viernes, 15 de abril de 2022

GRANDES DE ESPAÑA

(Publicado en Diario16 el 13 de abril de 2022)

Unidas Podemos llevará al Congreso de los Diputados una iniciativa legislativa para retirarle el título nobiliario a los grandes de España que sean cazados en golferías, renuncios y escándalos de todo tipo. La medida va directamente dirigida contra los dos empresarios que supuestamente intentaron lucrarse con la venta de mascarillas en lo peor de la pandemia, sobre todo contra Luis Medina, hijo de Naty Abascal y Rafael Medina, aquel duque de Feria que se hizo tristemente célebre a finales de los noventa tras ser procesado por pedófilo. La maldición de la dinastía retorna con fuerza.

En los últimos días, Luis Medina se ha puesto muy flamenco con los fiscales de Anticorrupción que andan hurgando en su patrimonio personal y se ha despachado a gusto con declaraciones poco apropiadas para alguien que se encuentra en su delicada situación judicial. “En la Fiscalía son todos de izquierdas”, dice sintiéndose víctima de un complot bolchevique. “Yo me gasto mi dinero en lo que me da la gana”, añade con arrogancia. Es la chulería típica del señorito que se siente impune, intocable, por encima del bien y del mal.

Uno cree que ya tardábamos en llevar a las Cortes una ley para poner en su sitio a estos personajillos de la biuti que se creen, no ya condes, duques y barones, sino los reyes del mambo. Gente que vive del papel couché, del mundo rosa y del sarao nocturno televisivo. Gente que de cuando en cuando salta a las primeras páginas de los periódicos por llevárselo muerto. Ya está bien, hombre. España nunca pudo hacer la debida revolución ilustrada y liberal precisamente por culpa de esa nobleza improductiva y estéril, de esos hidalgos de la farsa y la mentira, de esas camarillas de palacio que no van precisamente despacio, sino más bien deprisa y corriendo, trepando a toda pastilla, medrando y prosperando en la vida mientras el pueblo pasa hambre, penalidades, enfermedad y sufrimiento.

Feijóo, en una afirmación poco afortunada por excesivamente condescendiente con los investigados, ha llegado a llamarlos “pillos de la pandemia”, pero para nada son pícaros en el sentido literario o castizo. La picaresca era un modo legítimo de vida al que recurrían las clases bajas y plebeyas de nuestro Siglo de Oro, que en realidad fue un Siglo de Mierda. Medina y su socio Alberto Luceño no son pillos ni Carpantas que trataban de buscarse la vida y de sacarse un mendrugo de pan como hace todo español honrado en medio de esta maldita crisis, sino emprendedores que vieron buenas oportunidades de negocio con la desgracia, comisionistas de la muerte, desalmados que han estado haciendo vil metal gracias al virus y al dolor de un país. Pocos casos de corrupción tan nauseabundos como este, pocos titulares tan tristes, lo cual ya es decir teniendo en cuenta que vivimos en un país rico y fértil en escándalos, que es que salimos a corrupto diario.

Cuando Feijóo emplea el adjetivo benevolente de “pillos de la pandemia” lo hace conscientemente para quitarle hierro a un asunto que, por lo siniestro y macabro, hace perder la confianza en el género humano. Al líder del PP los Medina y compañía no le parecen seres abyectos dignos del mayor de los desprecios, sino simpáticos bribones, astutos golfillos, granujillas de una comedia casposa de Pajares y Esteso con la que echarse una tarde de risas. Sin embargo, lo que estamos viendo estos días es lo peor que ha dado la historia de este país: gente llenándose los bolsillos, sacando tajada y construyendo su imperio de inmoralidad mientras los españoles terminaban en los hospitales y tanatorios. Por esa razón, ya no sabemos qué es más estremecedor, que haya monstruos de esa guisa sueltos por el mundo o políticos capaces de indultarlos y de ver en ellos a unos graciosos tunantes que no hacían daño a nadie con sus pequeñas monstruosidades. ¿Y tanta ignominia solo por unos cuantos coches, un yate, unos Rolex y unas vacaciones en Marbella? Poca chatarra para tanta indecencia.

Fiscalía apunta a que Medina se aprovechó de su condición de “personaje conocido en la vida pública y su amistad con un familiar del alcalde de Madrid” para quedarse con el negocio de las mascarillas. Martínez-Almeida niega cualquier acusación. Díaz Ayuso, enfangada hasta las trancas con los contratos del Hermanísimo, lo atribuye todo a un montaje de la izquierda podemita. Y mientras tanto, la Audiencia Nacional vuelve a condenar por tercera vez al PP en el caso Gürtel. Esto es la decadencia total, esto es la degeneración política y moral de un partido que se ha convertido en agencia de contratación de familiares y amigachos al mejor postor.

El juancarlismo del 78 nos vendió la moto de que esta democracia sería distinta, igualitaria, limpia de cortesanos y palaciegos, pero al final vivimos la profunda decepción de que aquí siempre trincan los mismos, la misma nobleza parasitada con la monarquía, los mismos infanzones del cortijo reciclados en brókers de guante blanco para dar el pelotazo a gran escala. Trastámaras de sangre degenerada y enloquecida por siglos de hemofílica codicia. Siguen estando ahí, las manos muertas, las clases ociosas que deambulan por el coto de caza disparando a las cuatro liebres raquíticas que quedan ya, la casta de los apellidos larguísimos como cansinas letanías. Hoy venden un perfume en la televisión, mañana unos azulejos, una cuadra de caballos o unas mascarillas a precio de oro. Lo que se tercie con tal de no pegar un palo al agua. Ya no se casan con príncipes o princesas, sino con toreros, folclóricas y miarmas, que eso da más cuento y exclusiva. Pero son los mismos de toda la vida; los mismos que, cuando llegó la democracia, sacaron la calderilla de España, a espuertas, por miedo a la Tercera República; los mismos del pañuelo en la solapa, la gomina en el pelo y el traje perfumado que siguen robando al patriótico grito de “viva España, viva el rey”. Duques de una feria jovial, secular, para su goce exclusivo mientras el pueblo hambriento mira, envidia y calla. Hace tiempo que Sánchez debería haberle quitado el título al noble pillado in fraganti y en corruptelas varias. Pero este hombre siempre se deja lo importante para el final. Podemos lo reclama ahora. Ya era hora.

Viñeta: Artsenal

EL GOLPE VOXISTA

(Publicado en Diario16 el 12 de abril de 2022)

Feijóo no asistió a la investidura de Mañueco en Castilla y León para no tener que coincidir en la foto de familia con sus socios, los ultraderechistas de Vox, que por primera vez en democracia entran a formar parte de un Gobierno regional de coalición con el PP. Esa vergüenza, haber abierto la puerta a los nostálgicos del franquismo, lo acompañará siempre al dirigente conservador. En su descargo, el nuevo presidente popular argumenta que el pacto ya estaba cocinado por Pablo Casado cuando él llegó a Génova, que no podía hacer nada, que la cosa le cayó por herencia, una mala herencia de su predecesor. Pero no cuela.

Desde el mismo momento en que la conspiración genovesa para derrocar el casadismo triunfó, Núñez Feijóo ya ejercía en la sombra como nuevo hombre fuerte y líder in pectore, de modo que pudo haber dado la orden de frenar el enjuague de su partido con la extrema derecha en tierras castellanas. No lo hizo. ¿Se dejó llevar por el pragmatismo para que Mañueco no perdiera el poder, evitando así una repetición electoral? ¿Fue un simple hábito gallego, aquello de no hacer nada y dejar que todo se pudra, una táctica que magistralmente le enseñó Mariano Rajoy? Él sabrá qué fue lo que pasó por su mente para consentir semejante infamia. Lo único cierto es que no dio la oportuna orden de ponerle el debido cordón sanitario a Vox, tal como le reclama el Partido Popular Europeo, la derecha clásica, limpia y aseada, y ahora todo el país paga las consecuencias de tener al partido de los hooligans en las instituciones democráticas como un alien u octavo pasajero dispuesto a destruir el sistema desde dentro.

Ayer, durante la sesión de investidura en el Parlamento castellano-leonés, el llamado a ser vicepresidente regional, el voxista Juan García-Gallardo, soltó un discurso para la historia que debería espeluznar a cualquier demócrata de bien. El delfín de Abascal en Castilla y León advirtió a Mañueco de que las aspiraciones de su partido no quedan colmadas con el pacto de coalición, sino que van mucho más allá hasta conquistar el poder nacional. “Vox es el partido de la ley y el orden, y desde el pleno respeto al Estatuto de Autonomía, sepa que nuestros objetivos son, cuando tengamos la mayoría parlamentaria, devolver las competencias de Sanidad, Educación y Justicia al Gobierno central”, sentenció. O sea, un vicepresidente regional que sueña con dinamitar la autonomía que gobierna. De locos.

Vox lleva años repitiendo que su intención es acabar con el modelo territorial autonómico consagrado en España en 1978. El problema es que como en el partido verde no saben de leyes, ni de ordenamiento jurídico y mucho menos de democracia (viven en un delirio posfranquista permanente) aún no se han enterado de que nunca podrán recentralizar el Estado (según se hizo en la dictadura) arrebatando competencias a los gobiernos periféricos. Para liquidar las autonomías primero necesitarían reformar el título octavo de la Constitución (“De la Organización Territorial del Estado”) y eso no ocurrirá jamás porque precisan del consenso de la mayoría de las fuerzas políticas del arco parlamentario, el que no tienen ni tendrán. Ningún demócrata de verdad pactará con quienes pretenden destruir la democracia desde dentro.

Tratar de acabar con el modelo autonómico, que ha sido una historia de éxito, de progreso, de modernización y de convivencia en paz solo puede salir de cabezas poco reflexivas, fanatizadas por el patriotismo y embriagadas con el vino rancio de la nostalgia, del pasado, de aquella España una, grande y libre. Solo hay una manera de hacer retroceder a los españoles más de cuarenta años en el tiempo hasta arrebatarles las conquistas políticas, sociales y culturales alcanzadas: mediante un golpe de Estado, que no tiene por qué ser necesariamente por la vía del pronunciamiento militar tal como hacían los espadones del siglo XIX, sino controlando y usurpando el Poder Judicial para promover una reforma de la Carta Magna por la vía de los hechos consumados. Ya están en ello y ya están consiguiendo pequeñas victorias, como la reciente decisión del Tribunal Constitucional de declarar ilegal el Estado de alarma por la pandemia. También intentaron paralizar la exhumación de la momia de Franco, aunque en aquella ocasión la jugada les salió mal y los restos del dictador acabaron fuera del siniestro panteón, en los andurriales de la historia, que es donde debieron estar siempre.

