martes, 26 de septiembre de 2017

SERRAT


Serrat es el último intelectual al que los separatistas han echado las cruces, colgándole el sambenito de facha. Precisamente Serrat, que tiene una cara de buena gente que no puede con ella y un currículum de demócrata antifranquista que lo avala y que para sí lo quisiera Anna Gabriel o el duro Rufián. Precisamente Serrat, un hombre que siempre ha cantado a la libertad, a la paz y la tolerancia, al amor y al Mediterráneo, única patria por la que merece la pena luchar y hasta morir. Él, Joan Manuel Serrat, que quiso llevar el catalán a Eurovisión en pleno franquismo y que se partió la cara por sus paisanos. La fiebre de fanatismo que se ha apoderado de Cataluña ya no distingue entre demócratas y fachones de verdad. Tal es el nivel de ceguera al que estamos llegando. Para el PP todo es ETA, igual que para los chicarrones de flequillo recortado de la CUP todo es fascismo. De ahí el dicho aquel de que los extremos se tocan. De tanto sobarla, la palabra fascismo está perdiendo su auténtico significado, precisamente por el uso y abuso que hacen estos a los que se les llena la boca de fascismo a todas horas, cuando ni lo han vivido ni lo han padecido en sus propias carnes, y lo que es mucho peor, cuando por lo visto ni siquiera lo han leído en los libros de historia. Si hubiesen estudiado lo que significa el fascismo no utilizarían el término con tanta ligereza. Estaría bien que existiera la máquina del tiempo imaginada por H.G Wells para meter en ella a unos cuantos cuperos revolucionarios y devolverlos un par de semanas de vacaciones a la España de Franco (esta sí, auténticamente totalitaria) o mejor aún, a la Alemania nazi de 1933, y que se enteraran de una vez de qué va el rollo. Que pasearan unos días sus carnes morenas (que no arias) por aquellas calles sombrías de Berlín llenas de hogueras con libros ardiendo, de cadáveres judíos tirados por el suelo y de comunistas, gitanos, negros y homosexuales apaleados. Que comprobaran por ellos mismos lo que le ocurría a todo aquel pobre incauto que se atrevía a levantar la voz contra el Gobierno nazi, aunque solo fuera por un instante. Que durmieran unas nochecitas en los camastros duros de Auschwitz, que comieran los platos infectos llenos de cucarachas que se daban en Treblinka, que encallecieran sus manos en los campos de trabajo de Mauthausen, donde sobrevivir un día más era un milagro. Por fin aprenderían lo que significa esa palabra maldita que tanto sufrimiento llevó al mundo y que sueltan tan alegremente por esas boquitas de niños bien que juegan a héroes patriotas de 'Juego de Tronos', bocas felices e inocentes que se llenan de libertad pero que no pierden ocasión para poner la diana implacable, el menosprecio y el insulto en el rostro noble de un intelectual honesto y valiente que dice libremente lo que piensa, superando el miedo a no estar con la ortodoxia trotskista. ¡Qué pereza tener que explicar esto y qué pena tener que hacerlo a una sociedad tan culta, educada y avanzada como era hasta ahora la catalana! No nos importa que sigan abusando del término fascista, si así se sienten más realizados, diferenciales, autodeterminados y superiores; se lo hemos escuchado decir tantas veces a esta gente que casi nos hemos acostumbrado, pero que sepan los intolerantes que al hacerlo están consiguiendo borrar el significado real de la palabra, haciendo un favor a los auténticos fascistas que como los alemanes vuelven ahora al Reichstag para exhalar su aliento fétido y reclamar lo que creen suyo. Al equiparar a Hitler con Serrat, además de caer en el más espantoso de los ridículos y quedar como paletos ignorantes indocumentados que no han leído un puto libro en su vida, lo único que consiguen es que Hitler salga bien parado, por comparación con el poeta cosmopolita, juglar de la democracia y gran hombre que ha sido Serrat. Machado es un fascista, Marsé es un fascista, Boadella es un fascista, Rafa Nadal es un fascista, Piolín, Silvestre y el Pato Lucas son peligrosos fascistas porque transportan a los picoletos en sus barcos de guerra, y ahora Serrat, el pacífico y humanista Serrat, es también un fascista. Está visto que todo el que no piensa como ellos pasa a engrosar la lista negra de ciudadano afectado por la limpieza étnica independentista que se avecina. Será cosa de la lengua, de la inmersión que ha terminado en perversión, trastocando las mentes, lavando cerebros, invirtiendo las cabezas. Y a todo esto, con tanta bandera, tanto himno, tanto insulto al andaluz que no se mete con nadie (salvo en las chirigotas que todavía son constitucionales, que nosotros sepamos) con tanto señalar por la calle, tanto colgar el cartel de charnego y tanta turra nacionalista, ¿no será que los auténticos fascistas son ellos?

