(Publicado en Diario16 el 7 de abril de 2022)
Algo le han echado al agua. No cabe otra hipótesis para explicar que cada día más españoles se dejen seducir por el negacionismo rampante. La última marcianada que se propaga como la pólvora a través de las redes sociales es que los malos de esta guerra son los ucranianos. Acabáramos. Esa gente estaba en sus casas tan tranquilamente, unos plantando semillas de girasol, otros a sus cosas, en la oficina o en sus quehaceres diarios, cuando de repente empezaron a lloverles misiles del cielo y aparecieron tanques, soldados y unos caníbales barbudos del Grupo Wagner como salidos de Mad Max dispuestos a rebanar cabezas sin preguntar. Un infierno sin comerlo ni beberlo.
Después de la invasión, donde había vida hoy solo hay un infierno de ruinas, polvo y destrucción. Ciudades enteras han quedado arrasadas, las centrales nucleares han estado a punto de volar por los aires (enviando medio planeta al garete) y millones de ucranianos han tenido que salir corriendo de sus hogares, con lo puesto, buscando refugio en otros países. En algunas localidades como Kiev la gente tiene que dormir en las estaciones de metro. Otras como Mariúpol o Bucha han sido cruelmente sitiadas, sometiéndose a sus habitantes a crueles penalidades como la falta de alimentos, agua y luz. O sea, condenados a morir como ratas en un gueto infecto como no se veía desde los tiempos de los campos de exterminio nazis. Todo ello por no hablar de las guarderías bombardeadas, los teatros dinamitados y los hospitales de maternidad reducidos a escombros con mujeres y niños en su interior.
Tales masacres las conocemos por los corresponsales de guerra acreditados sobre el terreno (a cada uno habrá que ponerle el debido monumento por su valor y por habernos contado de primera mano lo que está ocurriendo allí). Las imágenes del horror y la destrucción que nos llegan vía satélite son suficientes como para entender que los rusos han asesinado a miles de personas en su macabra operación de limpieza étnica, una solución final ordenada por Putin al más puro estilo hitleriano.
Sin embargo, pese a todo ese espectáculo sangriento que, no lo olvidemos, ha sido retransmitido en directo por las grandes cadenas de televisión, hay algunos que tratan de convencernos de que los malos de esta película son los invadidos. Es decir, los invasores no han hecho nada reprochable, ellos pasaban por allí y decidieron darse un paseo militar por el país para charlar un rato, amistosamente, con aquella pobre gente. La realidad no es lo que estamos viendo con nuestros propios ojos a través de la pantalla del televisor, sino lo que los generales de Putin, personas honradas y sinceras, nos cuentan cada día. Son los ucranianos los que se han confabulado para montar un teatrillo de variedades, un vodevil, y atraer la atención mundial. Así, algunos se hacen los muertos en la calle muy convincentemente; otros se visten como desarrapados aparentando llevar días sin comer; y los hay que beben agua enlodada de las alcantarillas interpretando un papel magistral. En cuanto a los que mueren despanzurrados por un morterazo en las colas del pan, otro montaje de Hollywood y de Joe Biden. Todo es mentira, una vulgar patraña, dicen el alto mando ruso y sus panfleteros a este lado de la guerra.
Según los negacionistas del genocidio ucraniano, los rusos son unos caballeros educados que dan los buenos días antes de disparar, violar o descuartizar a alguien a machetazo limpio. Los malvados nazis de esta historia son los otros, los atacados, las víctimas, los que no tienen derecho a la legítima defensa, los que hasta hace poco vivían una vida tranquila, feliz y en paz sin meterse con nadie pero que ahora, aburridos porque Bruselas y la OTAN no les hacía caso, han decidido entretenerse un rato incendiando sus campos, reduciendo a cenizas sus hermosas ciudades y matándose entre ellos. Los invasores no hacen nada malo ni delictivo, qué va hombre, si hasta se bajan de los tanques para invitar a un chupito de vodka a los lugareños que les caen simpáticos y se declaran prorrusos de toda la vida.
Los ucranianos, como están gobernados por un gran actor, son unos expertos en las grandes superproducciones en plan Bronston y en cinco minutos, a base de colocar cartón piedra y decorados muy bien construidos, convierten la floreciente ciudad de Mariúpol en la nueva franja de Gaza europea. Un ruso puede acribillar a balazos a un vecino de Kiev porque para eso es ruso. Ahora bien, que no se le ocurra al nuevo David darle una pedrada al enemigo Goliat para defender su vida porque eso será un atentado a las más elementales normas de la Convención de Ginebra. Por supuesto, los tanques y baterías de Moscú tienen licencia para dejar las ciudades sometidas lisas y allanadas a bombazo limpio, pero cuando el ejército de Zelenski logra colocar un proyectil en territorio contrario, ay amigo, eso es intolerable.
Ayer mismo, en el programa de Carlos Herrera, el embajador de la Federación de Rusia en España, Yuri Korchagin, dio una muestra más del cinismo negacionista que se propaga como un cáncer por todo el mundo y que algunos compran ciegamente. El diplomático de Moscú aseguró que la matanza de civiles de Bucha es un “montaje” que busca desprestigiar al Ejército ruso y reclamó una investigación “independiente” para esclarecer lo ocurrido tras la salida de las tropas rusas, que no han hecho daño a nadie y solo pasaban por allí. Este tío es un fenómeno. Si por él fuera, sentaba a los cadáveres de miles de ucranianos masacrados en el banquillo de la Corte Penal Internacional y los acusaba de crímenes de lesa humanidad. ¿Cómo se les ocurre a los invadidos defenderse de los invasores? ¿A dónde vamos a ir a parar? ¿Qué mundo estamos creando cuando una superpotencia mundial ya ni siquiera puede entrar a saco en un país, criminalmente, para reducirlo a la categoría de aldea prehistórica repleta de habitantes famélicos, aterrorizados y en taparrabos? Un poquito de por favor, oiga usted.
Con todo, lo peor no es la propaganda tóxica que llega a Occidente desde el búnker secreto de Putin. Mucho más asqueroso y nauseabundo es que aquí, al otro lado de la frontera con las autocracias del este, en una democracia europea, haya tipos y tipas que ejercen de presuntos periodistas y que estos días se dedican a propagar sin pudor el bulo de que el holocausto ucraniano es un fraude. Durante su comparecencia en el Congreso de los Diputados, Zelenski acertó de pleno al comparar la inmensa tragedia que sufre su pueblo con el bombardeo de Gernika. “Estamos en abril de 2022, pero parece que estamos en abril de 1937, cuando el mundo se enteró del ataque a vuestra ciudad”, alegó el bravo líder de la resistencia ucrania durante su intervención por videoconferencia ante las Cortes españolas. El símil era demasiado jugoso como para que la caverna lo dejara escapar sin darle la vuelta practicando su vomitivo revisionismo histórico al más puro estilo goebelsiano/fascista. Abascal jugó a su habitual sarcasmo al asegurar que Zelenski habría estado “más acertado al hablar de Paracuellos”, mientras la periodista María Jamardo, en el programa de Sonsoles Ónega, aseguró que “ni el que bombardeaba [Gernika] era malo, ni los bombardeados eran tan buenos”. Lo dicho: algo le han echado al agua que cada vez hay más fumados.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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