Feijóo no sabe dónde se ha metido pactando con Vox. Lo más probable es que haya cavado la tumba del Partido Popular sin saberlo. Pudo elegir entre estar en el bando de los demócratas o en el de los totalitarios cainitas que viven por y para exterminar al rival rojo y traidor. Al final optó por el cálculo inmediato, la política de lo pequeño y de lo mezquino. Ahora que ha firmado el acuerdo de Gobierno con Vox en Castilla y León ya se puede decir que ha vendido su alma al Diablo. Feijóo es un Fausto que ha entregado el PP, España y la democracia a un grupo de autócratas que hacen el show y el teatrillo de variedades en las grandes sesiones parlamentarias pero que detrás, entre bambalinas, van minando el terreno para volar por los aires todo el edificio constitucional.

El plan voxista se ve a la legua, no hace falta ser un brillante analista político para saber lo que pretende hacer esta gente. Pero Feijóo ha optado por esconderse debajo de la cama, por meter la cabeza bajo el ala o dar la espantada para que los fotógrafos de prensa no puedan retratarlo junto a los enemigos de la democracia, todos ellos autoritarios, neofalangistas y putinescos hasta el tuétano. Salvando las distancias, Feijóo se comporta como Higinio, aquel desgraciado personaje de la Trinchera infinita que decide esconderse en un agujero, sótano, subsuelo o doble pared para intentar escapar, en vano, de los fascistas. Y ahí pasa el resto de su vida, encerrado en su propio terror. El líder del PP nos ha metido en casa a los neofascistas, que ya andan registrando, revolviendo y quemando las leyes democráticas más justas. Luego llegarán las listas negras de malos españoles y empezarán las purgas hasta que solo queden ellos. Ante todo este panorama desolador, Feijóo hace mutis por el foro, optando por no dar la cara ni responder de sus cambalaches con Vox. No debe haberse enterado de que con el fascismo no se dialoga, ni se negocia, ni se pacta nada. Sencillamente se le combate. Ya lo dijo Durruti

Viñeta: Iñaki y Frenchy

PUTIN, PRESIDENTE DE FRANCIA

 

(Publicado en Diario16 el 12 de abril de 2022)

¿Cómo influiría una hipotética victoria electoral de Marine Le Pen en el futuro inmediato de Europa y en el devenir de la guerra en Ucrania? Esa es la pregunta del millón que se hacen a esta hora todos los franceses. Probablemente las consecuencias para la construcción europea serían aún más devastadoras que las generadas por el Brexit. En cuanto a la invasión de Putin, no se puede descartar que una fiel admiradora putinesca como Le Pen rompa con el actual orden mundial y dé un brusco giro a la política internacional de su país hasta alinearlo en un eje muy distinto, junto a los grandes aliados del sátrapa de Moscú. Nada sería igual a partir de ese momento, la historia entraría en una nueva fase de convulsión acelerada y cualquier cosa, por muy distópica que se antoje, podría ocurrir.

“Imaginemos la tragedia en Ucrania con Marine Le Pen en el poder”, asegura el profesor y analista Pedro Rodríguez cuando anticipa las consecuencias que para la geoestrategia mundial podría acarrear la llegada al poder de la ultraderecha francesa: “Mélenchon, Zemmour y Le Pen, todos tienen en común una profunda y rendida admiración hacia Putin. En el caso de Le Pen, no se ha molestado ni en distanciarse”. Y añade: “Los franceses se han tenido que comer panfletos electorales con la foto de Le Pen con Putin, y aun así esta señora está acercándose al Elíseo”. Demoledor.

El panorama no puede ser más oscuro para la vieja Europa. Las íntimas conexiones de Putin con Agrupación Nacional, el partido de Le Pen, se remontan a más de una década. Se sabe que el dictador exagente del KGB ha financiado el proyecto patriótico francés con hasta 9 millones de euros, mientras que la dirigente ultra no ha ocultado sus simpatías hacia el jerarca del Kremlin, aunque es cierto que desde que comenzó la invasión de Ucrania ha tratado de mantener ciertas distancias con su gran guía y referente autoritario. En los últimos días de campaña, Le Pen ha tenido que hacer auténticos malabarismos dialécticos para borrar su pasado putiniano. Así, al mismo tiempo que ha denunciado las “graves consecuencias” que tendría un hipotético embargo al gas y al petróleo rusos, se ha mostrado a favor de las sanciones económicas contra Rusia. Esa estrategia de equidistancia respecto al nuevo zar de Moscú parece haberle funcionado a la presidenta de Agrupación Nacional, ya que los franceses no le han pasado factura ni la han penalizado en las urnas. Al contrario, en medio de la guerra ucraniana Le Pen ha cosechado los mejores resultados de la extrema derecha francesa desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Parece claro, por tanto, que al votante ultraderechista le importan más bien poco las turbias relaciones internacionales que pueda mantener su partido, ya que sigue seducido por el idílico programa económico que le promete Le Pen, un compendio de medidas como la progresiva ruptura con la Unión Europea, una supuesta bajada de impuestos a la energía de hasta un 20 por ciento (según ella para “dar oxígeno al pueblo”) y un listado de propuestas ultraconservadoras que van desde la sustracción de derechos a los inmigrantes hasta un rabioso antifeminismo. Es precisamente en el capítulo de la xenofobia donde Marine Le Pen está cosechando su mayor granero de votos. La mano dura contra el migrante enardece a las masas proletarias, furiosas e indignadas con la izquierda francesa que no ha sabido dar respuesta a los problemas del país. El penoso resultado de la candidata socialista Anne Hildalgo (menos de un 2 por ciento de los votos en las elecciones del pasado fin de semana) es la mejor prueba de que la izquierda europea se hunde estrepitosamente.

Agrupación Nacional pretende establecer un estado policial que denuncie a los extranjeros sin papeles allá donde se encuentren; echar del país a todos aquellos inmigrantes que no hayan encontrado trabajo en el último año; y reservar los subsidios y prestaciones sociales solo para los franceses de pedigrí, o sea de origen. Es decir, se trata de crear un estado de apartheid laboral puro y duro. Pese a la monstruosidad de la ideología extremista de Le Pen, los cantos de sirena parecen haber embriagado a millones de franceses, que ya solo votan para ver a la heredera del nacionalismo patrio apoltronada en el Palacio del Elíseo.

Soplan vientos autoritarios (por no decir neonazis) no solo en Francia, también en el resto de Europa, un fenómeno que puede cambiar el curso de la historia. Si Marine Le Pen conquista finalmente el poder, es más que probable que el tradicional eje París-Berlín-Bruselas vire drásticamente hacia un nuevo eje París-Moscú-Pekín. Ese alejamiento de la UE dejaría indefensos a los europeos, que hoy por hoy dependen de las 300 cabezas nucleares francesas como única arma de disuasión frente a la amenaza de los misiles rusos. Ese arsenal atómico es la Línea Maginot, la única y última barrera que separa a las democracias occidentales de las ambiciones belicosas y expansionistas de Vladímir Putin. Si Marine Le Pen, caballo de Troya del dictador ruso en el corazón de Europa, pusiese las ojivas letales al servicio del siniestro régimen de Moscú nos veríamos totalmente indefensos y en manos del sátrapa. Una Rusia fuerte sería tanto como una Europa débil.

Francia es la tercera potencia nuclear del mundo. Tras la Segunda Guerra Mundial el miedo a ser invadida en el futuro por un nuevo Hitler impulsó a Charles de Gaulle a emprender una loca carrera armamentística. La paranoia llevó a los franceses a no suscribir acuerdos de no proliferación nuclear y durante treinta años se llevaron a cabo más de 200 pruebas atómicas en los atolones de Mururoa (los análisis médicos detectaron un alarmante incremento de cáncer de tiroides entre la población nativa). Toda esa locura (que llegó incluso a sanciones contra Francia y al embargo internacional del vino francés) terminó en 1996, cuando París se adhirió por fin al Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares. Hoy, todo ese polvorín repleto de misiles de largo alcance podría terminar en manos de dirigentes autoritarios como Le Pen. Y por ende, bajo control del amigo Putin. Espeluznante.

Viñeta: Álex, la mosca cojonera

LE PEN

(Publicado en Diario16 el 11 de abril de 2022)

“La nazificación de las clases superiores de la sociedad francesa era un hecho incuestionable”. Lo advirtió el gran escritor y periodista Manuel Chaves Nogales cuando los fascismos arreciaban con fuerza en Europa poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Hoy las palabras del intelectual sevillano que vivió el trauma del exilio vuelven a sonar más premonitorias que nunca y con una vigencia que aterra.

Las ajustadas elecciones celebradas ayer en Francia vuelven a hacer saltar todas las alarmas ante el imparable proceso de nazificación del viejo continente. Macron consigue salvar los muebles, es cierto, pero queda pendiente una segunda vuelta que promete ser de infarto y que podría darle el poder, finalmente, a Marine Le Pen. Tal escenario supondría una auténtica catástrofe para las democracias occidentales. Si tenemos en cuenta que los ultras lepenistas son profundamente euroescépticos y que sueñan con destruir Europa tal como fue concebida en el Tratado de París de 1951, resulta evidente el tamaño de la avería a la que nos enfrentamos.

Pero no solo el proyecto de unidad europea se vería seriamente amenazado. Con Le Pen en el Palacio del Elíseo los valores del republicanismo francés –liberté, égalité, fraternité–, también estarían en peligro. Los ultranacionalistas franceses aman la liberté siempre y cuando sea la suya, es decir, su libertad hedonista por encima del bien común y del Estado (cayetanismo o ayusismo libertario a la parisina); creen en la égalité siempre que mantenga intactos los privilegios de las clases altas (sienten alergia al reparto de la riqueza); y en cuanto a la fraternité la consideran un vestigio del pasado, o sea nada de confraternizar con otras razas y otros pueblos (odian al inmigrante que recala en Francia para contaminar la pureza de la sangre carolingia).

Todo eso, ni más ni menos, es lo que está en juego en las elecciones francesas, que son las elecciones de cada uno de nosotros. Lo que salga de las urnas gabachas nos afectará directamente a este lado de los Pirineos. Si gana Macron, el proyecto de construcción de la UE continuará renqueante durante algún tiempo más, quizá no demasiado, ya que el nuevo fascismo globalizador es una apisonadora que trabaja a largo plazo y que, más tarde o más temprano, terminará haciéndose realidad. Por su parte, si el actual presidente de la República cae derrotado en los comicios, la historia habrá llegado a un nuevo punto de inflexión, la Unión Europea se disolverá sin remedio y volveremos a los nacionalismos y a las fronteras de los viejos estados de antaño, una senda hacia futuros conflictos territoriales.

