(Publicado en Diario16 el 30 de marzo de 2022)
A medida que vamos conociendo a Joe Biden nos vamos dando cuenta de que es una especie de Mariano Rajoy a la americana. Un campechano espontáneo sin complejos. Cada vez que abre la boca sube el pan, son míticas sus meteduras de pata y quizá hubiese sido un gran presidente para tiempos de paz, pero lo cierto es que con sus insultos, provocaciones y desplantes al zumbadillo Putin, y en medio de un contexto de preguerra nuclear como el que nos encontramos, se está convirtiendo en un peligro público para la humanidad. Ya no cabe ninguna duda: Biden es un bombero que echa más gasolina al fuego.
Hasta el anciano presidente ha reconocido en alguna que otra ocasión que tiene más peligro que Eduardo Manostijeras haciendo una revisión de próstata, como cuando dijo aquello de “soy una máquina de pifias”. Célebres son sus disparatadas ocurrencias. En una ocasión llegó a presentar a Barack Obama como “el primer afroamericano que ha entrado en la cultura predominante y que es elocuente, brillante, limpio y bien parecido” (solo le faltó decir de él que no olía como sus hermanos del Bronx). O aquel otro lapsus en el que aseguró que “los niños pobres son tan brillantes y tienen tanto talento como los niños blancos”. Lógicamente, en ambos casos fue acusado de racista residual y con razón.
Está claro que Biden no es el hombre que necesita la historia en este momento tan convulso y trascendental. Con un perturbado como Vladímir Putin abrazado al maletín atómico como su juguete favorito, el mundo libre necesitaría de un hombre mucho más reflexivo, mesurado, templado. Un estratega cien por cien. Un diplomático más que un hooligan, por mucho que se trate de un hooligan por la libertad. El pasado fin de semana, el yayo Biden volvió a dar síntomas de ser un auténtico kamikaze al que conviene no dejar nunca solo. El hombre se plantó en Polonia, concretamente en una base de la OTAN situada a pocos kilómetros del infierno ucraniano, y se puso a dar una charla de brasero sobre el conflicto internacional. ¿Qué pintaba allí este señor más allá de hacerse una foto comiendo pizza con los soldados rasos (seguramente para levantar sus maltrechos índices de popularidad)? ¿Acaso pretendía provocar al ruso para que lanzara uno de sus cohetes hipersónicos y que todos voláramos por los aires de una vez?
Los que hemos tenido la oportunidad de visitar un cuartel estadounidense o de la Alianza Atlántica sabemos que aquello es como un gran parque temático de la guerra. Hay tiendas de souvenirs donde se pueden comprar gorras de los marines, machetes y pines de los comandos especiales; hamburgueserías y boutiques de primeras firmas multinacionales; canchas de baloncesto; cajeros automáticos y hasta salones recreativos. Una base americana es como Las Vegas, allí nunca falta de nada, quizá porque los yanquis entienden la guerra como una forma de hacer turismo y de viajar por el mundo con todas las comodidades y opciones de diversión. La visita de Biden a la base polaca de la OTAN puede interpretarse en esos términos: una especie de viaje del Imserso del anciano líder a los confines del imperio, un garbeo de placer para tomar las sales y las nieves del balneario polaco o Benidorm oriental europeo. Quizá se aburría en la Casa Blanca –un geriátrico demasiado grande y frío que se le cae encima a cualquiera–, y decidió airearse con el Air Force One, que es un pájaro tremendo y no la chatarra de Falcon que le dan a Sánchez, un cutrerío que no hay por dónde cogerlo.
Con todo, algunos analistas han querido ver en el viaje de Biden un intento del presidente de los Estados Unidos de escenificar la fortaleza del bloque occidental frente a las ansias expansionistas del enemigo Putin. La cosa es que, entre pizza margarita y cuatro quesos, el abuelete se creció, se vio a sí mismo como en sus tiempos jóvenes, cuando desembarcó en Cuba durante la guerra contra los españoles (es tan mayor que seguro que estuvo en el desastre del 98) y se vino arriba. Fue entonces cuanto se le calentó el morrillo y le dio por arremeter contra su archienemigo, el vil ruso, a quien calificó de “carnicero y criminal de guerra”. Biden no dijo nada que no esté pensando el resto de la humanidad, el problema es que él, como presidente de USA, debería mantener la lengua a buen recaudo, mostrarse diplomático, prudente, discreto, ya que cualquier frase hostil en plan vaquero tejano que le toque las ojivas a Putin puede llevarnos a todos, de cabeza, a una Tercera Guerra Mundial. Y vaya gracia, ¿no? Claro, el presidente yanqui puede permitirse jugar a las bravuconadas porque sabe que tiene, aparcado en el garaje, el avión blindado del Juicio Final cargado de whisky y papel higiénico suficiente como para pasar un invierno nuclear que ni Filomena. Él suelta la cagadita contra Putin, se mete en su búnker con alas y tan a gustito, pero el resto, la mayoría del planeta, los pobres peatonales terrícolas, no podemos hacer otra cosa que quedarnos en casa y ver por la ventana, con cara de tontos, cómo el hongo genocida se eleva sobre nuestras cabezas.
Biden ya está de vuelta de todo, casi pidiendo caja, y no piensa en los niños que están empezando a vivir. Los viejos aman la guerra por nostalgia de la juventud y porque ya no tienen nada que perder. Quizá por esa imprudencia, por esa temeridad, Macron reprendió de forma latente al presidente yanqui y le sugirió que no avive más el incendio global “ni con actos ni con palabras”. Bravo por el presidente gabacho. Mucho más sensata su posición mediadora que la belicosa del jubilata yanqui. Ayer mismo, el premier francés mantuvo una entrevista con Putin para tratar de convencerle, por enésima vez, de que debe respetar los corredores humanitarios en la devastada ciudad de Mariúpol. El sátrapa, un cínico de manual, le ha garantizado que se lo pensará, de modo que mucho nos tememos que va a seguir hasta el final con su papel de mataniños. Que se ande con cuidado con el Matusalén de la Casa Blanca, que en una de estas le atiza un hostión atómico que ni Will Smith.
Viñeta: Alejandro Becares 'Becs'
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