el trauma
de la guerra civil y la dictadura e implantar definitivamente la
democracia, algo que no había sucedido nunca en la Historia de España,
salvo en el breve y convulso periodo republicano. La Constitución nos
permitió mirar hacia el futuro con cierta esperanza, e hizo que nos
sintiéramos demócratas por fin, demócratas como cualquier otro europeo.
Sin embargo, hoy nuestro texto político
fundamental ha quedado obsoleto. Los tiempos han cambiado, una nueva
generación de jóvenes ciudadanos pide paso y exige nuevas soluciones a
nuevos problemas. Con esta Constitución, tal como está concebida, el
edificio de la democracia que tanto nos costó construir no conseguirá
subsanar las profundas grietas que le han salido tras casi cuarenta años
de azarosa singladura. Muchos artículos han quedado retóricos, vacíos
de contenido, como el derecho a una vida digna y a una vivienda, el
derecho al trabajo y el derecho a la redistribución de la renta. Hoy
España es uno de los países más desiguales de toda Europa, solo por
detrás de Chipre, y esa brecha entre clases sociales, entre ricos y
pobres, es cada día mayor, minando la justicia social, principio
irrenunciable de todo Estado de Derecho. Aún tenemos vivas en las
retinas la imágenes de decenas de ciudadanos desahuciados de sus casas
que han terminado suicidándose al no poder pagar la hipoteca impuesta
por un sistema político y bancario injusto. Eso no debe ocurrir jamás en
un Estado que se dice de derecho. Por si fuera poco, entre cinco y
siete millones de españoles han sido condenados a la pobreza (muchos de
ellos a una pobreza tercermundista y energética) y solo el 57,31% de los
parados recibe ya algún tipo de prestación por desempleo, por lo que el
resto (familias enteras) han sido abandonadas a su suerte pese a que
todos sus miembros están en el paro. Hoy siguen siendo los abuelos los
que, exprimiendo su pensión, soportan la carga de mantener a sus hijos y
nietos desempleados.
Por si fuera poco, la reforma laboral de
Rajoy ha dinamitado el contrato social con sus numerosos derechos
adquiridos, entre ellos la negociación colectiva y los 45 días de
indemnización de despido por año trabajado. Esta ley retrógrada del PP,
con la permisividad de unos sindicatos demasiado tibios y adocenados y
de un PSOE que ha perdido su identidad en la defensa de los obreros y de
las clases más humildes, ha arrasado buena parte de los derechos
laborales, otorgando todo tipo de facilidades y ventajas a los
empresarios y al gran capital y condenando a millones de españoles a la
cola del Inem. Hoy puede decirse que el principio constitucional básico
de que "todo español tiene derecho a un trabajo digno" no se cumple y
hasta produce una sonora carcajada entre un buen número de ciudadanos
que sufren la precariedad de un mercado laboral con tintes esclavistas y
unos salarios miserables. En España muchas conquistas sociales por las
que pelearon generaciones enteras han quedado hoy en papel mojado, entre
ellos el avanzado Estatuto de los Trabajadores del que nadie se acuerda
ya. El salario mínimo interprofesional (que acaba de subir en unos
escuálidos cincuenta euros, unas migajas gracias a la pinza
parlamentaria entre PP y PSOE) es de los más bajos de Europa y por si
fuera poco, es evidente que hemos retrocedido en derechos y libertades.
El Estado de Bienestar ha quedado
profundamente tocado por aquella reforma constitucional urgente pactada
por los dos grandes partidos, con alevosía y nocturnidad, para limitar
el techo de gasto y permitir los recortes impuestos por Bruselas. La
educación es de peor calidad que la de hace diez años (cada Gobierno
impone su propia ley educativa que es derogada al cuarto de hora); la
Sanidad pública, gran conquista social de los españoles y durante un
tiempo ejemplo y admiración en todo el mundo, está bajo mínimos, con
escaso personal médico y falta de recursos en hospitales y centros de
salud. Privatización de servicios, deficiente atención sanitaria a los
inmigrantes ‘sin papeles’ y copago de medicinas y servicios, son algunas
de las nefastas consecuencias de las políticas de austeridad. Miles de
ciudadanos, a través de las ‘mareas’, han salido a la calle para
defender sus derechos en los últimos años, pero no han conseguido frenar
el poderoso giro ultraconservador en políticas sociales que ha dado
nuestro país desde que estalló la crisis económica de 2008.