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial el viejo continente ha vivido su mayor período de paz y prosperidad gracias a la utópica idea de una Europa unida. Aunque solo sea por eso, porque los europeos hemos sabido construir un marco de convivencia y armonía, la historia de la UE debe considerarse una historia de éxito. Cuestión distinta es que haya conseguido el objetivo de alcanzar unos mínimos de reparto de riqueza y de igualdad social, que obviamente no lo ha logrado. La Europa de hoy ha devenido en una superestructura bancaria, financiera, bursátil, y en esa frustración de las clases más humildes que se sienten estafadas por el establishment o élites de Bruselas anida el gran fracaso del proyecto. Las últimas revueltas de los “chalecos amarillos” (un auténtico terremoto político y social que ha estado a punto de llevarse por delante el Gobierno Macron y que ha tenido su réplica en España con la reciente huelga de transportistas) demuestran que el motor de la gran locomotora europea ha gripado tras demasiados años de directivas sistemáticamente incumplidas, implacables hombres de negro, burocracia inútil, casta de funcionarios alejados de los problemas de la gente, injusticias, corrupción, recortes y políticas neoliberales que solo han traído sufrimiento a los trabajadores. Todo ese descontento social está siendo rentabilizado por la extrema derecha de Le Pen, que resurge con fuerza para enarbolar la bandera del odio contra la democracia liberal, tal como ya ocurrió en los años 30 del pasado siglo en un extraño déjà vu que los historiadores no saben explicar.

Europa contiene la respiración ante la dramática encrucijada. Ayer por la tarde, mientras se llevaba a cabo el recuento de votos, el pánico se desataba en París cuando parecía que la pesadilla se hacía realidad y Le Pen estaba a punto de darle el sorpasso a Macron, último bastión de la democracia liberal. Finalmente, un 27,6 por ciento de los franceses dieron su confianza al líder centrista, que logra resistir la embestida de la Agrupación Nacional lepenista con un 23,41 por ciento (los mejores resultados de toda su historia). Anne Hidalgo, la candidata socialista, ni siquiera llega al 2 por ciento de los sufragios, lo que da una idea de la dimensión de la crisis que vive el socialismo al borde de la extinción. A última hora de la noche, los franceses se frotaban los ojos ante el hecho de que Le Pen, una ferviente admiradora de Putin que ha recibido del Kremlin fuertes sumas de dinero para financiar a su partido, se haya colocado a menos de cinco puntos de ganar las elecciones, a menos de cinco pasos de convertir Francia en un país ultranacionalista, autoritario y antidemocrático nostálgico del régimen de Vichy. El país con el que siempre ha soñado Putin. Si el mariscal Pétain fue un ferviente admirador de Hitler y tragó con convertirse en un gobierno títere del Tercer Reich, Marine Le Pen admira al sátrapa de Moscú y cualquier día abre las puertas de París a los generales rusos para que se fotografíen con jactancia bajo la Torre Eiffel, tal como hicieron los nazis.

Con todo, llama poderosamente la atención que, en plena guerra de Ucrania y con las imágenes del genocidio bombardeando en directo los hogares europeos, casi uno de cada cuatro franceses haya apostado por una dirigente putinesca que pretende romper Europa e instaurar un régimen cuasifascista y autócrata a la manera del ruso. Sin duda, estamos ante una gran victoria de Putin, que ha empezado a ganar su guerra vintage por el frente galo. Una invasión silenciosa que se propaga desde Varsovia hasta Algeciras con el arma más mortífera que existe: la idea del odio. Conquistando Francia se conquista Europa; partiendo Francia en dos (demócratas y autoritarios) se domina todo el continente. La propaganda negacionista, los hackers del Kremlin y el cáncer del bulo han terminado por dar una gran victoria al pequeño zar, que con Le Pen en el poder podría poner a salvo las propiedades de sus oligarcas de confianza y su preciado gas con el que asfixia a Alemania.

“Nada que venga de Francia puede ser bueno”, decía Otto von Bismarck. A España ya está llegando la ola neonazi que nos invade (véase el infame Gobierno de coalición PP/Vox de Castilla y León). Ahora, el futuro de Francia y de Europa está en manos de los votantes de Jean-Luc Mélenchon, el candidato antisistema de la izquierda, y de los abstencionistas. La segunda vuelta promete ser un auténtico drama para el país vecino y Macron, en un llamamiento desesperado como no se veía desde los discursos de Charles de Gaulle, pide el voto a todos los demócratas de bien, tanto de izquierdas como de derechas, para que se unan frente a los totalitarios. O sea, toque a degüello, movilización general de la población contra el fascismo y urgente cordón sanitario. Lamentablemente, todas las medidas profilácticas llegan demasiado tarde; una vez más, la democracia dejó que creciera la serpiente y la historia se repite. Putin y sus sucursales autoritarias infiltradas en el sistema hacen temblar los cimientos de la vieja Europa. La guerra híbrida ha comenzado y ni siquiera nos hemos dado cuenta.

Viñeta: Iñaki y Frenchy

GUERRA EN PODEMOS

(Publicado en Diario16 el 9 de abril de 2022)

Pablo Iglesias ha vuelto a echar más leña al fuego en el que arde lo poco que queda ya de la izquierda española. El hombre que construyó el gran sueño de Podemos y lo abandonó después como un juguete roto (dejando tirada a su gente para dedicarse a tertuliano) admite que cometió un error al designar a la vicepresidenta Yolanda Díaz como sucesora al frente de la formación morada sin pasar antes por unas primarias: “Quizás me equivoqué, quizás eso no fue un acierto”. Si lo que pretendía era terminar de rematar el proyecto ya le ha dado la puntilla final.

En medio de una guerra que tiene en vilo al país y al mundo entero, con el fascismo subiendo como la espuma aquí y en toda Europa y el rey de Marruecos mofándose de la bandera española (que colocó al revés durante la cena con Pedro Sánchez), lo último que le faltaba a la izquierda española era una guerra fratricida en su seno. Sin embargo, Iglesias ha abierto la veda contra Díaz y a pesos pesados de Podemos como Ione Belarra e Irene Montero (que le tienen ganas a la vicepresidenta) les ha faltado tiempo para entrar en la cacería ordenada por el macho alfa.    

“No tengo claro que fuera lo correcto. Quizá tendría que haberlo dejado en manos de los partidos para que organizaran unas primarias, eso habría sido mucho más previsible y mucho más democrático que dar mi opinión”, apostilló Iglesias, que nunca hace o dice nada gratuitamente o sin tener en cuenta la coyuntura política. El problema es que la polémica llega en el peor momento para el país y para el Gobierno de coalición, un gabinete más dividido que nunca por el asunto de la guerra en Ucrania, por el polémico episodio del Sáhara Occidental y el descontento social en la calle (las huelgas le brotan como setas a Pedro Sánchez).

En medio de esta tormenta perfecta, lo que le faltaba a Moncloa era un ataque directo de la familia podemita contra las confluencias yolandistas (incluida Izquierda Unida). Una guerra intestina entre familias y facciones de la maltrecha izquierda española puede terminar perfectamente con Santiago Abascal de ministro del Interior. De ahí la grave irresponsabilidad que están cometiendo las huestes paulistas, unos rojillos de parvulario que pierden de vista el momento trascendental en el que nos encontramos y que se enfadan porque tienen miedo a perder sus pupitres. Es evidente que urge un baño de política para adultos, tal como dice Rajoy en su libro, y no solo en la derecha desangrada por las peleas entre casadistas y ayusistas, sino también en la cainita progresía española, que por lo visto anda más enfrascada en sus cuitas personales y juegos de tronos que en resolver los problemas reales de los españoles. Si lo que pretendían estos fallidos líderes del socialismo patrio emergente era terminar de pegarse el tiro de gracia, van camino de conseguirlo. Preparémonos pues para asistir al harakiri de los supervivientes del naufragio rojo. Están deseando matarse a zascas en Twitter, que eso da muchos likes. Así es como se aniquilan hoy los posmodernetes de la izquierda española desnortada, fallida y naíf.

Hace tiempo que a Yolanda Díaz se la tienen jurada algunos, algunas y algunes que se sientan a su lado en el Consejo de Ministros. No le perdonan que no se haya afiliado a Podemos, cosa lógica por otra parte, ya que hablamos de una mujer que viene de la izquierda seria, clásica, ortodoxa, no del patio de colegio del 15M, de donde solo salieron unos cuantos poemas malos propios del libro gordo de Petete, un atracón de asambleas callejeras inútiles y una nueva generación de políticos supuestamente antisistema que venían para acabar con la casta y que han terminado convirtiéndose, ellos mismos, en parte de una nueva estirpe, linaje o alcurnia, instalándose acomodadamente en el poder cuando no en lujosas mansiones y chalés.

El proyecto podemita acabó frustrando a millones de personas que habían depositado en ellos la última esperanza de la izquierda española. La prueba del algodón de ese desengaño popular, de ese fracaso rotundo y sin paliativos, es que cada vez que se publica una nueva encuesta la expectativa de voto del movimiento morado cae un poco más y a este paso van a terminar como fuerza política testimonial a la altura del PACMA o del partido del cannabis. Por si fuera poco, uno de cada cuatro votantes de este país confiesa que va a votar a Vox en las próximas elecciones, o sea un espeluznante 20 por ciento que sigue la tendencia de otros países europeos como Francia, donde Marine Le Pen amenaza con darle el sorpasso a Macron. Ni en sus mejores sueños pudo imaginarse Abascal que la izquierda lo haría tan rematadamente mal, allanándole la senda hacia el poder.

La situación es crítica, no hay que negarlo (y cuando decimos crítica no exageramos ni un ápice), pero en lugar de hacer un análisis realista y de aportar nuevas ideas para recuperar la confianza perdida del electorado, el tertuliano Iglesias y su progenie política se dedican a malmeter un poco más, a ahondar en la crisis y a terminar de reventar lo poco que queda ya. Viendo el pelaje de la chiquillería que ha tomado las riendas del extraño mundo Podemos no sorprende que Yolanda Díaz, una mujer con una madera para la política como pocas veces hemos visto en este país, haya decidido salir por piernas de allí, poniendo tierra de por medio entre ella y el convulso y fratricida gallinero morado. Su intento de poner en marcha un Frente Amplio que aglutine a un gran espectro electoral, no solo procedente del PSOE y más allá, sino de centro, es sin duda una brillante idea. Quizá por eso algunos, algunas y algunes que ven peligrar sus poltronas y sus cuotas de poder han pasado a la ofensiva desenvainando las facas.