EL MIEDO Y EL MONSTRUO


(Publicado en Revista Gurb el 22 de septiembre de 2017)
 
Como todo el mundo hablaba de It, me fui al cine a ver qué tal. Finalmente, y mira que me lo temía, nada del otro jueves, una sucesión de sustos facilones, tomate a mansalva y vísceras como para una parrillada dominguera. Otra decepción, otro bluf, la enésima película para reventar taquillas y colapsar de miocardios las urgencias. Será una pedrada mía, pero hace tiempo que uno va al cine resignado a ver la misma película una y otra vez. En It no hay nada nuevo bajo el sol, nada que no hayamos visto antes en Viernes 13 o Pesadilla en Elm Street, a las que parece querer rendir tributo peligrosamente. Hollywood nos toma por gilipollas, obsequiándonos con productos cinematográficos hechos por niños y para niños. La infantilización del mundo, sobre todo de la política y del arte, alcanza cotas grotescas. Si los creadores de It pretendían homenajear a Stephen King, ese autor injustamente tratado por la crítica que ha indagado como nadie en los miedos, trastornos y terrores humanos –salvo quizá Poe, Lovecraft y algún otro–, flaco favor le han hecho al genial narrador de Portland. No tenemos más que leer Los Lagolieros, una novela sobre los pasajeros de un avión que sufre un extraño suceso y que se anticipa una década al 11S, e incluso a la serie Perdidos, para darnos cuenta de que estamos ante un novelista que escribe bien y que sabe trabajarse los mecanismos narrativos. Eso por no hablar de otros relatos gloriosos como el claustrofóbico Rita Hayworth y la redención de Shawshank (Cadena perpetua en España), historia sobre un preso inocente que se chupa unos cuantos años de cárcel; La milla verde, cuento terrorífico sobre el corredor de la muerte, por momentos realista por momentos de una belleza ascética y profunda; o Misery, la novela sobre esa pirada a quien la obsesión le lleva a secuestrar a su escritor favorito de best sellers y que nos dejó la interpretación magistral de Kathy Bates. Por supuesto, no podemos olvidarnos de El Resplandor, Cuenta conmigo, La niebla, Carrie y tantas otras alegorías sobre el convulso mundo de hoy que darían para un Nobel sin ningún problema. El universo King es tan vasto y prodigioso como rico en personajes, reales u oníricos, y en historias originales.
Pero no hemos venido aquí a hablar de King ni de su libro, parafraseando a Paco Umbral. Si algo potable se puede sacar de It, aparte del dichoso y manido payaso Pennywise que sí, que vale, que acojona como un yihadista suelto en una feria rebosante de gente, no lo vamos a negar, es esa idea de que el miedo es menos miedo cuando la sociedad, la comunidad, se une contra él. Mientras los niños se mantienen juntos en medio de la pesadilla, mientras la civiliación permanece cohesionada frente a la barbarie, los poderes sobrenaturales del monstruo pierden efecto, y entre todos consiguen derrotar al engendro maligno salido de las alcantarillas de la siniestra ciudad de Derry, trasunto de la ley y el orden frente al caos y la salvajada que representa el bicho anidado en las cloacas del Estado de Derecho. Y es verdad que hacer piña es la mejor manera de superar el miedo. Lo comprobamos cada vez que se comete un atentado terrorista y los ciudadanos salimos en manifestación, codo con codo, para enfrentarnos juntos a la maldición y tratar de conjurarla. Esa comunión, esa fuerza, esa catarsis, es lo que nos hace perder nuestros miedos y vencer la amenaza de las bestias.
Supongo que los catalanes que se han echado a las calles estos días tristes de septiembre que jamás podremos olvidar estarán pensando lo mismo respecto a España. Con razón o sin ella, ellos ven al Estado español como ese monstruo, como ese siniestro Pennywise que quiere comérselos por los pies, devorar su lengua y sus costumbres, engullir su historia y su identidad nacional. Por eso, porque el miedo siempre conduce a la tragedia, se unen para combatirlo con el grito de guerra en la garganta, Els Segadors a pleno pulmón y la estelada a flor de piel. El miedo es libre, como decía aquel, y hay unos monstruos más reales que otros, unos monstruos fundados y otros imaginarios, como en el caso catalán. Hay monstruos que nacen y se desarrollan en nuestra más tierna infancia, como le sucede a los simpáticos muchachos de la pandilla de Derry que se enfrentan al sádico payaso (la niña violada por su padre que tiene su primera regla, el gordito acosado por los matones de la clase, el tartamudo introvertido, el gafotas que se burla de todo, el negro marginado, el hipocrondríaco sometido por una madre posesiva); hay monstruos que son producto de una mente enfermiza, como el miedo a la mujer y al inmigrante en Trump, el narcisismo nuclear de Kim Jong-un (sin duda una frustración freudiana derivada del hecho de tenerla pequeña proyectada hacia la pulsión irrefrenable de construir un misil cada vez más largo) la megalomanía paranoica de Putin, el espía que surgió del hielo, etcétera.
No temas ni a la prisión, ni a la pobreza, ni a la muerte. Teme al miedo, escribió Giacomo Leopardi. Quiere decirse que ante el miedo, la gran plaga del siglo XXI, el ser humano opta por unirse para vencerlo. Siempre mejor el calor de la manada que el frío solitario de la noche. La civilización consiste en eso, en mantenerse unidos ante el ataque de las fieras que acechan en la jungla. Hoy vivimos rodeados de miedos y de monstruos. Nos han metido en el cuerpo la teoría del miedo. Junto a los miedos consustanciales al ser humano, como el miedo a la muerte, el miedo a la enfermedad o el miedo al amor, se han instalado otros miedos, como el miedo al terrorismo genocida, el miedo al otro, al extraño, al extranjero, el miedo al que no piensa como nosotros, el miedo al contagio vírico de otros pueblos, el miedo a las catástrofes naturales y a las provocadas por la mano inconsciente del hombre, el miedo a la guerra nuclear, el miedo al miedo. Ese es el mundo que hemos construido. Un mundo sostenido por los cimientos del miedo, que por encima de Donald Trump es el auténtico dueño y señor del planeta, como ese payaso salido de la mugre y la cochambre que circula por el subsuelo de Derry. Un payaso que, dicho sea de paso, y aunque ciertamente acojone con su cara pintarrajeada, su sonrisa macabra y sus caninos chorreantes de sangre, da bastante menos miedo que algunos políticos que vemos cada día en la televisión.

