(Publicado en Diario16 el 5 de abril de 2022)
Con Feijóo aterrizando en el PP, con la calle acorralando a Sánchez y con la crisis económica golpeando con fuerza a las clases más vulnerables, cabe preguntarse: ¿ha tocado techo la extrema derecha o por el contrario aún puede seguir ampliando su granero de votos entre las masas indignadas y desencantadas? Los más optimistas creen que el suflé ultra empezará a deshincharse ahora que el PP remonta en las encuestas. Los más agoreros advierten de que el fenómeno posfascista español no ha hecho más que echar a andar. Para empezar, la principal incógnita todavía no se ha despejado: saber cuál es el perfil ideológico del votante de Vox. Resulta difícil creer que en este país hay cuatro millones de personas que votan autoritarismo y fascio por ideales reaccionarios, por pura convicción o porque añoran tiempos pasados que no vivieron. Y sin embargo, puede ser que eso esté pasando, tal como ya ocurrió en los años 30 del pasado siglo.
La formación de Santiago Abascal se nutre en buena medida de simpatizantes jóvenes de entre 20 y 35 años, muchos de los cuales, es cierto, ni siquiera saben quién fue Franco. Lo que mueve a este segmento de población seducido por los cantos de sirena voxistas tiene que ver con la rabia contra un sistema que los ha dejado en la cuneta, sin trabajo y sin futuro. Las últimas encuestas dan una fuerte subida al partido verde, por encima incluso del 20 por ciento, un auténtico drama para un país que sigue peligrosamente los pasos de otros estados europeos autocráticos como Hungría y Polonia donde la extrema derecha se ha implantado, ha echado raíces y amenaza con gobernar durante décadas. Estos días algunos líderes de Vox se muestran eufóricos y confiados cuando se les pregunta en petit comité cómo valoran la situación actual del partido. “Da igual al candidato que pongamos, Abascal, Olona o Espinosa de los Monteros. Si colocáramos a un mono al frente de nuestra formación seguiría votándonos cada vez más gente”, aseguran fuentes del grupo ultraderechista. La dramática pesadilla que en su día profetizó Trump (“podría salir a la calle y disparar contra la gente y me seguirían votando”) ha terminado por hacerse realidad también en nuestro país.
Marzo ha sido el mejor mes en la corta vida de Vox y probablemente el peor en lo que va de Gobierno de coalición. La huelga de transportistas por la subida en el precio de los carburantes (promovida e instrumentalizada por una sospechosa plataforma de camioneros próxima a los postulados e ideas de la extrema derecha) ha puesto contra las cuerdas a Moncloa. Al comienzo del conflicto, y con el pretexto de que los paros eran convocados por piquetes fascistas incontrolados, Sánchez y sus ministros se negaron a sentarse a dialogar, y mucho menos a negociar nada, con ese sindicato vertical nacido y cocido en el odio de las redes sociales. Pero a medida que el país se paralizó, y los alimentos de primera necesidad empezaron a escasear en los supermercados y grandes superficies, el jefe del Ejecutivo tuvo que dar su brazo a torcer y terminó reuniéndose con ellos. Fue una gran victoria de los ultras y una derrota sin paliativos del Gobierno. Mientras tanto Abascal, desde la tribuna de oradores de las Cortes, acusaba a la izquierda de propagar el hambre y la miseria en España, un mantra que se extiende como la pólvora por cada rincón de la piel de toro.
Esa misma semana, el ministro Albares anunciaba que nuestro país reconocía el plan de Mohamed VI para convertir el Sáhara Occidental en un territorio autónomo bajo soberanía del Reino de Marruecos. Vox se apresuró a sacar tajada de la histórica traición de Sánchez al pueblo saharaui (ordenada desde Washington) y promovió una feroz campaña antimarroquí identificada con el miedo a perder Ceuta y Melilla y a una supuesta invasión de inmigrantes magrebíes en la frontera sur. Primero la demagogia populista del socialismo que le roba el pan a los españoles; después la xenofobia contra el enemigo que viene de África. En apenas treinta días, Vox ha vuelto a ampliar su cosecha de votos. Cada vez que estalla una crisis salen franquistas de debajo de las piedras. A esta hora la sensación que queda es que el PSOE (también Unidas Podemos) ha perdido la batalla crucial contra el fascismo de nuevo cuño, que gana enteros en las encuestas a medida que avanza la convulsa Legislatura y crece el malestar popular por la crisis galopante que parece haberse enquistado sin remedio.
Mientras todo esto sucedía, Alberto Núñez Feijóo accedía a la presidencia del PP como nuevo jefe del primer partido de la derecha tradicional. El pasado fin de semana, el nuevo dirigente presentaba su programa durante el XX Congreso Extraordinario del Partido Popular, donde sacó a relucir su perfil más pactista, moderado y dialogante, marcando distancias con Vox. “Dejemos de repartir carnés de patriotas, aquí caben todos”, dijo en un claro desafío a Abascal y también a ese sector del propio PP que, de la mano de Pablo Casado, se ha ido escorando a la derecha en los últimos años. La apuesta por la diferenciación con respecto a los ultras, tratando de recuperar los votos perdidos, es sin duda una jugada arriesgada de Feijóo. Sin embargo, aunque es probable que el gallego pueda pescar en los caladeros del PSOE, del moribundo Ciudadanos y de otros espacios del centro, no parece que el votante popular que decidió romper con el partido y marcharse a Vox, el disidente disgustado con el blando marianismo calificado de “derechita cobarde”, vaya a retornar al PP a corto plazo. Para estos díscolos antisistema defraudados con la derecha convencional Feijóo es poco menos que un indepe que promueve la diversidad lingüística en España y un traidor a la patria por tender la mano a Sánchez y a sus socios separatistas en los grandes asuntos de Estado.
Por tanto, no es temerario pensar que el electorado de Vox es fiel, mucho más fiel incluso de lo que lo ha sido hasta hoy el votante del PP. Toda esa gente fascinada por la retórica franquista, por los símbolos fundacionales de la España racial, por la “batalla cultural” contra el feminismo, el inmigrante y el rojerío, se encuentra a gusto con el lisérgico y ácido proyecto verde y no piensa cambiar. Quien piense que Vox es un suflé que irá desinflándose con el tiempo, a medida mejore la situación económica, se equivoca. Los verdes joseantonianos nunca harán la crítica interna que ya han hecho por la izquierda otros partidos emergentes como Unidas Podemos, hoy al borde de la extinción. El votante voxista percibe que su proyecto se consolida y que incluso empieza a influir decisivamente en las políticas concretas de las comunidades autónomas en las que gobierna de alguna manera con el PP. Los nostálgicos cada día están más convencidos de que votar a Vox no es tirar el voto, sino gobernar de facto, ya sea en la sombra con pactos puntuales o en coalición a la vista de todos. Son el recambio de la derecha clásica tan agotada como la izquierda otoñal. Han llegado para quedarse. No han tocado techo todavía. Y eso es lo que más debe horrorizar a cualquier demócrata de bien.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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