El miedo de las ministras Belarra/Montero a quedar reducidas a la intrascendencia, unido a los celos profesionales (dicen que Pedro Sánchez ya ni siquiera despacha con ellas sobre las grandes cuestiones de Estado), amenaza con desatar una sangría en las entrañas de la izquierda española. Ambas interfectas ya han escenificado su mal rollo en público, como cuando se hacen las ofendidas y se niegan a aplaudir en las Cortes la decisión del Gobierno de enviar armas a Ucrania (quedándose solas en un rincón del hemiciclo y como simpatizantes de Putin, o sea completamente putinescas).

Podemos está en caída libre, a la deriva (¿se habrán dado cuenta ya o todavía no?). En una de estas salta por los aires la coalición y Sánchez pacta con Feijóo y los restos de Ciudadanos. El desastre se avecina, pero ellos siguen acuchillándose a placer, hasta el final, como lo llevan haciendo desde que empezó todo este cuento utópico de unicornios morados (Errejón podría contar una y mil de cómo se las gastan los paulistas). El barco se hunde y ellos dándose tajos y cornadas. Y luego nos preguntamos por qué perdimos la guerra.

Viñeta: Pedro Parrilla

LA REUNIÓN

(Publicado en Diario16 el 8 de abril de 2022)

Feijóo asume que Vox es un partido democrático puesto que se presenta a las elecciones como uno más. Un argumento tan de guardería pone en cuestión el empaque intelectual de un señor al que algunos comparan con Winston Churchill, ya que en la Transición también Blas Piñar se presentaba a los comicios por Fuerza Nueva y nadie diría de él que fuese precisamente un demócrata. De esta manera, el nuevo líder del PP se moja y rompe su calculado silencio de los últimos meses, en los que ha jugado al despiste cada vez que se le ha preguntado por el auge de los ultras en nuestro país. “El objetivo que tenemos es conseguir la agrupación del centro derecha en España y ganar las elecciones. No hacer de partido bisagra”, asegura en la Cadena Ser. Y cuando Àngels Barceló le aprieta un tanto las tuercas para que explique si le parecen presentables los pactos de su partido con Vox, el político gallego responde: “Esto será una broma, ¿no? Que nos digan que rompamos con Vox cuando el PSOE está con Bildu”. Más claro agua, como suele decirse. Un retorno al “y tú más” típico de gobernante de escasa talla moral.

Mucho se había especulado con la posibilidad de que el nuevo dirigente popular diese un giro a la estrategia de Pablo Casado y rompiera acuerdos con la extrema derecha de Santiago Abascal. “Feijóo es un moderado, tiene otro talante, es un líder a la europea limpio y aseado”, decían los admiradores y hagiógrafos del gran hombre que ha ganado cuatro elecciones por mayoría absoluta en Galicia. A Feijóo algunos han querido presentarlo como el nuevo Suárez, la figura necesaria de la derecha clásica y tradicional. Sin embargo, ahora vemos que, a las primeras de cambio, a la primera entrevista en un medio grande, claudica, pone la decencia democrática a los pies de los caballos y defiende a un partido como Vox de clara ideología machista, xenófoba y franquista. Lamentable.

Feijóo ha estado capeando a los periodistas todo este rato, ha jugado con ellos al gato y al ratón, ha lanzado discursos críticos contra la extrema derecha para quedar bien. Pero llegado el momento de definirse como un demócrata de los de verdad que no piensa ceder ni un palmo de terreno ante la ultraderecha ni conchabarse con ella, llegada la hora de decir si va a ir de la mano de los ultras a las próximas elecciones, blanquea a Vox de manera infame y dice que no ve dónde está el problema. El jefe de la oposición no cree que le ocurra nada malo a la maltrecha democracia española, seriamente amenazada tras la irrupción de Santiago Abascal y los suyos. Tampoco cree que haya riesgo de hungarización, es decir, de que nuestro país se convierta en un estado gamberro a la manera del que ha construido Orbán. Feijóo debe pensar que Abascal es un corderillo y que las ideas que el jefe ultra va propalando por ahí, en sus intervenciones parlamentarias sonrojantes para el género humano, poco menos que enriquecen la política española y forman parte del pluralismo político. A Alberto Núñez Feijóo no le chirría que Vox esté dando oxígeno al terrorismo machista; no le suena tan mal el discurso xenófobo contra los inmigrantes; no le preocupa en absoluto que el nuevo falangismo abascaliano propugne acabar con el Estado autonómico ni le duele en lo más profundo de su ser que un diputado ridículo suba a la tribuna de oradores de las Cortes y vomite una retahíla de insultos fascistas contra el presidente del Gobierno, al que compara con Hitler, y contra el ministro de Presidencia, al que identifica con Goebbels. Todo eso, el revisionismo de la historia para blanquear el franquismo, el intento de acabar con la memoria y la intención de instaurar un estado centralista sin lenguas cooficiales, al gran estadista en ciernes le parece algo normal, lógico, para nada inquietante. Feijóo ve a los nuevos fascistas como peluches inofensivos, demócratas de toda la vida, sin entender que la democracia liberal es para ellos un incordio, un estorbo, y lo que les pone de verdad es colocar a un hombre fuerte en el poder que sea capaz de reconstruir el estado autoritario. El nuevo mandamás de Génova va de fino analista, pero no alcanza a comprender todo el drama que se está gestando en este país: la llegada de un nuevo fascismo integrado en las instituciones cuyo objetivo principal no es otro que dinamitar el modelo de convivencia que los españoles nos dimos en el 78, eso que Abascal llama, despectivamente, “el consenso progre”.

Fue el hispanista Hugh Thomas quien, tras estudiar durante años nuestra guerra civil, confesó que no entendía muy bien cómo había ocurrido semejante carnicería. Al final, concluyó que la contienda estalló porque “no había conservadores, todos fueron revolucionarios o contrarrevolucionarios”. Es decir, la derecha pacífica y democrática fue poseída por el nazismo, se fanatizó tal como le está ocurriendo hoy, de modo que aquello solo podía terminar a tiros. Feijóo no ha sabido leer que la historia podría volver a repetirse. Está ciego, mudo y sordo. Ciego porque no ve la revolución fanática iliberal que se está gestando en el país y que va mucho más allá de las revueltas de los camioneros por los precios de los carburantes. Mudo porque calla ante la infamia ultraderechista. Y sordo porque ni siquiera acierta a captar los mensajes de SOS que desde Bruselas le telegrafían sus propios compañeros del Partido Popular europeo para que le ponga de una vez por todas un cordón sanitario a Vox. En la UE se han disparado todas las alarmas ante lo que está sucediendo en España porque la historia nos dice que nuestro país siempre fue un banco de pruebas, político y militar, para lo que llega después en el viejo continente a mayor escala. Feijóo no ha entendido que está en juego nada más y nada menos que el futuro de Europa amenazado por las emergentes autocracias alentadas y financiadas por el putinismo. Abascal siempre ha simpatizado con las maneras autoritarias de gente como Trump, Bolsonaro y el propio Putin, los tres grandes ejes del nuevo fascismo posmoderno. Pero el dirigente pepero no ve riesgo ni peligro por ninguna parte. Se dará cuenta de que la gran tragedia española se vuelve a repetir cuando un día el Caudillo de Bilbao entre en su despacho, lo deponga y lo envíe al vertedero de la historia. Para Feijóo, Vox es un partido democrático, homologable y decente como otro cualquiera. Estamos perdidos.

Viñeta: Alejandro Becares 'Becs'

EL FINOLIS DEL PP


(Publicado en Diario16 el 8 de abril de 2022)

Tal como era de esperar, Feijóo se cerró en banda en su primera reunión con Sánchez en Moncloa. Poco a poco vamos viendo que el Suárez gallego ejerce de moderantista y centrado en las formas, pero a la hora de la verdad no se diferencia demasiado de aquel Pablo Casado que practicaba el “no a todo” y por sistema como gimnasia diaria.

¿Qué queda de la entrevista de ayer entre el jefe del Gobierno y el de la oposición? Más bien poco teniendo en cuenta que el país necesita reformas urgentes y que el PP no parece que esté por la labor. Feijóo, como buen gallego que sopesa con tranquilidad el siguiente paso, está reflexionando sobre la conveniencia de acercarse a Sánchez. Un exceso de pactismo le granjeará las corrosivas críticas de Vox, el partido socio en gobiernos regionales para quien todo aquel que negocie algo con el Gobierno debe ser acusado de inmediato de traidor a la patria. Así piensa esta gente cuadriculada, terca, fanatizada. Por otra parte, si se cierra en banda, Feijóo será acusado de practicar el filibusterismo trumpista y eso tampoco es bueno para él si quiere labrarse una imagen de estadista, de líder de la derecha española a la europea. Así que el sucesor de Casado se lo toma con calma mientras mira cómo el volcán español suelta llamaradas inquietantes.

Lo que deja la histórica entrevista de ayer se reduce a un forzado apretón de manos para escenificar el nuevo tiempo político, una fecha indefinida para seguir negociando la renovación del Consejo General del Poder Judicial (cuyos altos cargos llevan caducados desde hace más de tres años) y poco más. Bajando a lo concreto, ni un atisbo de acuerdo en lo económico cuando es precisamente eso, la política de las cosas del comer, lo que exigiría colaboración inmediata entre Gobierno y oposición. Por lo visto, el Decreto Ley de medidas urgentes para paliar los efectos de la guerra de Ucrania no satisface al líder del PP. Ahora bien, ¿ha dicho el dirigente popular “no” al plan de choque de Sánchez? No puede decirse que le haya dicho que no lo vaya a firmar. Tampoco le ha dicho que sí. Más bien le ha sugerido que ni sí ni que no, sino todo lo contrario, esto es, una respuesta a la gallega.

Por lo que se va filtrando desde Moncloa, todo apunta a que Feijóo ha pedido más tiempo. El problema es que los españoles disponen de todo menos de tiempo. Los españoles tienen un facturón de la luz como una lápida sobre sus vidas. Los españoles tienen la gasolina por las nubes y ya van al trabajo en bicicleta, en patinete eléctrico o con el coche de San Fernando (un rato a pie y otro caminando). Los españoles van al supermercado a comprar comida y no les llega para una dieta saludable y completa, de modo que ya empiezan a quitarse alimentos de la boca porque no pueden pagarlos. El tiempo de la abundancia ha pasado, se impone la escasez, el racionamiento y la sopa boba con la suela del zapato, en plan Chaplin.  