Ilustración: Cruz

CATALUÑA: DE LA DESOBEDIENCIA PROGRAMADA A LA REBELIÓN INCONTROLADA



(Publicado en Revista Gurb el 22 de septiembre de 2017)

La situación en Cataluña ha entrado en una peligrosa fase marcada por el descontrol absoluto. A la ruptura de la legalidad constitucional por parte del bloque independentista se suma la ofensiva policial y judicial, una caza de brujas de eficacia más que dudosa, emprendida por el Gobierno del PP, que no ha hecho más que agravar el conflicto político, como por otra parte era de prever. Los registros de medios de comunicación catalanes próximos al independentismo, la incautación de papeletas y urnas del 1-O, la intervención de la Hacienda pública catalana y la detención de 14 altos cargos de la Generalitat, entre ellos la del número dos de Oriol Junqueras, Josep Maria Jové, ha encrespado todavía más los ánimos de miles de catalanes, que se sienten agraviados por las decisiones de un estado que consideran "represor". Tras los arrestos de los políticos independentistas, cientos de partidarios del referéndum se echaron a la calle para protestar y los primeros enfrentamientos con la Guardia Civil no tardaron en llegar. A estas horas podemos decir que todo el marco legal del 78 ha saltado por los aires y que las instituciones democráticas han sido sustituidas por los piquetes callejeros. Sin saber cómo ni por qué, hemos llegado al peor escenario posible, un túnel sin salida de consecuencias imprevisibles, del que algunos medios veníamos avisando hace meses. Cuando la ley queda reducida a la nada solo restan las movilizaciones tumultuarias, las redadas policiales, la barricada enloquecida, el recurso a la fuerza coercitiva y la dialéctica del enfrentamiento. Lo ha dicho muy bien la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena: “El 1-O va a ser una catástrofe porque es un cúmulo de equivocaciones”.
La historia dirá cuáles han sido esos errores cometidos por ambos bandos. Ahora mismo, mientras cualquier cosa puede suceder en Cataluña, solo podemos decir que las reglas del juego democrático han colapsado y que nos encaminamos directos al abismo. El parlamento ha sido sustituido por la estrategia de la tensión callejera; el diálogo ha sido aplastado por el insulto y la radicalización fanática por ambos bandos. Nadie, ni siquiera los tertulianos televisivos que siempre lo saben todo, se atreven a aventurar qué puede pasar. Llegados a este punto, todas las opciones parecen malas. Si el referéndum ilegal se celebra y gana el "sí", se producirá una declaración unilateral de independencia que pondrá al Gobierno de Madrid de rodillas y sin más alternativa que proclamar el Estado de excepción en Cataluña mediante el despliegue de las fuerzas de seguridad e incluso, por qué no, del Ejército, agente que durante todo este tiempo ha permanecido en silencio. Si por el contrario el Estado español logra paralizar la consulta merced a su ofensiva judicial y policial habrá sido una victoria pírrica, ya que, lejos de haber logrado resolver el conflicto, habrá generado varios cientos de miles de independentistas más, gente que hasta ese momento no comulgaba con la idea de la secesión pero que tras contemplar el espectáculo denigrante de la Guardia Civil irrumpiendo en la sede de partidos y periódicos se habrán decantado finalmente por pasarse al bando de Junts Pel Sí y de la CUP. La desafección generalizada hacia España se habrá consumado, ahondándose tanto que estaremos ante una ruptura total de ambas sociedades, la catalana por un lado y la española por otro. Esa tragedia será probablemente irreversible, se prolongará durante décadas, y resultará casi imposible reconstruir el pacto jurídico y político entre ambas partes.
Ahora solo cabe decir que, lamentablemente y pese a que nos cueste reconocerlo, el Estado español ha fracasado en su proyecto constitucional del 78, al menos en lo que toca la composición de su modelo territorial. El marco de convivencia que nos dimos los españoles durante la Transición bajo el timón de una monarquía parlamentaria ha hecho aguas por todas partes, de tal forma que el conflicto catalán no es más que la punta del iceberg de un problema mucho más amplio que no hemos conseguido resolver desde que España se constituyó en Estado unitario hace quinientos años. De ahí que surjan inquietantes interrogantes: ¿Qué pasará a partir de ahora con las otras comunidades históricas como el País Vasco, Navarra o Galicia? ¿Se rebelarán también como ha pasado con Cataluña? ¿Se producirá un efecto contagio en otras comunidades limítrofes como el País Valenciano o Baleares, que siempre han estado en la ensoñación expansionista de quienes anhelan la construcción de unos futuros Països Catalans?


