(Publicado en Revista Gurb el 8 de septiembre de 2017)
Lo digo con tiempo, para que no haya
malos entendidos. Si hay guerra, conmigo que no cuenten. Tengo migrañas y
soy miope, así que la puntería no es lo mío. Pero como la cosa se está
poniendo rara rarita yo aviso a navegantes, ya sean coreanos o yanquis
de Texas, nacionalistas castellanos o del Pirineo catalán: el que quiera
guerra que vaya y se la pague. Un, dos, un, dos, reptando soldado ¡Ar!
Además, la guerra cuesta un dineral y no está la cosa para alegrías.
Terrorismo yihadista, amenaza nuclear,
choque de trenes en Cataluña… Es como si este verano le hubiesen echado
algo al agua, un filtro que ha trastornado las cabezas. Quizá el veneno
se llame nacionalismo, patrioterismo, xenofobia, vaya usted a saber, lo
de siempre, lo que la humanidad lleva viendo y padeciendo durante
siglos. El origen del mal se lo dejamos a Noam Chomsky, que se explica
bastante mejor. El caso es que no se entiende el ardor guerrero que le
ha entrado de repente al personal, y que me perdone Muñoz Molina por
tomarle prestada la metáfora. Yihadismo tenemos para rato, para siglos,
habría que decir, y lo de Trump y el coreano lo van a solucionar a
misilazo limpio en una especie de duelo en OK Corral nuclear y
planetario. Ahí no podemos hacer nada. Pero lo de Cataluña, lo de
Cataluña es un fenómeno sobrenatural. La cosa se ha salido de madre de
una manera absurda, descontrolada, inexplicable. ¿Cómo hemos llegado a
este punto?, se preguntaba ayer Pepa Bueno en su primer programa tras
las vacaciones. Quién sabe. Hace nada estábamos tocando rumbas en el
Estadio Olímpico de Montjuïc, todos juntos, los Manolos, Freddie
Mercury, la Caballé, amigos para siempre, y en un minuto ya estamos
hablando de meter los tanques en Barcelona. Así somos los españoles,
cuando nos aburrimos montamos una revuelta, una carlistada o una guerra
civil para entretenernos un rato. Llevamos el mal en la sangre desde los
tiempos de Viriato.
A todos aquellos a los que nos enseñaron
que la patria es el hogar, que la nación no va más allá de la familia y
los amigos y que no hay mejor bandera que el mantel florido de la mesa
sobre el que se planta una suculenta paella, nunca podremos entender la
pasión patriótica desmedida que casi siempre suele terminar mal. Por eso
yo no soy nadie para decirle a los catalanes si tienen que quedarse o
salirse del Reino de España, aunque en realidad, bien pensado, me da lo
mismo. El conflicto catalán figura en el puesto 130, aproximadamente, en
el ránking de mis problemas cotidianos como vulgar ser existencial que
lucha por sobrevivir. Pero en cierto modo los entiendo, a veces a mí
también me entran ganas de hacer el petate y largarme a la Patagonia
para no regresar jamás a la maldita piel de toro. No resulta fácil
convivir con los cómplices de una dictadura genocida y sus herederos,
con los muertos de las cunetas que siguen sin exhumarse, con fundaciones
franquistas pagadas con dinero de todos, con mausoleos a mayor gloria
de tiranos, con borbones que a veces salen retorcidos, con corruptos que
se ríen de los ciudadanos, con una derecha fascistona, con una fiesta
nacional bárbara y sangrienta y con un presidente como Rajoy que siempre
escurre el bulto cuando se le habla de algo que huele a Cataluña. Todo
el odio y todo el asco que se puede sentir ante ese veneno español, ante
esa leyenda negra hispana que se propaga por las venas de la historia
como un cáncer eterno, lo puedo comprender, como también puedo
comprender que quieran largarse para convertirse en un paraíso fiscal
andorrano, en un Liechtenstein ibérico o en una sucia Suiza con la que
escamotear algunos impuestillos.