Que Feijóo le pida unos días a Sánchez para pensárselo, con la que está cayendo, no deja de ser un sarcasmo y solo puede interpretarse de una manera: quiere ganar tiempo. Sabe que dejando que el Gobierno se cueza en el caldo del malestar popular llegará un momento que caiga como una fruta madura. Lo malo es que esa táctica, que no se diferencia demasiado de aquel “dejar que todo se pudra” de Mariano Rajoy, tiene poco de comportamiento de gran hombre de Estado (al menos de ese palo va el recién elegido mandamás popular y ese es el nardo que se tira en sus discursos para la historia).

Visto lo visto, el PP feijoísta es lo de siempre, más de lo mismo: un partido que espera que España se hunda para que ellos entren al rescate en un extraño complejo autodestructivo. En definitiva, se trata de un asedio al Gobierno por otros medios. Al menos Casado iba a pecho descubierto, de cara, diciendo lo que pensaba en cada momento, aunque fuesen burradas mayúsculas. De Feijóo no se puede saber qué está pasando por su cabeza, es un silencioso maquiavélico e introvertido, aunque todo apunta a que pretende rendir al presidente del Gobierno por puro aburrimiento, por silencio administrativo, o sea sin hacerle daño y sin decirle crudamente que no tiene nada que pactar con traidores a España (como invocaba el bruto de su antecesor).

Feijóo va a liquidar a Sánchez sibilinamente, poniéndole el polonio de su indiferencia, apatía, dejadez o pachorra en los cafés eternos e inútiles de Moncloa, como un Putin de la vida. O sea, dándole largas, diciéndole aquello tan castizo de “ya hablaremos” o “vuelva usted mañana”. Feijóo es el Larra de la política española que quiere suicidar al presidente del Gobierno aplazando sine die su decisión sin aclarar si piensa arrimar el hombro para salvar a la patria o escaquearse como hacía Casado. De momento, Sánchez le ha planteado un paquete con 11 medidas de urgencia para reflotar el país y sacarlo de la crisis institucional y económica en la que se encuentra. Pero no ha habido respuesta de su interlocutor. El jefe del Ejecutivo ha salido de la reunión como quien sale de un banco después de que le denieguen un préstamo trascendental, es decir, con cara de póker y “con más incógnitas que certezas”. Ha apremiado a Feijóo, le ha dicho que España tiene prisa, que el estómago de la gente no puede esperar más, pero el gallego ha contestado que “necesita más tiempo”, que “tiene que mirarlo”, estudiarlo, darle una vuelta, no sé.

¿Pero qué más necesita saber el presidente del Partido Popular para comprometerse a fondo con el Gobierno en la misión de sacar al país de su peor encrucijada en los últimos 40 años de democracia? Feijóo se enroca en el mantra de la bajada de impuestos como Casado se empecinaba en que Europa retirara los 140.000 millones de euros en ayudas y subvenciones a nuestro país. Uno y otro parecen diferentes, pero por dentro están hechos de la misma pasta.

Al término de la reunión, ya en los jardines de Moncloa, el jefe de la oposición fue críptico: “Reunión cordial, pero mucho menos fructífera de lo que me hubiese gustado”. Luego se metió en el coche, saludó y hasta otra. España puede esperar a que él sea presidente.

Viñeta: Artsenal

EL CORDÓN SANITARIO


(Publicado en Diario16 el 7 de abril de 2022)

Feijóo llega a la Moncloa con una serie de exigencias bajo el brazo para Pedro Sánchez. Mala forma de comenzar. Trazar líneas rojas, entre ellas una drástica bajada de impuestos (condición irrenunciable para el líder gallego) supone colocar una barrera previa que dificultará notablemente el diálogo. La oposición es la oposición, no puede pretender ejercer como Gobierno en la sombra por mucho que esté alimentando el malestar en las calles con huelgas patronales como la del transporte. A una negociación hay que ir con la cabeza limpia de prejuicios, los oídos limpios de cera para entender al interlocutor y el espíritu pleno de talante y buena predisposición. Lo contrario es hacer el paripé, el postureo, un teatrillo valleinclanesco, algo a lo que está acostumbrado Feijóo tras cuatro años de mayorías absolutas en su feudo.

Los asuntos que vayan a tratar Sánchez y el sucesor de Pablo Casado son todos trascendentes para el país. Pero hay uno que debería figurar, sin duda, en el preámbulo de la agenda, en lugar preferente y marcando toda la entrevista: ¿qué hacer con Vox? Ayer mismo, sin ir más lejos, el diputado ultraderechista José María Sánchez comparó al presidente del Gobierno con Adolf Hitler y al ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, con Joseph Goebbels, ideólogo del nazismo. Y lo hizo en sede parlamentaria, convirtiendo la gran casa de la soberanía nacional en una embarrada barraca de feria donde se puede soltar cualquier patochada entre los efluvios del alcohol. Fue una de las peores infamias que se hayan escuchado nunca en el hemiciclo. Ningún país auténticamente democrático debería consentir semejante espectáculo denigrante. Un fascista dando lecciones de democracia, la consumación final del mundo al revés que pretende instaurar Vox. Mientras tanto, ¿qué hacían sus señorías del Partido Popular? Callaban como tumbas. Se comportaron como sepulcros blanqueados que dicen defender la libertad y el Estado de derecho frente a la tiranía autoritaria pero que a la hora de la verdad se rilan, miran para otro lado y guardan un ominoso silencio ante el matón verde que impone su ley de violencia verbal en el Parlamento. Ayer los diputados populares perdieron una oportunidad histórica para retratarse como auténticos demócratas. Para desgracia nuestra, no dijeron basta a la barbarie trumpista de Vox. Callando otorgaron, enmudeciendo consintieron y dando por buena la agresión dialéctica de los ultras se situaron claramente al margen de las reglas del juego y de lado del fascismo. ¿Qué ha dicho Feijóo sobre el nauseabundo espectáculo que dio el tal José María Sánchez García? Hasta donde se sabe, nada. Mutis total.

El nuevo dirigente del PP se ha construido un arquetipo, el del estadista moderado, que de momento puede funcionarle. Pero por Oscar Wilde sabemos que el hombre nunca es sincero cuando interpreta su propio personaje. “Dale una máscara y te dirá la verdad”, decía el poeta. Feijóo no está siendo del todo franco con los españoles. Esa pátina de centrista, ese disfraz de nuevo Suárez de la Segunda Transición, no concuerda con sus actos. Está muy bien que llegue a Moncloa con una carpetilla en el sobaco repleta de documentos sobre la inflación, el precio de la gasolina, la reforma fiscal, la renovación del Poder Judicial (este punto lo lleva tachado con típex, le interesa seguir controlando la Justicia desde detrás) y otras cuestiones relacionadas con las “cosas del comer de los españoles”, como le gusta decir a él. Pero antes de entrar a negociar nada con Sánchez, antes de decidir sin votará sí o no al Decreto Ley sobre medidas de guerra, Feijóo debería mirarse al espejo y preguntarse si le parece digno seguir de la mano de un partido fascista que promueve el odio por el odio sin más programa político. Vox ha llegado a las instituciones para dinamitar el sistema democrático desde sus entrañas. No le gusta el Estado de las autonomías, son claramente euroescépticos, promueven una “guerra cultural” nefasta para la convivencia y se sienten fascinados por regímenes autoritarios (hasta hace cuatro días Abascal estaba enamorado del “presidente Putin”, hoy le da la espalda porque tenerlo como amigo daña la reputación y es malo para el negocio). Ese es el gran tema que tiene en vilo a la nación. Ese y no otro debe ser el punto de partida de las conversaciones Gobierno-oposición.

Feijóo debería llegar al palacio presidencial con una idea clara sobre lo que piensa hacer con el león que tiene enjaulado en el jardín, ya que la democracia española está seriamente amenazada. El peligro de que España acabe derivando en un país autoritario de la cuerda de Hungría o Polonia es más que real. Un hombre que aspira a ser presidente del Gobierno debería empezar por ahí, por hacer análisis, examen de conciencia y preguntarse a sí mismo: ¿qué tipo de hombre soy? ¿Sabré estar a la altura del momento histórico para el que he sido llamado? ¿Merece la pena alimentar al monstruo a cambio de cuatro alcaldías y gobiernos regionales o sería más honesto y coherente ponerle un cordón sanitario al endriago? En definitiva, lo que Feijóo debe plantearse en su psicoanálisis particular consigo mismo es si está dispuesto a ser un demócrata de bien, decente y aseado, o un oportunista dispuesto a todo con tal de llegar al poder. Después de responder a esas preguntas ya podemos hablar de la inflación, de las armas para Ucrania y del precio de las legumbres. Pero primero que resuelva el dilema, que se lo explique a Pedro Sánchez y que se lo aclare a todos los españoles. Estamos escuchando con sumo interés.  

Viñeta: Iñaki y Frenchy

LOS PANFLETEROS DE PUTIN

(Publicado en Diario16 el 7 de abril de 2022)

Algo le han echado al agua. No cabe otra hipótesis para explicar que cada día más españoles se dejen seducir por el negacionismo rampante. La última marcianada que se propaga como la pólvora a través de las redes sociales es que los malos de esta guerra son los ucranianos. Acabáramos. Esa gente estaba en sus casas tan tranquilamente, unos plantando semillas de girasol, otros a sus cosas, en la oficina o en sus quehaceres diarios, cuando de repente empezaron a lloverles misiles del cielo y aparecieron tanques, soldados y unos caníbales barbudos del Grupo Wagner como salidos de Mad Max dispuestos a rebanar cabezas sin preguntar. Un infierno sin comerlo ni beberlo.

Después de la invasión, donde había vida hoy solo hay un infierno de ruinas, polvo y destrucción. Ciudades enteras han quedado arrasadas, las centrales nucleares han estado a punto de volar por los aires (enviando medio planeta al garete) y millones de ucranianos han tenido que salir corriendo de sus hogares, con lo puesto, buscando refugio en otros países. En algunas localidades como Kiev la gente tiene que dormir en las estaciones de metro. Otras como Mariúpol o Bucha han sido cruelmente sitiadas, sometiéndose a sus habitantes a crueles penalidades como la falta de alimentos, agua y luz. O sea, condenados a morir como ratas en un gueto infecto como no se veía desde los tiempos de los campos de exterminio nazis. Todo ello por no hablar de las guarderías bombardeadas, los teatros dinamitados y los hospitales de maternidad reducidos a escombros con mujeres y niños en su interior.