Han pasado cuarenta años desde que los españoles votamos la Constitución y desde entonces ningún Gobierno, ni del PP ni del PSOE, ha acometido la tarea necesaria de avanzar en el federalismo, aumentando el nivel de descentralización del Estado, salvo quizá, la honrosa excepción del ejecutivo dirigido por José Luis Rodríguez Zapatero, que trató de avanzar hacia el estado plurinacional mediante la aprobación del nuevo Estatut que otorgaba la condición de nación a Cataluña y nuevas competencias lingüísticas y fiscales. Lamentablemente el PP decidió boicotear, mediante el recurso al Constitucional de 2010, aquella reforma estatutaria que fue legítimamente aprobada por el Parlament y refrendada por el pueblo catalán, una reforma que hubiera supuesto una herramienta eficaz para aplacar las ansias independentistas, al menos durante un par de décadas. Con aquella actitud hostil y por momentos catalanofóbica hacia el nuevo Estatut de Zapatero –cabe recordar que desde las filas populares se llegó a promover un boicot a los productos catalanes– la derecha española, esa derecha cavernaria que nunca ha entendido que España es una nación de naciones, cometió un error colosal de dimensiones históricas que ahora puede costarnos muy caro. Después de aquello, todo fue a peor. Año tras año, la Diada registraba una participación de independentistas cada vez más numerosa y lejos de tomar la iniciativa para taponar la rebelión, Mariano Rajoy, fiel a su estilo camastrón consistente en dejar que todo se pudra, permitió que la situación se enquistara sin tomar decisión alguna. Quizá el incendio le interesara electoralmente haciendo bueno el dicho aquel de que a río revuelto ganancia de pescadores. No, señor Rajoy, entérese bien: a río revuelto, el caos.
Ahora ya es demasiado tarde para casi todo. Mucho nos tememos que, al margen de lo que pase en el referéndum, lo cual ya se antoja intrascendente, el día 1 los pilotos de la nave desvariante independentista subirán al balcón del Palau, enfervorecidos y ciegos de un patrioterismo tan barato como el españolista, y proclamarán unilateralmente la República Catalana libre e independiente. Entonces el abismo se abrirá a nuestros pies tanto para unionistas como para catalanistas. Cabría una remota y pequeña posibilidad de frenar el desastre de aquí al 1-O, fecha de celebración del polémico referéndum, y es que las partes suspendieran las hostilidades, se sentaran a negociar mediante un diálogo sincero y valiente y llegaran a un acuerdo para recuperar el marco legal que se ha roto, regulando el derecho a decidir tras una reforma constitucional y pactando una fecha para un futuro referéndum con garantías, esta vez sí, de acuerdo con la legalidad y pactado entre todos, en el que tomen parte las fuerzas políticas sin excepción. Lamentablemente eso, a fecha de hoy, parece cosa de ciencia ficción. Por tal motivo, a estas alturas, y sin temor a equivocarnos, todo parece irremediablemente perdido. Las trincheras ya se han cavado y hay gente dispuesta a usarlas.

Viñeta: Luis Sánchez / Iñaki y Frenchy

viernes, 22 de septiembre de 2017

PILAR DEL RÍO

 (Publicado en Revista Gurb el 22 de septiembre de 2017)

Todos los relojes siguen parados a las cuatro en punto de la tarde. Todos y cada uno de ellos. Como si se tratara de una de las asfixiantes y terroríficas alegorías noveladas del genial escritor portugués. A esa hora, justo a las cuatro en punto, se conocieron José y Pilar, y así han quedado las manecillas de los relojes que él coleccionaba, apuntando para siempre hacia ese norte amoroso que marcó la relación entre ambos. "Sí, es verdad, siguen marcando las cuatro de la tarde, cómo iba a interferir yo en un acto poético de esa magnitud", asegura Pilar del Río (Castril, 1950). Hace ya siete años de aquel odioso 18 de junio en que la maquinaria biológica, el reloj cardiaco de José Saramago, dejó de funcionar. Siete años sin la voz luminosa de la humanidad, siete años huérfanos de Saramago. Desde que él nos dejó, el mundo parece un lugar mucho más negro y oscuro de lo que ya era. Cómo hemos podido seguir viviendo sin él. Hoy Pilar, su esposa, que no su viuda porque ella “muerde” cuando le cuelgan ese funesto cartel, sigue presidiendo en Lisboa la fundación que lleva el nombre del premio Nobel. "No, nunca he tenido miedo a ser engullida ni por el ser humano ni por el genio. Conviví con un ser humano de igual a igual, como no puede ser de otra manera en las relaciones de pareja. En cuanto a escritor e intelectual, lo admiré y admiro tal como hacen miles de personas en el mundo. Y trabajar en su obra es un privilegio, no una merma". En sus conferencias y charlas por todo el mundo, la periodista y traductora no para de recitar páginas enteras de Saramago en una especie de ofrenda literaria póstuma tan hermosa como extenuante. Su voz es el instrumento que pone música a la letra inmortal del escritor. Un párrafo de una novela o un artículo de prensa aquí, una cita o un pensamiento allí… Para que no se nos olviden las verdades que nos dejó de puño y letra y que ya no queremos escuchar. Y así, mientras Pilar sigue hablándonos de Saramago, él se mantiene vivo en nuestra memoria.

Entrevista completa en Revista Gurb

miércoles, 20 de septiembre de 2017

ADÉU, COMPANYS


(Publicado en Revista Gurb el 8 de septiembre de 2017)
 
