viernes, 19 de septiembre de 2014

LAS BALLENAS

(Publicado en la Revista Gurb el 29 de agosto de 2014)

En algún lugar he leído que los japoneses quieren reanudar la pesca comercial de las ballenas, como si en el mundo no hubiera otra cosa mejor que hacer que andar por ahí matando a esos animales de una belleza jurásica, titánica, inteligente. Parece que los señores amarillos (tan tenaces ellos) no han tenido suficiente con llenarnos la casa de transistores, de pescado trufado de anisakis y de radiactividad enlatada, y ahora andan erre que erre hacia el exterminio definitivo del animal más bello y sabio que ha poblado jamás el planeta. Yo a los japoneses balleneros les metía un arpón por el ojal, a ver si así, a base de arponazos, se les quitaban las ganas de meterles puyazos a las pobres ballenas. Un japonés es como un torero del mar, Morenito de Okinawa (con menos paquete, eso sí, aunque similar cara estreñida y avinagrada de paleto taurino) y en lugar de tomarla con el toro bravo la emprende a cañonazos contra la indefensa ballena, que no tiene cuernos ni le hace daño a nadie. La caza, por mucho que nos guste Miguel Delibes como escritor, es el deporte insignia de la derecha fascista y a Franco le ponían las perdices a huevo como al Rey le han puesto los elefantes viejos y enfermos que luego le han salido por la culata. Lo malo del ser humano (o más bien habría que llamarlo "humalo") es que siempre tiene que estar matando algo. Si no, no es feliz. A los españoles (bravucones por definición) les pone mucho matar toros; los japoneses (voraces como hormigas, ya digo) tienen por costumbre la ballena; mientras que a los ingleses (siempre aristócratas y elitistas) les ha dado más por el zorro, animal proleta y solitario de extracción humilde que se busca la vida como puede. Los canadienses, por su parte, son más de liquidar focas, seres de una simpatía circense, fresca y resbaladiza, cuya piel sirve de abrigo para las gordas vulgares que van a la ópera a bostezar o a soltarse algún pedo. Alguna vez leí que entre unos cuantos cazadores de Groenlandia pueden llegar a cepillarse hasta 350.000 ejemplares de una sola tacada, a estacazo limpio, sin despeinarse los tíos. Finiquitado el socialismo, el ecologismo es la última ideología noble, pura y sensata que puede practicar alguien en su sano juicio en estos tiempos apocalípticos que corren y mucho más todavía desde que Aznarín dijera aquella estupidez de que "el ecologismo es el nuevo comunismo". Menuda soplapollez. La Tierra agoniza, entre otras cosas señor José Mari, porque los amigachos de Franco y Fraga, sus padres políticos, se dedicaron a llenar la costa de Babilonias y Marbellas para que Pajares y Esteso rodaran películas sobre suecas y no en plan Bergman, precisamente. Uno, si tuviera valor suficiente, lo enviaba todo al cuerno y se embarcaba en la cruzada con los melenudos de Greenpeace, pero qué le vamos a hacer, soy débil y miope y la peor pesadilla de un miope es que se te rompan las gafas en medio del Ártico, a diez mil kilómetros de distancia de la óptica más cercana. Sin ser activista, me considero ecologista hasta las cachas porque me hierve la sangre cuando veo una mancha negra de chapapote flotando en el mar, cuando me tropiezo con una lata de cerveza vacía vilmente arrojada junto a un hermoso acantilado, cuando sorprendo a un cazurro apaleando a su perro indefenso o cuando escucho que el hombre extermina unos centenares de especies al año sin que ni la ONU ni el hada madrina Brigitte Bardot puedan hacer nada por detener el holocausto. Percibo el ecologismo rabioso que me corre por las venas cada vez que vuelvo a ver esa grandiosa película de Kurosawa, Dersu Uzala (el viejo cazador hermanado con la naturaleza) y se me escapa una lagrimilla fugaz, imperdonable, llámenme hortera pero es así (tanto Félix Rodríguez de la Fuente tenía que salirme por algún lado). Me embarga una profunda tristeza en aquella escena en la que el bueno de Dersu se queda ciego y tiene que dejar el bosque, su hábitat armónico y feliz desde que era un niño, su mundo rousseauniano y edénico, para ir a morir a la ciudad, territorio ruin, hostil, odioso, lleno de bárbaros salvajes. Pero estábamos con el ballenicidio perpetrado por los japos, no nos andemos por las ramas y cerremos de una vez esta columna tan vana como inútil. Exterminar ballenas, osos polares, linces, abejas, topillos o rinocerontes será el último acto de fascismo darwinista que este engendro mal llamado racional que es el hombre y que está condenado a destruirse a sí mismo llevará a cabo sobre la faz de la Tierra. Melville se empeñó en escribir una leyenda falsa sobre las orcas, a las que cuelgan el cartel de asesinas cuando no hay mayor asesino en este planeta que el bípedo zumbadillo de inteligencia sobrevalorada. A mí de toda la vida me cayó mejor Moby Dick que el envilecido capitán Ahab. Yo a las ballenas siempre las he visto como ángeles puros y solitarios de talla XXL, seres místicos que cantan sus tristes letanías en medio de la inmensidad fría, oceánica y desolada del universo. Como decía el gran Roberto Carlos, el cantante, no el futbolista, por supuesto: "Y ballenas desaparesiendo por falta de escrúpulos comersiales". Pues eso: que yo también quisiera ser civilizado. Como los animales.