Tales masacres las conocemos por los corresponsales de guerra acreditados sobre el terreno (a cada uno habrá que ponerle el debido monumento por su valor y por habernos contado de primera mano lo que está ocurriendo allí). Las imágenes del horror y la destrucción que nos llegan vía satélite son suficientes como para entender que los rusos han asesinado a miles de personas en su macabra operación de limpieza étnica, una solución final ordenada por Putin al más puro estilo hitleriano.

Sin embargo, pese a todo ese espectáculo sangriento que, no lo olvidemos, ha sido retransmitido en directo por las grandes cadenas de televisión, hay algunos que tratan de convencernos de que los malos de esta película son los invadidos. Es decir, los invasores no han hecho nada reprochable, ellos pasaban por allí y decidieron darse un paseo militar por el país para charlar un rato, amistosamente, con aquella pobre gente. La realidad no es lo que estamos viendo con nuestros propios ojos a través de la pantalla del televisor, sino lo que los generales de Putin, personas honradas y sinceras, nos cuentan cada día. Son los ucranianos los que se han confabulado para montar un teatrillo de variedades, un vodevil, y atraer la atención mundial. Así, algunos se hacen los muertos en la calle muy convincentemente; otros se visten como desarrapados aparentando llevar días sin comer; y los hay que beben agua enlodada de las alcantarillas interpretando un papel magistral. En cuanto a los que mueren despanzurrados por un morterazo en las colas del pan, otro montaje de Hollywood y de Joe Biden. Todo es mentira, una vulgar patraña, dicen el alto mando ruso y sus panfleteros a este lado de la guerra.

Según los negacionistas del genocidio ucraniano, los rusos son unos caballeros educados que dan los buenos días antes de disparar, violar o descuartizar a alguien a machetazo limpio. Los malvados nazis de esta historia son los otros, los atacados, las víctimas, los que no tienen derecho a la legítima defensa, los que hasta hace poco vivían una vida tranquila, feliz y en paz sin meterse con nadie pero que ahora, aburridos porque Bruselas y la OTAN no les hacía caso, han decidido entretenerse un rato incendiando sus campos, reduciendo a cenizas sus hermosas ciudades y matándose entre ellos. Los invasores no hacen nada malo ni delictivo, qué va hombre, si hasta se bajan de los tanques para invitar a un chupito de vodka a los lugareños que les caen simpáticos y se declaran prorrusos de toda la vida.

Los ucranianos, como están gobernados por un gran actor, son unos expertos en las grandes superproducciones en plan Bronston y en cinco minutos, a base de colocar cartón piedra y decorados muy bien construidos, convierten la floreciente ciudad de Mariúpol en la nueva franja de Gaza europea. Un ruso puede acribillar a balazos a un vecino de Kiev porque para eso es ruso. Ahora bien, que no se le ocurra al nuevo David darle una pedrada al enemigo Goliat para defender su vida porque eso será un atentado a las más elementales normas de la Convención de Ginebra. Por supuesto, los tanques y baterías de Moscú tienen licencia para dejar las ciudades sometidas lisas y allanadas a bombazo limpio, pero cuando el ejército de Zelenski logra colocar un proyectil en territorio contrario, ay amigo, eso es intolerable.  

Ayer mismo, en el programa de Carlos Herrera, el embajador de la Federación de Rusia en España, Yuri Korchagin, dio una muestra más del cinismo negacionista que se propaga como un cáncer por todo el mundo y que algunos compran ciegamente. El diplomático de Moscú aseguró que la matanza de civiles de Bucha es un “montaje” que busca desprestigiar al Ejército ruso y reclamó una investigación “independiente” para esclarecer lo ocurrido tras la salida de las tropas rusas, que no han hecho daño a nadie y solo pasaban por allí. Este tío es un fenómeno. Si por él fuera, sentaba a los cadáveres de miles de ucranianos masacrados en el banquillo de la Corte Penal Internacional y los acusaba de crímenes de lesa humanidad. ¿Cómo se les ocurre a los invadidos defenderse de los invasores? ¿A dónde vamos a ir a parar? ¿Qué mundo estamos creando cuando una superpotencia mundial ya ni siquiera puede entrar a saco en un país, criminalmente, para reducirlo a la categoría de aldea prehistórica repleta de habitantes famélicos, aterrorizados y en taparrabos? Un poquito de por favor, oiga usted.

Con todo, lo peor no es la propaganda tóxica que llega a Occidente desde el búnker secreto de Putin. Mucho más asqueroso y nauseabundo es que aquí, al otro lado de la frontera con las autocracias del este, en una democracia europea, haya tipos y tipas que ejercen de presuntos periodistas y que estos días se dedican a propagar sin pudor el bulo de que el holocausto ucraniano es un fraude. Durante su comparecencia en el Congreso de los Diputados, Zelenski acertó de pleno al comparar la inmensa tragedia que sufre su pueblo con el bombardeo de Gernika. “Estamos en abril de 2022, pero parece que estamos en abril de 1937, cuando el mundo se enteró del ataque a vuestra ciudad”, alegó el bravo líder de la resistencia ucrania durante su intervención por videoconferencia ante las Cortes españolas. El símil era demasiado jugoso como para que la caverna lo dejara escapar sin darle la vuelta practicando su vomitivo revisionismo histórico al más puro estilo goebelsiano/fascista. Abascal jugó a su habitual sarcasmo al asegurar que Zelenski habría estado “más acertado al hablar de Paracuellos”, mientras la periodista María Jamardo, en el programa de Sonsoles Ónega, aseguró que “ni el que bombardeaba [Gernika] era malo, ni los bombardeados eran tan buenos”. Lo dicho: algo le han echado al agua que cada vez hay más fumados.

Viñeta: Iñaki y Frenchy

LA MATRACA DE FEIJÓO

(Publicado en Diario16 el 6 de abril de 2022)

Feijóo espera conocer las propuestas económicas de Pedro Sánchez para trazar su estrategia política. Un gallego nunca da un paso en falso sin calcular previamente las consecuencias. Si no lo tiene claro se queda quieto, como un boj, antes que equivocarse. Ya lo dijo Cela: el que resiste gana, no hace faltar mover ficha. Recuerde el lector de esta columna que Mariano Rajoy nunca tomaba una decisión que le supusiera un mínimo riesgo. Pensó que así, sin hacer nada, dejando que todo se pudriera, se resolvería el problema de Cataluña. Y miren ustedes cómo terminó aquello.

El jueves, el nuevo dirigente del PP llegará a su crucial entrevista con el presidente del Gobierno como una de esas plantas carnívoras que desde el quietismo es capaz de devorar al primer insecto incauto que se pose en ella. Sánchez puede ser ese insecto. Feijóo pisará por primera vez la Moncloa, se sentará a la mesa, verá, escuchará y actuará en consecuencia. De momento, ya le ha lanzado un primer aviso al premier socialista: “¿Usted quiere el apoyo del PP? ¿Está dispuesto a atender algunas de las propuestas que le hagamos para mejorar el decreto ley del Plan Nacional?”. Y añade: “Si Sánchez quiere que apoye sus medidas económicas, tendrá que aceptar alguna de nuestras sugerencias. No puedo aprobar un real decreto que dice que es por la crisis de Ucrania”, asegura Feijóo.

El hombre que tomó las riendas del partido en el reciente Congreso Extraordinario del PP celebrado en Sevilla irá con varias exigencias económicas bajo el brazo. La primera: que el Gobierno baje los impuestos para contrarrestar la inflación y que asuma esa medida en el Plan Nacional, que es casi un bando para implantar una economía de guerra. Esa es la receta mágica de Feijóo para sacar al país de la crisis. Es de primero de manual del buen neoliberal. El problema es que, bajando los impuestos, tal como sugiere el señor que va de Suárez gallego, el Estado recaudará menos y tendremos peores servicios públicos, peor sanidad, peor educación y peores prestaciones sociales. La pérdida de poder adquisitivo de los trabajadores no viene dada solo por un salario precario, también por no poder disfrutar de las ventajas de un Estado de bienestar fuerte y robusto.

Sánchez no debería tragar con la oferta envenenada del jefe de la oposición. El acuerdo en las grandes cuestiones de Estado entre los dos principales partidos españoles no puede sustentarse en la imposición, tal como pretende hacer Feijóo. De momento, el Gobierno de coalición ya ha aprobado el Real Decreto en el seno del Consejo de Ministros. PSOE y Unidas Podemos parecen estar de acuerdo en que no habrá rebajas fiscales de ningún tipo. Es más, Pablo Echenique ha vuelto a insistir en las últimas horas en que cualquier reforma fiscal debe pasar necesariamente por una subida de impuestos a los ricos y a las rentas superiores a los diez millones de euros. Así las cosas, la primera condición se antoja un escollo insuperable. Si Sánchez aceptase esa exigencia, esa amnistía tributaria que solo beneficia a los que más tienen, el Gobierno de coalición saltaría por los aires.

La segunda partida de póker que se celebrará en Moncloa tendrá que ver con la posible renovación del Consejo General del Poder Judicial. Los altos cargos jurisdiccionales llevan más de tres años caducados y prorrogados, lo que supone un flagrante incumplimiento de la Constitución. A Núñez Feijóo no le parece un asunto prioritario. Es más, cree que “no es el momento” de sentarse a negociar el reparto de sillones en los órganos de Gobierno de los jueces en medio del vendaval económico que arrecia contra España. De confirmarse esta desidia del gallego en un asunto tan trascendental como el desbloqueo de la Justicia podríamos decir que el casadismo no ha muerto, ya que Pablo Casado hizo de la parálisis en la renovación de la cúpula de la judicatura su principal ariete contra el Gobierno de coalición. 

Pero hay un tercer escollo que podría enturbiar las relaciones Gobierno/oposición: ¿qué piensa hacer Feijóo con Vox? Aparentemente el nuevo líder popular ha optado por una directiva nacional moderada, arrinconando a los ayusistas y a los duros de Casado. Así al menos se desprende de su decisión de recuperar a viejas glorias que ya estuvieron en los equipos de gobierno de Mariano Rajoy. Ahora bien, en pocos días el presidente de Castilla y León, Alfonso Fernández Mañueco, será investido tras aceptar un infame pacto de coalición con la extrema derecha de Santiago Abascal. Fuentes de Génova 13 aseguran que Feijóo no tiene demasiado interés en acudir a esa boda execrable que hasta los populares europeos han tachado de decepcionante. “Iré si mi agenda me lo permite”, ha asegurado a sus huestes el presidente del PP. Es evidente que Feijóo pretende poner tierra de por medio con Vox. La prueba de que ha perdido la confianza en Mañueco tras el pacto de la vergüenza de Castilla y León es que lo ha dejado sin cargo en la dirección nacional del partido. Sin embargo, el acuerdo del PP con la ultraderecha sigue estando ahí, vivo y coleando. Feijóo no lo ha roto ni ha manifestado intención alguna de romperlo. En ese contexto, se hace difícil entender que el Gobierno pueda pactar nada con un Partido Popular que va de la mano de los nostálgicos franquistas. Hoy en día, le guste o no a Alberto Núñez Feijóo, pactar con el PP es hacerlo con los herederos de Franco. Aquella afirmación de Moncloa –“se le dará [a Feijóo] el papel de Estado que asegura que viene a desempeñar”– se antoja ciertamente imposible apenas unas horas antes de que se celebre la histórica entrevista entre los dos personajes en los que parece recaer el futuro inmediato del país.