Lo digo con tiempo, para que no haya malos entendidos. Si hay guerra, conmigo que no cuenten. Tengo migrañas y soy miope, así que la puntería no es lo mío. Pero como la cosa se está poniendo rara rarita yo aviso a navegantes, ya sean coreanos o yanquis de Texas, nacionalistas castellanos o del Pirineo catalán: el que quiera guerra que vaya y se la pague. Un, dos, un, dos, reptando soldado ¡Ar! Además, la guerra cuesta un dineral y no está la cosa para alegrías.
Terrorismo yihadista, amenaza nuclear, choque de trenes en Cataluña… Es como si este verano le hubiesen echado algo al agua, un filtro que ha trastornado las cabezas. Quizá el veneno se llame nacionalismo, patrioterismo, xenofobia, vaya usted a saber, lo de siempre, lo que la humanidad lleva viendo y padeciendo durante siglos. El origen del mal se lo dejamos a Noam Chomsky, que se explica bastante mejor. El caso es que no se entiende el ardor guerrero que le ha entrado de repente al personal, y que me perdone Muñoz Molina por tomarle prestada la metáfora. Yihadismo tenemos para rato, para siglos, habría que decir, y lo de Trump y el coreano lo van a solucionar a misilazo limpio en una especie de duelo en OK Corral nuclear y planetario. Ahí no podemos hacer nada. Pero lo de Cataluña, lo de Cataluña es un fenómeno sobrenatural. La cosa se ha salido de madre de una manera absurda, descontrolada, inexplicable. ¿Cómo hemos llegado a este punto?, se preguntaba ayer Pepa Bueno en su primer programa tras las vacaciones. Quién sabe. Hace nada estábamos tocando rumbas en el Estadio Olímpico de Montjuïc, todos juntos, los Manolos, Freddie Mercury, la Caballé, amigos para siempre, y en un minuto ya estamos hablando de meter los tanques en Barcelona. Así somos los españoles, cuando nos aburrimos montamos una revuelta, una carlistada o una guerra civil para entretenernos un rato. Llevamos el mal en la sangre desde los tiempos de Viriato.
A todos aquellos a los que nos enseñaron que la patria es el hogar, que la nación no va más allá de la familia y los amigos y que no hay mejor bandera que el mantel florido de la mesa sobre el que se planta una suculenta paella, nunca podremos entender la pasión patriótica desmedida que casi siempre suele terminar mal. Por eso yo no soy nadie para decirle a los catalanes si tienen que quedarse o salirse del Reino de España, aunque en realidad, bien pensado, me da lo mismo. El conflicto catalán figura en el puesto 130, aproximadamente, en el ránking de mis problemas cotidianos como vulgar ser existencial que lucha por sobrevivir. Pero en cierto modo los entiendo, a veces a mí también me entran ganas de hacer el petate y largarme a la Patagonia para no regresar jamás a la maldita piel de toro. No resulta fácil convivir con los cómplices de una dictadura genocida y sus herederos, con los muertos de las cunetas que siguen sin exhumarse, con fundaciones franquistas pagadas con dinero de todos, con mausoleos a mayor gloria de tiranos, con borbones que a veces salen retorcidos, con corruptos que se ríen de los ciudadanos, con una derecha fascistona, con una fiesta nacional bárbara y sangrienta y con un presidente como Rajoy que siempre escurre el bulto cuando se le habla de algo que huele a Cataluña. Todo el odio y todo el asco que se puede sentir ante ese veneno español, ante esa leyenda negra hispana que se propaga por las venas de la historia como un cáncer eterno, lo puedo comprender, como también puedo comprender que quieran largarse para convertirse en un paraíso fiscal andorrano, en un Liechtenstein ibérico o en una sucia Suiza con la que escamotear algunos impuestillos.
Lo que no me cabe en la cabeza de ninguna de las maneras, al margen de que lo político no haya funcionado demasiado bien en la turbulenta relación secular entre Cataluña y España, es que alguien esté dispuesto a renunciar a una herencia cultural tan vasta, rica y prodigiosa como la española; que uno se niegue a escribir en la lengua universal de Cervantes, Quevedo y Lope solo por plantar una estrellita infantil en una bandera recién inventada; que repudie los versos de Machado, Lorca y Hernández por españolistas y no los ame como parte esencial de su vida, como el aire que respira; que no considere suyos los fascinantes muros del teatro romano de Mérida, la Alhambra de Granada, la Mezquita de Córdoba o El Escorial; que no le recorra cierto orgullo bien entendido ante un cuadro de Goya, Velázquez o El Greco; y que no se sienta el ser más afortunado del mundo por poder echarse al coleto un Rioja, un Ribera de Duero o un Alvariño e hincarle el diente a un buen cocido madrileño, un salmorejo andaluz, un pulpo gallego o una fabada asturiana.
Ignoro qué mentes perversas, padres, maestros y líderes de opinión han estado inoculando durante años el más profundo y visceral de los odios en esa juventud intransigente que hoy se envuelve en la estelada como si fuese la solución a todos los males de la Tierra, que abuchea himnos y banderas, que reniega de buena parte de su tesoro cultural y que se cree más progre y lista que nadie por hablar catalán, solo catalán y nada más que catalán. Amigos, si el 1-O decidís abriros y salir por piernas de España, cosa que no os reprocho, ya digo, contaréis con todo mi apoyo y bendición porque no hay nada más sagrado para una persona que la libertad de poder elegir su futuro. Pero al mismo tiempo os compadeceré sinceramente porque, lejos de perfeccionaros, lejos de enriqueceros, os amputaréis una parte esencial de vosotros mismos como ciudadanos y como pueblo. Si un ser humano es historia, cultura y lengua, vosotros os quedaréis tristemente mutilados, por mucho que los planes educativos quinquenales que a buen seguro diseñarán e implantarán los chicos jacobinos de la CUP, reinterpretarán, falsearán y tergiversarán convenientemente la historia para seguir alimentando el odio fraterno. Pero qué otra cosa se puede esperar de gente que ha hecho del triste manual materialista y del pragmatismo maquiavélico su razón de existir, despreciando cualquier clase de romanticismo e ideal espiritual por sensibloide y burgués. Probablemente muchos independentistas son víctimas también, esta vez no de la malvada y totalitaria España, sino de la incultura fomentada por una parte de Cataluña, la aviesa y rancia, que también la hay. Quizá por eso –porque durante años les han prohibido maestros honestos que cuenten la verdad sobre la historia y buenos libros–, ahora son incapaces de comprender que ellos no han inventado nada, que no son seres únicos y especiales llamados a cumplir una misión trascendental, que la historia se repite una y otra vez y que no son más que sucesivas fotocopias de otros revolucionarios que ya pasaron en siglos anteriores por un trance similar, fracasando también.
Doy por hecho que este artículo a los independentistas les parecerá un sermón españolista intragable e incluso se me tachará de “fascista”, como suelen hacer con todo aquel que se sale de la ortodoxia soberanista y dice aquello que no les agrada escuchar. Otro error histórico garrafal que suelen cometer habitualmente: confundir España con el fascismo cuando España ya existía 500 años antes de que naciera el maldito Franco.
De modo que si el 1-O sale el sí, mi más sincera enhorabuena, companys. Bona sort i que vagi bé. Aunque mucho nos tememos que al día siguiente de la proclamación de la gloriosa república independiente, los catalanes seguirán viajando en destartalados vagones de viejos trenes de Cercanías, el paro continuará disparado por las nubes, las huelgas en el Prat estarán a la orden del día y los canallas aprovechados de siempre volverán a por su 3 por ciento, como han hecho toda la vida. Eso sí, para entonces, una vez más, los iluminados y ambiciosos salvapatrias que buscan su hueco inmundo en un rincón de la historia habrán arrastrado al pueblo a una trinchera que ellos, por supuesto, jamás pisarán.