Viñeta: Igepzio

LA TRISTE FIGURA


 (Publicado en la Revista Gurb el 1 de agosto de 2014)

A los españoles siempre se nos ha llenado la boca de Cervantes pero resulta que nos la trae al pairo y nos tira del ala dónde se estén pudriendo sus huesos sagrados e insignes. Cervantes es un caso típico de escritor superado por su personaje. Se suele hablar mucho de Don Quijote, pese a que la inmensa mayoría de españoles no lo ha leído; se escriben tratados sesudos sobre el caballero de la triste figura; y se cita al hidalgo lunático en las tertulias políticas, sobre todo los tertulianos de la derecha tipo Paco Marhuenda, que aparentan saber de todo pero en realidad no saben de nada. ¿Quién no ha dicho alguna vez aquello de fulanito es un Quijote? El noble y singular caballero andante que trinchó a los molinos de viento con la audacia con la que Montoro trincha nuestras carteras forma parte de la iconografía existencial del pueblo español, pero nadie o casi nadie suele referirse al gran escritor, al soldado de fortuna que anduvo perdiendo manos por batallas y Lepantos, al novelista que murió enfermo, solo, pobre y abandonado.
En España, a Cervantes lo tenemos medio olvidado por mucho que, por disimular un poco, le hayamos puesto su nombre a un premio literario que siempre ganan los instalados. A Conan Doyle sus fans lo confundían con Sherlock Holmes; Bela Lugosi terminó creyéndose su vampiro y dormía en un ataúd; y a Cervantes se lo comió su personaje, de tal guisa que hasta nos hemos olvidado de dónde está enterrado el hombre. Ningún gobierno desde que se instauró la democracia se ha preocupado por sacar de su cripta de polvo e ingratitud al escritor universal y en el calendario es fiesta nacional la Virgen del Pilar, San Valentín, el día del trabajo sin trabajo y la Constitución Española que nadie cumple, mientras que a Cervantes lo dejamos morirse de asco en su pudridero y a lo sumo lo despachamos con una mala callejuela en cualquier poblacho o un par de preguntillas en el examen de selectividad, para que a los chavales les vaya sonando el nombre y no lo confundan con Cristóbal Colón. Es la España de siempre, la España bruta e inculta, la España de los fementidos canallas, como diría el hidalgo de la Mancha, la España que encumbra a los rufianes y escamotea los honores de Estado a sus más brillantes hijos. Tenemos tumbas de genios por ahí perdidas, por doquier, en campos y cunetas (a España le sobran cunetas asesinas y le falta humanismo y decencia) sin que a nadie parezca importarle, sin que se reconozca el valor de los esqueletos valerosos, sabios, universales. La vida de un gran hombre no es nada sin un epitafio memorable y un altar de rosas frescas con una cohorte de rendidos peregrinos doblando el espinazo ante el mito. Ahí está el pobre Federico, cuyo cuerpo quema como una patata caliente, con cuyos restos nadie quiere tropezarse, no vaya a ser que estalle otra guerra civil. Cervantes, por no tener, no tiene ni siquiera un mal retrato suyo contrastado, autenticado, fidedigno.
