(Publicado en la Revista Gurb el 1 de agosto de 2014)
A los españoles siempre se nos ha llenado la boca de Cervantes pero resulta que nos la trae al pairo y nos tira del ala dónde se estén pudriendo sus huesos sagrados e insignes. Cervantes es un caso típico de escritor superado por su personaje. Se suele hablar mucho de Don Quijote, pese a que la inmensa mayoría de españoles no lo ha leído; se escriben tratados sesudos sobre el caballero de la triste figura; y se cita al hidalgo lunático en las tertulias políticas, sobre todo los tertulianos de la derecha tipo Paco Marhuenda, que aparentan saber de todo pero en realidad no saben de nada. ¿Quién no ha dicho alguna vez aquello de fulanito es un Quijote? El noble y singular caballero andante que trinchó a los molinos de viento con la audacia con la que Montoro trincha nuestras carteras forma parte de la iconografía existencial del pueblo español, pero nadie o casi nadie suele referirse al gran escritor, al soldado de fortuna que anduvo perdiendo manos por batallas y Lepantos, al novelista que murió enfermo, solo, pobre y abandonado.
En España, a Cervantes lo tenemos medio
olvidado por mucho que, por disimular un poco, le hayamos puesto su
nombre a un premio literario que siempre ganan los instalados. A Conan
Doyle sus fans lo confundían con Sherlock Holmes; Bela Lugosi terminó
creyéndose su vampiro y dormía en un ataúd; y a Cervantes se lo comió su
personaje, de tal guisa que hasta nos hemos olvidado de dónde está
enterrado el hombre. Ningún gobierno desde que se instauró la democracia
se ha preocupado por sacar de su cripta de polvo e ingratitud al
escritor universal y en el calendario es fiesta nacional la Virgen del
Pilar, San Valentín, el día del trabajo sin trabajo y la Constitución
Española que nadie cumple, mientras que a Cervantes lo dejamos morirse
de asco en su pudridero y a lo sumo lo despachamos con una mala
callejuela en cualquier poblacho o un par de preguntillas en el examen
de selectividad, para que a los chavales les vaya sonando el nombre y no
lo confundan con Cristóbal Colón. Es la España de siempre, la España
bruta e inculta, la España de los fementidos canallas, como diría el
hidalgo de la Mancha, la España que encumbra a los rufianes y escamotea
los honores de Estado a sus más brillantes hijos. Tenemos tumbas de
genios por ahí perdidas, por doquier, en campos y cunetas (a España le
sobran cunetas asesinas y le falta humanismo y decencia) sin que a nadie
parezca importarle, sin que se reconozca el valor de los esqueletos
valerosos, sabios, universales. La vida de un gran hombre no es nada sin
un epitafio memorable y un altar de rosas frescas con una cohorte de
rendidos peregrinos doblando el espinazo ante el mito. Ahí está el pobre
Federico, cuyo cuerpo quema como una patata caliente, con cuyos restos
nadie quiere tropezarse, no vaya a ser que estalle otra guerra civil.
Cervantes, por no tener, no tiene ni siquiera un mal retrato suyo
contrastado, autenticado, fidedigno.
A mí siempre me ha resultado mucho más
interesante el personaje de Cervantes que el de don Quijote. El Quijote
es el prototipo de noble arruinado por su mala cabeza, un grande de
España que se hace pequeño, y de esos tenemos un puñado en este país
misérrimo que nos ha tocado vivir, véase Urdangarín, otra triste figura,
un figurín por así decirlo. Pero Cervantes es el español pobre y
maltrecho manteado por la vida y aplastado por los molinos de la
injusticia. Cervantes es el pueblo que trinca unos dineros del fisco
para ir tirando, que se apaña unas picarescas para echar la sopa boba a
la escudilla, que se busca la vida como puede para que no lo desahucien
por no pagar la hipoteca. A Cervantes no lo querían ni en la Villa ni en
la Corte, no lo quisieron ni en pintura, y por eso no le hicieron ni un
mal retrato, ni lo nombraron ministro de nada, ni le dieron una tumba
decente con chiringuito de souvenirs siquiera para colocarle unos
llaveros a los guiris. Cervantes tuvo que soñar sus Dulcineas como todo
español perdedor sueña con los pibones imposibles de la televisión. Uno
cree que Amenábar ya tarda en hacerle una película a don Miguel, porque
la vida de nuestro mejor novelista dice más de nuestra Historia, de
nosotros mismos, que la del propio don Quijote. Cervantes tiene más de
Sancho que del hidalgo de la Mancha, y eso me gusta, porque en España
somos más de la zorrería de Alfredo Landa que de la elegancia británica
de Fernando Rey (los dos actores que mejor llevaron al cine la cosa ésta
del Quijote). A don Miguel que lo saquen ya del nicho, que le pongan la
gola en el cuello y le den una pluma para escribir. Porque está más
vivo que nunca.
Imagen: Adrián Palmas
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