Viñeta: El Koko Parrilla

LOS HERMANOS MARX EN CATALONIA

 
 (Publicado en Revista Gurb el 8 de septiembre de 2017)

El 23 de febrero de 1981, un grupo de guardias civiles al mando de un teniente coronel con ínfulas de grandeza asaltó el Congreso de los Diputados haciendo bueno el dicho aquel de que España es país de pronunciamientos. Esta semana la asonada no la ha perpetrado un oficial de la Benemérita con cara avinagrada llegado del siglo diecinueve, sino un comando bastante más peculiar salido de la escuela del humor absurdo de los mismísimos Hermanos Marx. Estamos hablando de los Puigdemont, Junqueras y Forcadell, que el pasado miércoles irrumpieron en los salones del Parlament, como aquel estrafalario Rufus T. Firefly, dispuestos a rodar una secuencia antológica que ni Sopa de Ganso. No había más que sustituir los países ficticios de aquella vieja y gran película –Sylvania y Libertonia– por Catalonia, para que todo fuera un calco perfecto de la disparatada e inmortal comedia. ¿Qué otra explicación cabe si no para ese espectáculo de risas y vodevil que se vivió durante la sesión de aprobación de la sempiterna ley de referéndum? Costaba trabajo asumir que una institución tan seria, venerable y respetada a lo largo de los siglos se pudiera convertir de la noche a la mañana en el camarote de Groucho, Chico y Harpo, incluso en algo mucho peor, en una sesión del parlamento español con Rafa Hernando ejerciendo de improvisado showman sin gracia. Pero, lamentablemente, y aunque nos pese reconocerlo, así fue.
Todo en aquella histórica sesión resultó kafkiano, delirante, digno de una mala opereta. Los soberanistas entraron en el salón de plenos dispuestos a que la ley saliera adelante por lo civil o por lo criminal, aunque para ello tuvieran que saltarse a la torera todos los reglamentos, códigos de buenas prácticas parlamentarias y disposiciones internas de la cámara. Como si una droga alucinógena se hubiese apoderado de todos sus miembros, como si un porro masivo los hubiese colocado definitivamente en el limbo, catapultándolos a un viaje lisérgico y delirante que ni el del capitán Bowman en 2001, una odisea espacial, los de Junts Pel Sí y de la CUP decidieron que ese y no otro era el día elegido por ellos, absolutistamente, para tirar a la basura quinientos años de historia.
Una atmósfera enrarecida, enfermiza, maligna, se había apoderado del hemiciclo. Era como si los independentistas, que durante los últimos meses no habían dejado de darnos la brasa con la dichosa desconexión, no se hubiesen dado cuenta de que quizá lo que se había desconectado definitivamente era la red neuronal de alguno de sus dirigentes. De una forma u otra, España tenía que salir liquidada de aquella sesión, sin solución de continuidad, y ni un nuevo fichaje de Neymar por el Barsa hubiera podido impedirlo. Era tal el empeño, la cerrazón, el obstinamiento, que Junts Pel Sí bien podría refundarse próximamente con un nuevo nombre: Junts pel Sí o Sí.
Desde primera hora de la mañana se veía que los protagonistas de la mañana no iban a ser otros más que el esperpento y la crispación. Los soberanistas pensaban que el trámite de aprobación de la ley de referéndum sería un coser y cantar, un camino de rosas en día de Sant Jordi, y que la cosa se aprobaría sin que nadie, ni siquiera el furibundo García Albiol, tuviera tiempo de decir ni mu. Pero se equivocaron de todas todas. De entrada, algunos funcionarios y letrados de la cámara autonómica les salieron ranas, más ranas que las del estanque de Esperanza Aguirre, y ya en los prolegómenos del acto mostraron abiertamente su disconformidad con una ley que, según ellos, más que ley era delito. Fue la primera en la frente de Junqueras, el de la mirada desnortada, y en la del honorable Puigdemont, que amortiguó la pedrada con su tupido flequillo. No obstante, y pese al amotinamiento inesperado de los funcionarios del Parlament, los soberanistas decidieron hacer oídos sordos a las advertencias y seguir adelante en su aquelarre independentista, pasando al plan B, o sea tramitar el engendro legal por la vía extraordinaria, que es tanto como decir: ¿no queríais ley? Pues toma dos tazas. Nada iba a conseguir frenar a Puigdemont en su ansia de pasar a la historia como patriarca de la maltratada patria catalana, aunque para ello tuviera que cometer más irregularidades parlamentarias que poligoneras pasan a diario por el plató de Mujeres y Hombres y Viceversa. El momento de máxima tensión llegó cuando los letrados advertían a sus señorías de que la ley era ilegal, según el Tribunal Constitucional, y cuando el propio secretario general del Parlament, Xavier Muro, se negó a dar la orden de publicarla en el Boletín Oficial. Entonces prendió la chispa de la discordia, la bronca tabernaria y el guerracivilismo latente. La cosa empeoró cuando, según algunas fuentes, la presidenta del Parlament de Cataluña decidió, por su cuenta y riesgo y de forma subrepticia, enviar el borrador desde su ordenador personal para su publicación inmediata. La "única autoridad aquí soy yo", debió pensar doña Carma, emulando a cierta política del PSOE en cierto congreso federal de cierto partido socialista del que no queremos acordarnos. En ese momento, al ver pisoteados sus derechos parlamentarios, todos los partidos del bloque constitucionalista, o sea lo que queda de la oposición en Cataluña, se levantaron y alzaron su voz como uno solo y se unieron en sus críticas y reproches contra Junts Pel Sí o Sí y sus socios de la CUP. Tal unanimidad y unidad de acción entre derechas, izquierdas y centros no se veía desde los tiempos de Wifredo El Velloso. Allí estaban, codo con codo, la bella Arrimadas con la bestia parda Albiol; el refinado Iceta y el falangito Rivera; mientras los podemitas catalanes quedaban muditos y guardaban un silencio tancredil, neutral, ciertamente revelador. "Ya no podemos", debió pensar Pablo Iglesias ante el televisor mientras miraba de reojo, suspirando, hacia el retrato de Ada Colau colgado de la pared entre la bandera de Venezuela y el póster de Juego de Tronos. Con las malas artes de los soberanistas, toda la legalidad vigente, los reglamentos parlamentarios seculares y el ritual sagrado de la democracia saltaban por los aires en menos de cinco minutos en aras de un solo y único objetivo: votar. "Anem a votar", repetía una y otra vez, machacona y obsesiva, la presidenta Forcadell, que parecía tener prisa por terminar el acto cuanto antes y declarar la Primera República Independiente de su casa, en plan Ikea.
Y así se escribió la fatal historia. Fue el día del bochorno, la infamia y la "patada a la democracia", por emplear la vulgar metáfora sorayiana. Fue el día en que se vio perfectamente que los independentistas habían optado por la huida hacia adelante (hasta tirarse por el precipicio si era necesario) por el trágala a cualquier precio, por la imposición del proyecto político de una mitad sobre la otra mitad del pueblo catalán. Así nunca construirán un país, todo lo más medio. Así el estado supuestamente libre y democrático que piensan fundar será una cosa entre trotskista y ultramontana, sectaria, jacobina; un régimen que silencia a la oposición, purga a sus funcionarios y disidentes y se pasa la ley por la butifarra. Levantar una república de esa guisa, en cinco minutos apresurados, sin el consenso necesario, entre el barullo y el atropello, a la carrera, como pollo sin cabeza, no tiene demasiado futuro. Si pretendían convencer al mundo libre de que están listos y maduros para ser soberanos, con tal gallinero, algarada, despendole y falta de seriedad hasta los lituanos y letones, los únicos amigos que parecían apoyarles en su revolución de Pancho Villa, empiezan a dudar ya del experimento.
¡Cómo echamos de menos aquel "seny" tan elegante y catalán de antaño! ¿Qué fue de todo aquello? Enterrado, sin duda, entre las litronas, cartelazos y esteladas de la intransigente muchachada “cupera”.
Y mientras todo eso sucedía en el hemiciclo, y en un nuevo episodio surrealista, Artur Mas, el honorable Artur, instaba a cada catalán a aportar unos eurillos de su bolsillo, como colecta improvisada, para hacer frente al multazo que el Tribunal de Cuentas le ha puesto como instigador de la consulta del 9N. Solo le faltó vestirse de faralae y ponerse la peineta de Lola Flores para decir aquello tan castizo de: "si cada español me diera una pesetilla…" Él vino a decir lo mismo, solo que con acento del Ampurdán: "si cadascú posa una mica…" ¿Ves Artur como españoles y catalanes no somos tan diferentes? Al final, el ADN no vale tanto, la sangre es muy parecida y todos vamos a lo mismo: la pela es la pela. O como diría Groucho Marx: "¿Pagar la cuenta? ¡Qué costumbre tan absurda!"