Viñeta: Artsenal

LA GRAN COALICIÓN

(Publicado en Diario16 el 6 de abril de 2022)

Tras el nombramiento de Alberto Núñez Feijóo como presidente del Partido Popular se abre un nuevo tiempo en las relaciones entre Gobierno y oposición. Atrás queda el “no a todo”, el bloqueo por sistema y la parálisis institucional que Pablo Casado impuso como estrategia política y que le llevó, entre otros motivos, a su defenestración como profesional de la política. Y no será porque no se lo avisaron: hasta Mariano Rajoy, en su libro Política para adultos, le estaba lanzando señales advirtiéndole de que con la táctica de la crispación y la pataleta infantil iba por mal camino. Pero no hemos venido a hablar hoy de Casado, sino de Feijóo, la gran esperanza blanca de los populares.

De momento, el nuevo jefe de Génova ya ha anunciado que será senador para poder confrontar con Pedro Sánchez en el Parlamento nacional (no posee escaño de diputado, así que el Congreso lo tiene vetado). Uno y otro se verán las caras en el Senado pero está por ver cómo serán las relaciones personales, entre bambalinas, entre el gallego y Sánchez. Ya se sabe que, por encima de programas e ideologías, está el feeling, el factor humano, eso que llaman el trato piel a piel. En principio, ambos personajes deberían entenderse sin demasiadas dificultades en la mayoría de las grandes cuestiones de Estado. Por mucho que diga Santiago Abascal, Sánchez no es un peligroso comunista sino más bien un socialista edulcorado que carga hacia el centro, un buen chico que trata de llevarse cordialmente con el Íbex, con la banca y con los poderes fácticos. Por su parte, Feijóo tampoco es un intransigente ni un sectario o hooligan como podía serlo Casado, sino alguien que entiende la política como el ejercicio de la negociación, el acuerdo y el pacto. Hasta tiene amigos sindicalistas del PCE, tal como él mismo reconoció durante su discurso de investidura en el reciente XX Congreso del Partido Popular de Sevilla. La idiosincrasia pactista la lleva de serie el nuevo jefe de la oposición, que obviamente defenderá lo suyo, esto es, iniciativa privada por encima del Estado de bienestar, libre mercado a calzón quitado y el menor intervencionismo estatal posible. Los gallegos han probado el filo de la navaja que se gasta en no pocos recortes, sobre todo en Sanidad.

En numerosos asuntos ambos líderes están condenados a entenderse, aunque en otros puntos las distancias serán insalvables y probablemente nunca queden para firmar nada. Desde Moncloa se ha filtrado que Sánchez respeta la figura política de su antagonista, al que ve como un peligroso rival. El barón popular viene de ganar cuatro elecciones por mayoría absoluta en Galicia, algo que él todavía no ha conseguido. Por algo será. A su vez, Feijóo ya ha advertido de que no está para insultar al presidente del Gobierno, sino para ganarle en las urnas. Ergo se impone el juego limpio, el fair play y una relación cordial y normalizada según corresponde a dos figuras de talla como son el jefe del Ejecutivo y el de la oposición. Alguna que otra noticia nos va dando pistas de que la entronización de Feijóo obedece al deseo de los poderes fácticos de que se construya una Gran Coalición PSOE/PP (una vez liquidado Unidas Podemos), lo cual sería tanto como una especie de refundación del bipartidismo del Régimen del 78, bastante maltrecho en los últimos años en los que se han ido aparcando las grandes reformas que necesita el país. La patronal está loca por la música y por alcanzar la ansiada estabilidad, requisito imprescindible para el buen fluir del dinero.

De momento, el encuentro previsto este jueves debería servir para empezar a acercar posturas. ¿Qué se puede esperar de ese contacto inicial? La primera cuestión a debatir será, sin duda, la guerra en Ucrania. Lo más probable es que Feijóo traslade al presidente el total apoyo del PP para que tome las decisiones que crea pertinentes, entre ellas el envío de material humanitario y armas a la población ucraniana. Por tanto, ningún problema en política exterior en un momento trascendental para el futuro de la humanidad. Uno y otro saben que el tablero lo marca la Unión Europa y la OTAN, así que España no puede hacer otra cosa que estar a lo que dicten los organismos supranacionales en los que está encuadrada. Si Pablo Casado siguiera siendo, hoy por hoy, el presidente del PP, otro gallo cantaría. Ya estaría acusando a Sánchez de ser el causante de la guerra y pidiéndole la dimisión por comunista, felón, amigo de genocidas y putinesco. Esa era la táctica del inventor del casadismo: a Sánchez ni agua, se le acusa de todos los males de la humanidad y a otra cosa. Afortunadamente para el país, esa forma de hacer política basada en la crispación constante forma parte del pasado.

Lo más probable es que entre Sánchez y Feijóo haya concordancia y sintonía en política exterior, de modo que Ucrania dará para cinco minutos tras las presentaciones de rigor, los comentarios sobre el tiempo y el apretón de manos. A partir de ahí empezará la auténtica partida de póker a cara de perro, o sea el órdago por las cosas del comer, la crisis, la tormenta perfecta que marca la política nacional, en fin. Ahí es donde empezarán las fricciones. Sobre la mesa hay una agenda de temas inaplazables que deben tratarse sí o sí: inflación, reforma fiscal y educativa, huelga del transporte, abusos de las compañías energéticas, medidas contra el gas ruso, desigualdad, renovación del Consejo General del Poder Judicial y otras materias. La economía va a marcar lo que quede de Legislatura, el futuro del Gobierno y también el destino del PP, que parece repuntar en las encuestas (ya se dice que de celebrarse elecciones hoy podría formar gobierno con Abascal). Casi con toda seguridad, uno de los grandes asuntos será Vox. Sánchez pedirá al jefe de la oposición que le ponga un cordón sanitario al partido ultra, tal como hace la derecha clásica europea. Ayer, Feijóo apuntó por dónde pueden ir los tiros en ese aspecto. “No voy a calificar a partidos políticos, tengo todo el respeto por los líderes españoles, incluido Santiago Abascal”. Ni sí, ni no. O sea, a la gallega.   

Viñeta: Iñaki y Frenchy

PESTE DE NEGACIONISTAS

(Publicado por Diario16 el 5 de abril de 2022)

El mundo contempla el horror de la ciudad de Bucha tras la retirada de las tropas rusas. El grado de salvajismo e inhumanidad recuerda en buena medida a las escenas que se vivieron en la Europa ocupada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Decenas de cuerpos maniatados y desperdigados por las calles, cadáveres descompuestos y apilados en los sótanos de las casas, víctimas con evidentes signos de tortura, algunos de ellos niños. Ya se han recuperado los restos de al menos trescientas personas. En Mariúpol la barbarie puede alcanzar niveles aún más espantosos e intolerables y según cálculos de las organizaciones humanitarias han podido ser exterminadas más de 5.000 personas. La ciudad, que ha quedado completamente devastada por las bombas de Putin, se ha convertido en el gran símbolo de las atrocidades perpetradas por el sátrapa del Kremlin.

El infierno en la Tierra vuelve a aparecer ante nuestros ojos. La opinión pública internacional va sabiendo, con cuentagotas, qué es lo que ha sucedido en las ciudades ucranianas asediadas en las últimas semanas. Bruselas se prepara para imponer nuevas sanciones y los diplomáticos rusos son expulsados de las principales ciudades de Occidente. Las pruebas de gravísimos crímenes contra la humanidad se acumulan a cada minuto que pasa. Ante esta catástrofe humanitaria, las autoridades rusas se defienden alegando que todo es un montaje, un teatro de variedades, mientras que los asesinados serían simples actores o figurantes y las imágenes de cuerpos mutilados y amontonados por doquier escenas de una macabra película dirigida por Zelenski, el gran comediante del Hollywood ucraniano.

Las coartadas que pone el Kremlin son calcadas a las que en 1945 argumentaron los jerarcas del Tercer Reich para defenderse durante los juicios de Núremberg. Cuando los fiscales aliados apagaron las luces de la sala de sesiones y proyectaron las horrendas imágenes de los campos de concentración alemanes, algunos procesados nazis que habían colaborado estrechamente con Hitler sonrieron con jactancia alegando que todo aquello no era más que un montaje de los norteamericanos. Fue entonces cuando nació la teoría negacionista del holocausto, embrión de las disparatadas confabulaciones que estamos padeciendo en la actualidad. En Núremberg se propagó la descabellada idea que el régimen hitleriano jamás aniquiló a seis millones de judíos, que las cámaras de gas no eran más que un decorado de cartón piedra, cuando no un mito, y que todas las víctimas fueron consecuencia de una guerra, no de la persecución étnica sistemática ni del asesinato masivo planificado por el Estado totalitario. Incluso se difundió el bulo de que Hitler –el hombre que desde 1933 había lanzado incendiarios discursos antisemitas desde la tribuna de oradores (llegando a proponer la Solución Final para acabar con el pueblo judío al que consideraba enemigo de la raza aria)–, era en realidad un amable protector de los hebreos. Millones de idiotas en todo el mundo creen fervientemente, en pleno siglo XXI, que esa es la verdad y no lo que cuentan los libros de historia.

Hoy las mismas mentiras se propagan como la pólvora en las redes sociales, gran maldición de nuestro tiempo. La propaganda pro Putin, eficazmente trabajada por los bots y hackers de Moscú, ha vuelto a plantar la semilla del cinismo como en su día lo hicieron los nazis. Y un amplio sector de la población está cayendo peligrosamente en el negacionismo del genocidio ucraniano al igual que generaciones anteriores, con el coco comido por los panfletos de Goebbels, cayeron en el negacionismo del holocausto judío.

