(Publicado en la Revista Gurb el 29 de agosto de 2014)
En algún lugar he leído que los japoneses quieren reanudar la pesca
comercial de las ballenas, como si en el mundo no hubiera otra cosa
mejor que hacer que andar por ahí matando a esos animales de una belleza
jurásica, titánica, inteligente. Parece que los señores amarillos (tan
tenaces ellos) no han tenido suficiente con llenarnos la casa de
transistores, de pescado trufado de anisakis y de radiactividad
enlatada, y ahora andan erre que erre hacia el exterminio definitivo del
animal más bello y sabio que ha poblado jamás el planeta. Yo a los
japoneses balleneros les metía un arpón por el ojal, a ver si así, a
base de arponazos, se les quitaban las ganas de meterles puyazos a las
pobres ballenas. Un japonés es como un torero del mar, Morenito de
Okinawa (con menos paquete, eso sí, aunque similar cara estreñida y
avinagrada de paleto taurino) y en lugar de tomarla con el toro bravo la
emprende a cañonazos contra la indefensa ballena, que no tiene cuernos
ni le hace daño a nadie. La caza, por mucho que nos guste Miguel Delibes
como escritor, es el deporte insignia de la derecha fascista y a Franco
le ponían las perdices a huevo como al Rey le han puesto los elefantes
viejos y enfermos que luego le han salido por la culata. Lo malo del ser
humano (o más bien habría que llamarlo "humalo") es que siempre tiene
que estar matando algo. Si no, no es feliz. A los españoles (bravucones
por definición) les pone mucho matar toros; los japoneses (voraces como
hormigas, ya digo) tienen por costumbre la ballena; mientras que a los
ingleses (siempre aristócratas y elitistas) les ha dado más por el
zorro, animal proleta y solitario de extracción humilde que se busca la
vida como puede. Los canadienses, por su parte, son más de liquidar
focas, seres de una simpatía circense, fresca y resbaladiza, cuya piel
sirve de abrigo para las gordas vulgares que van a la ópera a bostezar o
a soltarse algún pedo. Alguna vez leí que entre unos cuantos cazadores
de Groenlandia pueden llegar a cepillarse hasta 350.000 ejemplares de
una sola tacada, a estacazo limpio, sin despeinarse los tíos.
Finiquitado el socialismo, el ecologismo es la última ideología noble,
pura y sensata que puede practicar alguien en su sano juicio en estos
tiempos apocalípticos que corren y mucho más todavía desde que Aznarín
dijera aquella estupidez de que "el ecologismo es el nuevo comunismo".
Menuda soplapollez. La Tierra agoniza, entre otras cosas señor José
Mari, porque los amigachos de Franco y Fraga, sus padres políticos, se
dedicaron a llenar la costa de Babilonias y Marbellas para que Pajares y
Esteso rodaran películas sobre suecas y no en plan Bergman,
precisamente. Uno, si tuviera valor suficiente, lo enviaba todo al
cuerno y se embarcaba en la cruzada con los melenudos de Greenpeace,
pero qué le vamos a hacer, soy débil y miope y la peor pesadilla de un
miope es que se te rompan las gafas en medio del Ártico, a diez mil
kilómetros de distancia de la óptica más cercana. Sin ser activista, me
considero ecologista hasta las cachas porque me hierve la sangre cuando
veo una mancha negra de chapapote flotando en el mar, cuando me tropiezo
con una lata de cerveza vacía vilmente arrojada junto a un hermoso
acantilado, cuando sorprendo a un cazurro apaleando a su perro indefenso
o cuando escucho que el hombre extermina unos centenares de especies al
año sin que ni la ONU ni el hada madrina Brigitte Bardot puedan hacer
nada por detener el holocausto. Percibo el ecologismo rabioso que me
corre por las venas cada vez que vuelvo a ver esa grandiosa película de
Kurosawa, Dersu Uzala (el viejo cazador hermanado con la naturaleza) y
se me escapa una lagrimilla fugaz, imperdonable, llámenme hortera pero
es así (tanto Félix Rodríguez de la Fuente tenía que salirme por algún
lado). Me embarga una profunda tristeza en aquella escena en la que el
bueno de Dersu se queda ciego y tiene que dejar el bosque, su hábitat
armónico y feliz desde que era un niño, su mundo rousseauniano y
edénico, para ir a morir a la ciudad, territorio ruin, hostil, odioso,
lleno de bárbaros salvajes. Pero estábamos con el ballenicidio
perpetrado por los japos, no nos andemos por las ramas y cerremos de una
vez esta columna tan vana como inútil. Exterminar ballenas, osos
polares, linces, abejas, topillos o rinocerontes será el último acto de
fascismo darwinista que este engendro mal llamado racional que es el
hombre y que está condenado a destruirse a sí mismo llevará a cabo sobre
la faz de la Tierra. Melville se empeñó en escribir una leyenda falsa
sobre las orcas, a las que cuelgan el cartel de asesinas cuando no hay
mayor asesino en este planeta que el bípedo zumbadillo de inteligencia
sobrevalorada. A mí de toda la vida me cayó mejor Moby Dick que el
envilecido capitán Ahab. Yo a las ballenas siempre las he visto como
ángeles puros y solitarios de talla XXL, seres místicos que cantan sus
tristes letanías en medio de la inmensidad fría, oceánica y desolada del
universo. Como decía el gran Roberto Carlos, el cantante, no el
futbolista, por supuesto: "Y ballenas desaparesiendo por falta de
escrúpulos comersiales". Pues eso: que yo también quisiera ser
civilizado. Como los animales.
Viñeta: Igepzio
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