Viñeta: Becs

jueves, 14 de septiembre de 2017

EL TRASTORNO HISTÓRICO



Pues ya lo tenemos. Hemos vuelto a las andadas, a los viejos tiempos, las dos Españas, la carlistada, la contienda fratricida, el sectarismo y lo mágico/irracional como forma de pensamiento. Una sangre maldita corre por nuestras venas bárbaras de pueblo sin civilizar. Aquí no hubo ilustrados, solo salvapatrias y paletos cantamañanas. Lo que tardamos años en construir lo arrasamos en cuatro días. Somos salvajes con el hacha en la mano y el gañido animal en la garganta, guerreros con el mono de la violencia metido en el cuerpo. Mientras sembramos la paz, cultivamos el odio. Mientras nos damos la mano, afilamos la faca. La convivencia pacífica nos aburre soberanamente, eso es cosa de nórdicos pusilánimes. La piel de toro es tierra de tribus bravas, atávicas, cuasiafricanas, primitivas, enfrentadas. Las heridas nunca cicatrizan, los odios se eternizan y se heredan de generación en generación. La escopeta del abuelo siempre está cargada y presta para liquidar al adversario. Los fantasmas del pasado nos azuzan, los muertos de antaño susurran a nuestros oídos pidiendo sangre y venganza. Levantamos necias banderas y enterramos libros sensatos que nos avisan de la tragedia. Hacemos de la política un campo de batalla; del diálogo un combate a muerte; del lenguaje un arma mortífera. Facha, rojo, franquista, independentista, charnego. Las palabras son bombas que nos estallan en la cara. Hablamos de urnas pero nos pone la guerra. Hablamos de democracia pero no sabemos lo que significa. Somos un pueblo inculto, violento, cainita, rencoroso. No tenemos remedio. Y así será, hasta nuestra extinción total. ¿Cómo vamos a creernos que el PP es un partido auténticamente demócrata si cada vez que sale el nombre de Franco a relucir bajan la cabeza sumisamente, como si se les apareciera el dueño, señor y patrón? Pazo de Meirás: no saben no contestan; Valle de los Caídos: silencio administrativo; fosas comunes y desaparecidos de la guerra civil: pasan palabra. Cada cosa que tiene que ver con condenar el franquismo a los señores del PP les produce alergia y confusión mental. Deberían empezar por sanar ese trastorno histórico, que las demás derechas europeas ya superaron hace tiempo, antes de dar lecciones de democracia a nadie.