En Facebook y Twitter circulan bulos de todo tipo, como que los corresponsales de guerra europeos que trabajan sobre el terreno están pagados y a sueldo de Joe Biden. Hablamos de personas propensas a tragarse cualquier gallofa o teoría de la conspiración por diferentes motivos, como la necesidad de reforzar su ideología política (negacionismo doctrinario típico de la extrema derecha); por necesidad de llamar la atención al creer que el resto de la gente no les quiere (negacionismo acomplejado, nervioso o depresivo); por aparentar que son mentes superiores a las demás cuando en ocasiones no han terminado ni el bachillerato (negacionismo narcisista u onanista); por incultura o desinformación (negacionismo paleto o ágrafo); porque las voluntades más frágiles son las que suelen caer en las peores sectas destructivas (negacionismo adictivo o cuelgue lisérgico); o por simple falta de empatía o sensibilidad (hay elementos a los que les gusta especular con el genocidio de miles de personas, con el sufrimiento, el horror y la barbarie de la guerra porque les produce un extraño y enfermizo placer; a estas se las podría encuadrar en lo que llamamos negacionismo psicopático). Luego están los que fantasean con la verdad, que encajaría en una especie de negacionismo de desfaenados, es decir, individuos que tienen mucho tiempo libre y lo malgastan de mala manera leyendo revistas esotéricas o viendo la televisión amarilla de madrugada.

Por supuesto, también los hay que están totalmente convencidos de que soltando burradas en las redes sociales tendrán muchos likes, aumentarán su popularidad y el tráfico en su canalillo de Youtube, lo cual siempre es bueno para el negocio y más en tiempos de hambre. Estos son emprendedores del negacionismo que aspiran a ser como Ibai Llanos y a que Bertín Osborne o Jordi Évole (según de qué pata política cojeen) los llame algún día para la gloriosa entrevista en programas de máxima audiencia. Es lo que se conoce como negacionismo mercantil o negacionismo de pelotazo (también negacionismo de famosete frustrado o con ínfulas), que al propugnar la muerte de la verdad no deja de incurrir en una suerte de corrupción social. Todo por el gran show de la provocación. 

Sin embargo, la mayoría de los negacionistas caen en estas corrientes oscuras y paranoicas de pensamiento única y simplemente porque les produce pánico aceptar la verdad tal como es y porque la realidad les infunde un pavor insoportable (este sector, el del negacionismo infantil, podría tener una disculpa al tratarse de almas cándidas, ingenuas, que se construyen sus propios mundos interiores para que los adultos no les hagan daño). No son violentos trumpistas abascalianos ni nada por el estilo, de hecho, la política les aburre soberanamente. Tan solo intentan huir de un universo que no comprenden y que los traumatiza sin sentido. En general, el negacionismo es síntoma de la neurosis colectiva, del desastre que ha supuesto el posmodernismo, de la liquidación de los nobles valores humanistas de la Ilustración (ya pasados de moda), de la decadencia de Occidente y del fracaso del modelo capitalista de la sociedad de consumo.

De esta manera, cada vez que estalla un acontecimiento mundial de trascendencia histórica surgen negacionistas de todo tipo. Así, Elvis está vivo; el nazismo fue un régimen de paz y prosperidad (también el franquismo); el 11S fue un atentado de falsa bandera organizado por George Bush; la Tierra es plana porque la ciencia nos engaña; el temporal Filomena una alegre lluvia de confetis que se le fue de las manos al alcalde Almeida; el volcán de la Palma una película de sábado tarde; la pandemia una gran mentira orquestada por las élites que beben la sangre de los niños; y la guerra de Ucrania sencillamente no existe porque Putin es un gran hombre y el genocidio (con el consiguiente éxodo de millones de refugiados) debe obedecer a una maquiavélica invención de la CNN. Paciencia es lo que necesitamos para saber llevar a estos raros marcianos. Mucha paciencia.

Viñeta: Currito Martínez

EL AUGE DE VOX

(Publicado en Diario16 el 5 de abril de 2022)

Con Feijóo aterrizando en el PP, con la calle acorralando a Sánchez y con la crisis económica golpeando con fuerza a las clases más vulnerables, cabe preguntarse: ¿ha tocado techo la extrema derecha o por el contrario aún puede seguir ampliando su granero de votos entre las masas indignadas y desencantadas? Los más optimistas creen que el suflé ultra empezará a deshincharse ahora que el PP remonta en las encuestas. Los más agoreros advierten de que el fenómeno posfascista español no ha hecho más que echar a andar. Para empezar, la principal incógnita todavía no se ha despejado: saber cuál es el perfil ideológico del votante de Vox. Resulta difícil creer que en este país hay cuatro millones de personas que votan autoritarismo y fascio por ideales reaccionarios, por pura convicción o porque añoran tiempos pasados que no vivieron. Y sin embargo, puede ser que eso esté pasando, tal como ya ocurrió en los años 30 del pasado siglo.

La formación de Santiago Abascal se nutre en buena medida de simpatizantes jóvenes de entre 20 y 35 años, muchos de los cuales, es cierto, ni siquiera saben quién fue Franco. Lo que mueve a este segmento de población seducido por los cantos de sirena voxistas tiene que ver con la rabia contra un sistema que los ha dejado en la cuneta, sin trabajo y sin futuro. Las últimas encuestas dan una fuerte subida al partido verde, por encima incluso del 20 por ciento, un auténtico drama para un país que sigue peligrosamente los pasos de otros estados europeos autocráticos como Hungría y Polonia donde la extrema derecha se ha implantado, ha echado raíces y amenaza con gobernar durante décadas. Estos días algunos líderes de Vox se muestran eufóricos y confiados cuando se les pregunta en petit comité cómo valoran la situación actual del partido. “Da igual al candidato que pongamos, Abascal, Olona o Espinosa de los Monteros. Si colocáramos a un mono al frente de nuestra formación seguiría votándonos cada vez más gente”, aseguran fuentes del grupo ultraderechista. La dramática pesadilla que en su día profetizó Trump (“podría salir a la calle y disparar contra la gente y me seguirían votando”) ha terminado por hacerse realidad también en nuestro país.

Marzo ha sido el mejor mes en la corta vida de Vox y probablemente el peor en lo que va de Gobierno de coalición. La huelga de transportistas por la subida en el precio de los carburantes (promovida e instrumentalizada por una sospechosa plataforma de camioneros próxima a los postulados e ideas de la extrema derecha) ha puesto contra las cuerdas a Moncloa. Al comienzo del conflicto, y con el pretexto de que los paros eran convocados por piquetes fascistas incontrolados, Sánchez y sus ministros se negaron a sentarse a dialogar, y mucho menos a negociar nada, con ese sindicato vertical nacido y cocido en el odio de las redes sociales. Pero a medida que el país se paralizó, y los alimentos de primera necesidad empezaron a escasear en los supermercados y grandes superficies, el jefe del Ejecutivo tuvo que dar su brazo a torcer y terminó reuniéndose con ellos. Fue una gran victoria de los ultras y una derrota sin paliativos del Gobierno. Mientras tanto Abascal, desde la tribuna de oradores de las Cortes, acusaba a la izquierda de propagar el hambre y la miseria en España, un mantra que se extiende como la pólvora por cada rincón de la piel de toro.

Esa misma semana, el ministro Albares anunciaba que nuestro país reconocía el plan de Mohamed VI para convertir el Sáhara Occidental en un territorio autónomo bajo soberanía del Reino de Marruecos. Vox se apresuró a sacar tajada de la histórica traición de Sánchez al pueblo saharaui (ordenada desde Washington) y promovió una feroz campaña antimarroquí identificada con el miedo a perder Ceuta y Melilla y a una supuesta invasión de inmigrantes magrebíes en la frontera sur. Primero la demagogia populista del socialismo que le roba el pan a los españoles; después la xenofobia contra el enemigo que viene de África. En apenas treinta días, Vox ha vuelto a ampliar su cosecha de votos. Cada vez que estalla una crisis salen franquistas de debajo de las piedras. A esta hora la sensación que queda es que el PSOE (también Unidas Podemos) ha perdido la batalla crucial contra el fascismo de nuevo cuño, que gana enteros en las encuestas a medida que avanza la convulsa Legislatura y crece el malestar popular por la crisis galopante que parece haberse enquistado sin remedio.

Mientras todo esto sucedía, Alberto Núñez Feijóo accedía a la presidencia del PP como nuevo jefe del primer partido de la derecha tradicional. El pasado fin de semana, el nuevo dirigente presentaba su programa durante el XX Congreso Extraordinario del Partido Popular, donde sacó a relucir su perfil más pactista, moderado y dialogante, marcando distancias con Vox. “Dejemos de repartir carnés de patriotas, aquí caben todos”, dijo en un claro desafío a Abascal y también a ese sector del propio PP que, de la mano de Pablo Casado, se ha ido escorando a la derecha en los últimos años. La apuesta por la diferenciación con respecto a los ultras, tratando de recuperar los votos perdidos, es sin duda una jugada arriesgada de Feijóo. Sin embargo, aunque es probable que el gallego pueda pescar en los caladeros del PSOE, del moribundo Ciudadanos y de otros espacios del centro, no parece que el votante popular que decidió romper con el partido y marcharse a Vox, el disidente disgustado con el blando marianismo calificado de “derechita cobarde”, vaya a retornar al PP a corto plazo. Para estos díscolos antisistema defraudados con la derecha convencional Feijóo es poco menos que un indepe que promueve la diversidad lingüística en España y un traidor a la patria por tender la mano a Sánchez y a sus socios separatistas en los grandes asuntos de Estado.

Por tanto, no es temerario pensar que el electorado de Vox es fiel, mucho más fiel incluso de lo que lo ha sido hasta hoy el votante del PP. Toda esa gente fascinada por la retórica franquista, por los símbolos fundacionales de la España racial, por la “batalla cultural” contra el feminismo, el inmigrante y el rojerío, se encuentra a gusto con el lisérgico y ácido proyecto verde y no piensa cambiar. Quien piense que Vox es un suflé que irá desinflándose con el tiempo, a medida mejore la situación económica, se equivoca. Los verdes joseantonianos nunca harán la crítica interna que ya han hecho por la izquierda otros partidos emergentes como Unidas Podemos, hoy al borde de la extinción. El votante voxista percibe que su proyecto se consolida y que incluso empieza a influir decisivamente en las políticas concretas de las comunidades autónomas en las que gobierna de alguna manera con el PP. Los nostálgicos cada día están más convencidos de que votar a Vox no es tirar el voto, sino gobernar de facto, ya sea en la sombra con pactos puntuales o en coalición a la vista de todos. Son el recambio de la derecha clásica tan agotada como la izquierda otoñal. Han llegado para quedarse. No han tocado techo todavía. Y eso es lo que más debe horrorizar a cualquier demócrata de bien.

Viñeta: Iñaki y Frenchy