Lo que no me cabe en la cabeza de
ninguna de las maneras, al margen de que lo político no haya funcionado
demasiado bien en la turbulenta relación secular entre Cataluña y
España, es que alguien esté dispuesto a renunciar a una herencia
cultural tan vasta, rica y prodigiosa como la española; que uno se
niegue a escribir en la lengua universal de Cervantes, Quevedo y Lope
solo por plantar una estrellita infantil en una bandera recién
inventada; que repudie los versos de Machado, Lorca y Hernández por
españolistas y no los ame como parte esencial de su vida, como el aire
que respira; que no considere suyos los fascinantes muros del teatro
romano de Mérida, la Alhambra de Granada, la Mezquita de Córdoba o El
Escorial; que no le recorra cierto orgullo bien entendido ante un cuadro
de Goya, Velázquez o El Greco; y que no se sienta el ser más afortunado
del mundo por poder echarse al coleto un Rioja, un Ribera de Duero o un
Alvariño e hincarle el diente a un buen cocido madrileño, un salmorejo
andaluz, un pulpo gallego o una fabada asturiana.
Ignoro qué mentes perversas, padres,
maestros y líderes de opinión han estado inoculando durante años el más
profundo y visceral de los odios en esa juventud intransigente que hoy
se envuelve en la estelada como si fuese la solución a todos los males
de la Tierra, que abuchea himnos y banderas, que reniega de buena parte
de su tesoro cultural y que se cree más progre y lista que nadie por
hablar catalán, solo catalán y nada más que catalán. Amigos, si el 1-O
decidís abriros y salir por piernas de España, cosa que no os reprocho,
ya digo, contaréis con todo mi apoyo y bendición porque no hay nada más
sagrado para una persona que la libertad de poder elegir su futuro. Pero
al mismo tiempo os compadeceré sinceramente porque, lejos de
perfeccionaros, lejos de enriqueceros, os amputaréis una parte esencial
de vosotros mismos como ciudadanos y como pueblo. Si un ser humano es
historia, cultura y lengua, vosotros os quedaréis tristemente mutilados,
por mucho que los planes educativos quinquenales que a buen seguro
diseñarán e implantarán los chicos jacobinos de la CUP, reinterpretarán,
falsearán y tergiversarán convenientemente la historia para seguir
alimentando el odio fraterno. Pero qué otra cosa se puede esperar de
gente que ha hecho del triste manual materialista y del pragmatismo
maquiavélico su razón de existir, despreciando cualquier clase de
romanticismo e ideal espiritual por sensibloide y burgués. Probablemente
muchos independentistas son víctimas también, esta vez no de la malvada
y totalitaria España, sino de la incultura fomentada por una parte de
Cataluña, la aviesa y rancia, que también la hay. Quizá por eso –porque
durante años les han prohibido maestros honestos que cuenten la verdad
sobre la historia y buenos libros–, ahora son incapaces de comprender
que ellos no han inventado nada, que no son seres únicos y especiales
llamados a cumplir una misión trascendental, que la historia se repite
una y otra vez y que no son más que sucesivas fotocopias de otros
revolucionarios que ya pasaron en siglos anteriores por un trance
similar, fracasando también.
Doy por hecho que este artículo a los
independentistas les parecerá un sermón españolista intragable e incluso
se me tachará de “fascista”, como suelen hacer con todo aquel que se
sale de la ortodoxia soberanista y dice aquello que no les agrada
escuchar. Otro error histórico garrafal que suelen cometer
habitualmente: confundir España con el fascismo cuando España ya existía
500 años antes de que naciera el maldito Franco.
De modo que si el 1-O sale el sí, mi más sincera enhorabuena, companys. Bona sort i que vagi bé. Aunque
mucho nos tememos que al día siguiente de la proclamación de la
gloriosa república independiente, los catalanes seguirán viajando en
destartalados vagones de viejos trenes de Cercanías, el paro continuará
disparado por las nubes, las huelgas en el Prat estarán a la orden del
día y los canallas aprovechados de siempre volverán a por su 3 por
ciento, como han hecho toda la vida. Eso sí, para entonces, una vez más,
los iluminados y ambiciosos salvapatrias que buscan su hueco inmundo en
un rincón de la historia habrán arrastrado al pueblo a una trinchera
que ellos, por supuesto, jamás pisarán.
Viñeta: El Koko Parrilla
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