Para colmo de males, las pensiones
están amenazadas y suprondrán un grave problema a corto plazo que
precisará de un gran pacto de Estado, aunque no sabemos si nuestros
políticos están preparados para lograr el consenso necesario. La ley de
dependencia que debería dar cobertura a enfermos y desvalidos se ha
quedado sin fondos para llevarla a cabo, mientras las comunidades
autónomas y el Gobierno central se tiran los trastos a la cabeza.
Cultura y Ciencia son otros dos principios garantizados por la
Constitución del 78 pero el Gobierno grava con un IVA insoportable los
productos culturales y nuestros jóvenes científicos tienen que emigrar
al extranjero porque en España, salvo honrosas excepciones, no se
investiga nada y apenas se invierte en investigación y desarrollo. El
Medio Ambiente se degrada, algunas de nuestras ciudades figuran entre
las más contaminadas de Europa. Ríos, mares y entornos naturales
enferman por las basuras y vertidos químicos, sin que se apliquen duras
sanciones a los infractores y cada vez se invierte menos en energías
renovables. El ciudadano tiene derecho a un entorno limpio, a un aire
limpio, a un agua limpia, pero parece que esos principios
constitucionales tampoco interesan a nadie. Terminar con los incendios
forestales que cada verano esquilman nuestros bosques y montañas parece
una utopía imposible de cumplir. La protección contra el maltrato animal
está lejos de ser una realidad y en España seguimos matando toros en
las plazas taurinas y en las fiestas de los pueblos, un horrendo y
bárbaro espectáculo que produce vergüenza en el mundo civilizado. Otro
pilar básico del Estado de Derecho, como es la administración de
Justicia, a veces no funciona como debiera y buena parte de los
políticos corruptos hacen prevalecer sus privilegios como los indultos y
salen de rositas de los numerosos escándalos políticos que socavan la
confianza del ciudadano en el sistema, provocando desafección.
Pero lo peor de todo es que el régimen
político del 78 y su modelo territorial han entrado en crisis y
necesitan reformas urgentes sin más dilación. El debate entre monarquía
y república se ha agudizado tras la recesión económica y el bloqueo
institucional. La dinastía borbónica está cada vez más cuestionada y la
abdicación del Rey Juan Carlos, sin duda uno de los artífices de la
democracia en España (no lo vamos a negar) no ha servido para devolver a
los españoles la confianza en la Casa Real. Felipe VI no goza hoy del
predicamento que tenía su padre entre los ciudadanos (el famoso
juancarlismo avalado por la mayoría de los españoles tras la muerte de
Franco) y la Monarquía está más cuestionada que nunca tras los últimos
escándalos que han perseguido a los duques de Palma por el caso Nóos. Es
evidente que el desarrollo autonómico se ha ralentizado y que el Estado
camina hacia una mayor centralización, cuando debería ser al contrario:
que las autonomías ampliaran sus atribuciones y competencias. El
desafío secesionista catalán es la mejor muestra de que la Constitución
tampoco ha servido para dar satisfacción a las aspiraciones legítimas de
las nacionalidades históricas que integran el Estado español (sobre
todo Cataluña y País Vasco). Ya no vale aplazar la cuestión por más
tiempo, como ha hecho Rajoy en los últimos años. Más tarde o más
temprano, pese a la resistencia de la derecha siempre empeñada en
paralizar el avance en nuestro país, las fuerzas políticas tendrán que
sentarse y plantear soluciones prácticas al problema catalán y vasco,
una solución que pasa por reconocer el derecho de ambas comunidades a
ser consideradas naciones jurídicas y culturales y trazar una hoja de
ruta hacia los referéndums, como ha ocurrido por ejemplo en el caso de
Escocia.
Algunos artículos de la Constitución
como el 33 son tan utópicos que llegan a limitar la propiedad privada a
su función social, algo que evidentemente no se cumplirá nunca. Con
todo, la Constitución sigue siendo nuestro marco de convivencia, aunque
se haya quedado algo anticuada. Urge por tanto una reforma en
profundidad, un chapa y pintura, como suele decirse. Es evidente que con
la Constitución ahora todos podemos expresarnos con libertad (aunque la
ley mordaza, una vez más una ley involucionista del PP, haya supuesto
un grave retroceso), y que nadie va a la cárcel por defender sus ideas,
siempre que lo haga dentro del respeto a la ley y a los derechos
humanos. Al menos algo hemos avanzado, ya no estamos en la ley de la
jungla. Pero hoy, en su 38 cumpleaños, día de discursos flemáticos y de
boatos de fiesta nacional, no perdamos de vista que nuestra Constitución
garantiza el derecho al pleno desarrollo personal de cada ciudadano,
una vida digna y completa, y eso, lamentablemente, estamos muy lejos de
haberlo conseguido.
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