(Publicado en Diario16 el 28 de marzo de 2022)
A menudo la línea que separa la cordura de la enajenación mental, crónica o transitoria, es extremadamente fina. ¿Qué explica que un buen día un tipo como Putin firme un tratado de no proliferación nuclear y al siguiente se dé a una orgía de sangre y destrucción, mostrándose incluso dispuesto a apretar el botón nuclear para acabar con todo rastro de vida en la Tierra? ¿Cómo entender que un camionero, un honrado ciudadano y padre de familia, pase de ser un señor amable y simpático con sus paisanos a un duro camorrista capaz de meterse a violento piquetero, amenazar de muerte a sus compañeros, pincharles las ruedas del camión y gritar aquello de “Sánchez paredón”? Ese momento dramático, ese minuto de estallido de violencia que no obedece a ningún planteamiento lógico o racional, más allá de las reminiscencias de nuestro cerebro reptiliano prehistórico, sigue siendo un gran misterio de la psicología humana.
La pasada noche, durante la ceremonia de entrega de los Óscar, asistimos a uno de esos fenómenos inexplicables que ha conmocionado al mundo. Will Smith estaba llamado a subir al escenario del Dolby Theatre para recoger la estatuilla a mejor actor por El método Williams, un biopic sobre las peripecias del padre de las famosas tenistas Venus y Serena Williams. Nada hacía presagiar que el merecido premio por una historia familiar de abnegación y esfuerzo pudiera terminar en una extraña embestida de toro bravo. Pero así ocurrió. Cuando al actor Chris Rock se le ocurrió soltar un chiste sobre la alopecia de la mujer de Smith, Jada Pinkett-Smith –a la que comparó por su cabeza rapada con la teniente O’Neil de la película de Ridley Scott–, el ofendido marido se levantó de su asiento, se dirigió al cómico atravesando inquietantemente la pasarela y le obsequió con un sonoro sopapo a mano abierta (digno de una función de capa y espada del Siglo de Oro), que quedará para la historia del cine.
Por un momento los invitados a la ceremonia creyeron que se trataba de una broma, de un sketch guionizado, pero enseguida se comprobó que aquello era algo terrible que no se había visto jamás sobre el escenario en una gala de los premios de la Academia de Hollywood. Tras el guantazo, un pesado silencio se apoderó del recinto, mientras Chris Rock, que creyó estar viviendo un mal sueño, reaccionó tocándose la cara enrojecida, como si se tratara de Stan Laurel tras ser vapuleado por Oliver Hardy, e intentó quitarle hierro al asunto: “Will me ha dado una buena”. Mientras tanto, el autor de la galleta, ya desde su asiento al que había vuelto junto a su señora tras consumar la agresión, gritaba como un energúmeno, más bien un troglodita o macho ibérico que no se sabía muy bien si defendía su honor propio o el de su pareja: “¡Mantén el nombre de mi esposa fuera de tu puta boca!”, espetó en la peor tradición del marido patriarcal.
Se podría entrar a valorar si el chiste del tal Rock había sido grosero e incluso ofensivo para una mujer que está sufriendo un grave problema de alopecia (llovía sobre mojado, minutos antes había soltado otro chascarrillo machista refiriéndose a Penélope Cruz), pero eso no justifica darle una tunda a alguien. Por ese camino, siguiendo la ley Smith, los hospitales estarían llenos de humoristas con un mal día. Y ese sería el final de la comedia. Él mejor que nadie, como estrella mundial, debería saber que la sátira políticamente incorrecta tiene sus reglas en una sociedad donde prevalece la libertad de expresión y donde no cabe la censura, de modo que es preciso saber encajar las burlas con deportividad. De lo contrario, funciona la Fiscalía-Inquisición, la caza de brujas, que es un monstruo todavía más peligroso que el mal gusto de un payaso desafinado.
Ahora bien, ¿qué ha podido pasar por la cabeza de Will Smith para reaccionar como un pistolero sin control de Wild Wild West, como un men in black abducido por un malvado marciano, como un carnívoro zombi de Soy leyenda? Nadie, probablemente ni siquiera él, podrá explicar semejante comportamiento. Hablamos de un hombre que siempre se había destacado por su simpatía y buen humor, un chico llano y asequible que no se lo tiene subido y que acostumbra a conceder entrevistas a todo aquel que se la pide (incluso acepta someterse, pacientemente, a las latosas pruebas científicas de Marron en El Hormiguero de Pablo Motos, un trance más penoso que rodar la peor de las superproducciones yanquis). De cualquier otro actor hubiese cabido esperar ese manotazo extemporáneo, ese ataque de esposo ofendidito. De cualquiera menos de alguien aparentemente pacífico y amable como Will Smith.
Más tarde, cuando el galardonado actor subió a escena para recoger el óscar, soltó un discurso inconexo lleno de titubeos e incoherencias, gimoteando y dando muestras de algo parecido a un evidente desequilibrio emocional. Entre sollozos, el divo pidió disculpas a los miembros de la Academia de una forma extraña, sobre todo cuando dijo eso de que en este momento de su vida se encuentra “superado” por lo que Dios le “invita a ser y a hacer en el mundo”. La aparición del personaje oculto, del iluminado, erizó el vello a buena parte de la concurrencia, un público alucinado por lo que estaba viendo y que desde entonces empezó a entender que algo no funcionaba bien en la cabeza del pobre Will.
Pero si escalofriante fue invocar a Dios tras haber golpeado a un hombre, todavía lo fue más escucharle decir que “el amor te hace cometer locuras” y verlo bailar después –óscar en la mano, dándolo todo y como si nada hubiese ocurrido–, durante la fiesta posterior a la entrega de premios. Tras un suceso tan bochornoso lo normal es irse a casa, tomarse un whisky y meterse en la cama. Quizá todo obedeció al estrés inherente al star-system, a los nervios del momento, a un exceso del show business, que a veces se va de las manos y mucho más cuando se trata de un directo. O quizá el bueno de Will lleve dentro de sí, sin que nadie lo sepa, el germen de la violencia, la rabia y el totalitarismo que se propaga como una fiebre por el mundo en estos tiempos convulsos. Su amigo Denzel Washington fue quien más cerca estuvo del diagnóstico: “En el momento más alto es cuando el demonio va a por ti”. Así, en apenas un segundo de arrebato, se destruye la reputación de un tipo que hasta hoy caía bien a todo el mundo.
Viñeta: Álex, la mosca cojonera
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