viernes, 8 de septiembre de 2017

DE JOAN COSCUBIELA, LA BANDERA BLANCA E IRMA



UN DEMÓCRATA DE PEDIGRÍ. "No soy independentista pero daría mi libertad para que defendieran sus ideas", dice Joan Coscubiela, portavoz de Catalunya Sí que es Pot. Su discurso memorable en el Parlament durante la grotesca sesión de la pasada semana pasará a la historia como un ejemplo de lucidez, inteligencia y altura política. Fue uno de los pocos diputados que consiguió elevarse sobre el fango y el ruido para acertar en el diagnóstico catalán con una voz honesta y valiente. "Estoy aquí porque mis padres me enseñaron a luchar por mis derechos. No quiero que mi hijo Daniel viva en un país donde la mayoría pueda tapar los derechos de los que no piensan como ella", afirmó con rotundidad. La tragedia de la política española es que desde hace un tiempo se ha instalado en ella el discurso del odio, el fanatismo ciego y la mediocridad. Coscubiela está muy por encima del nivel betún que lo enfanga todo. Bajo su apariencia de hombre frágil y educado se esconde la fortaleza moral de un librepensador clásico a la europea, la autoridad de un político de los que ya no quedan. Coscubiela defendió los derechos de los trabajadores cuando hacerlo suponía dar con los huesos en la cárcel, de modo que lo avala su trayectoria como luchador antifranquista. No necesita alardear de lo larga que la tiene (la mentalidad democrática) ni llevar el carné de demócrata en los dientes, como hacen otros a todas horas. "Comparar el Estado español con el fascismo es un disparate. Si lo hacemos acabamos absolviendo al franquismo", ha dicho sin ambigüedades esta misma mañana en otra perla para enmarcar. Nadie, ni siquiera Rufián, debería tener la osadía de poner en duda el compromiso con la libertad de este hombre menudo en aspecto físico pero gigante en talla intelectual. En un tiempo en que los niñatos de la CUP van dando lecciones de lucha antifascista todo el rato, adoptando una pose empalagosa tan impostada como insoportable, un hombre socrático, tranquilo y racional que conoció en sus propias carnes la humedad de las lóbregas cárceles franquistas, ha levantado la voz para denunciar la anarquía en la que está cayendo la política catalana. Coscubiela es un demócrata de pedigrí, una especie en vías de extinción que es preciso preservar, como el lince ibérico, y por eso ya lo han señalado los fanáticos que han emprendido la caza del hombre. Siempre pasa en España. Cuando estalla la guerra, el primer fusilado es el más justo y ecuánime. El que se atreve a decir la verdad. 

LOS SíMBOLOS. La bandera blanca es la más hermosa porque no necesita colores, ni franjas o cuadros, ni símbolo alguno que la enturbie. La bandera blanca es inocente, virginal, limpia, neutra, pacífica. No se adorna con escudos heráldicos manchados de sangre, ni con estrellas históricas amenazantes, ni con rampantes leones voraces o sinuosas serpientes traidoras. La bandera blanca es la perfección de la sencillez. Sin retóricas baratas, ni estúpidos argumentos políticos, ni discursos tramposos que solo conducen a la guerra. La bandera blanca es la única que merece ser abrazada con amor porque, con el tiempo, algún día, cuando el ser humano supere su estadio infantil marcado por la enfermedad del odio, el racismo y la violencia, será la bandera de todos. Y con ella, enarbolada en nombre de la paz y la fraternidad entre los pueblos de la Tierra, marcharemos unidos en pos de un futuro mejor para nuestros hijos. Un futuro próspero y resplandeciente donde el mal ya no podrá hacernos daño y el único himno que sonará a los cuatro vientos será la carcajada alegre de un niño.
  
          IRMA. El mayor huracán atlántico de la historia, devastará Estados Unidos irremediablemente, según ha alertado el responsable de los servicios de emergencias norteamericanos. Cada año los temporales son más violentos, un efecto que todos los expertos atribuyen al cambio climático. Sin embargo, y pese a que la magnitud del desastre va en aumento, el presidente (por llamarlo de alguna manera) Trump sigue con sus políticas negacionistas trágicas para la humanidad. Su poder es inmenso, tanto que se ha permitido el lujo de sacar a EE.UU del convenio de París saltándose las recomendaciones de los científicos. Trump se cree una especie de dios pero este mes de septiembre va a sentir un poder todavía mayor que el que ostenta él: el poder devastador de las fuerzas cósmicas que se revuelve contra la arrogancia humana. Muertos, heridos, desaparecidos, miles de personas sin hogar, cientos de millones de dólares en pérdidas... Eso es lo que les espera a los americanos. Y cada año la destrucción será mayor. Son las consecuencias mayores de votar a un idiota.