A mí siempre me ha resultado mucho más interesante el personaje de Cervantes que el de don Quijote. El Quijote es el prototipo de noble arruinado por su mala cabeza, un grande de España que se hace pequeño, y de esos tenemos un puñado en este país misérrimo que nos ha tocado vivir, véase Urdangarín, otra triste figura, un figurín por así decirlo. Pero Cervantes es el español pobre y maltrecho manteado por la vida y aplastado por los molinos de la injusticia. Cervantes es el pueblo que trinca unos dineros del fisco para ir tirando, que se apaña unas picarescas para echar la sopa boba a la escudilla, que se busca la vida como puede para que no lo desahucien por no pagar la hipoteca. A Cervantes no lo querían ni en la Villa ni en la Corte, no lo quisieron ni en pintura, y por eso no le hicieron ni un mal retrato, ni lo nombraron ministro de nada, ni le dieron una tumba decente con chiringuito de souvenirs siquiera para colocarle unos llaveros a los guiris. Cervantes tuvo que soñar sus Dulcineas como todo español perdedor sueña con los pibones imposibles de la televisión. Uno cree que Amenábar ya tarda en hacerle una película a don Miguel, porque la vida de nuestro mejor novelista dice más de nuestra Historia, de nosotros mismos, que la del propio don Quijote. Cervantes tiene más de Sancho que del hidalgo de la Mancha, y eso me gusta, porque en España somos más de la zorrería de Alfredo Landa que de la elegancia británica de Fernando Rey (los dos actores que mejor llevaron al cine la cosa ésta del Quijote). A don Miguel que lo saquen ya del nicho, que le pongan la gola en el cuello y le den una pluma para escribir. Porque está más vivo que nunca.

Imagen: Adrián Palmas

jueves, 11 de septiembre de 2014

EL DEMONIO DE LA GUERRA

 

(Publicado en Revista Gurb el 11 de septiembre de 2014)

Gervasio Sánchez (Córdoba, 1959) es uno de los corresponsales de guerra que marcarán una época en la historia del periodismo español. Como reportero gráfico ha cubierto numerosos conflictos armados en América Latina, África, la antigua Yugoslavia y Oriente Medio. Ha trabajado para diferentes medios, aunque le gusta definirse como freelance, periodista independiente. Colaborador habitual de Heraldo de Aragón y El Magazine de La Vanguardia, ha trabajado para la Cadena SER, el servicio español de la BBC y la revista Tiempo. Entre los premios que ha recogido se encuentra el prestigioso Ortega y Gasset de periodismo, en cuyo discurso acusó al Gobierno de España de la venta masiva de armas a países en conflicto. Ha publicado numerosos libros, entre ellos El cerco de Sarajevo, sobre la guerra en la ex Yugoslavia, Vidas minadas, donde relata y fotografía la tragedia de los mutilados por las minas antipersonas, y Desaparecidos. Asegura que el periodismo español ha perdido su independencia por su sometimiento a los poderes económicos y políticos y que el periodista de guerra habla demasiado de sí mismo: "Nuestro trabajo consiste en ir a las guerras y contar lo que allí pasa, lo que nos suceda a nosotros no le interesa a nadie".

 Entrevista completa en Revista Gurb