miércoles, 20 de septiembre de 2017

ADÉU, COMPANYS


(Publicado en Revista Gurb el 8 de septiembre de 2017)
 
Lo digo con tiempo, para que no haya malos entendidos. Si hay guerra, conmigo que no cuenten. Tengo migrañas y soy miope, así que la puntería no es lo mío. Pero como la cosa se está poniendo rara rarita yo aviso a navegantes, ya sean coreanos o yanquis de Texas, nacionalistas castellanos o del Pirineo catalán: el que quiera guerra que vaya y se la pague. Un, dos, un, dos, reptando soldado ¡Ar! Además, la guerra cuesta un dineral y no está la cosa para alegrías.
Terrorismo yihadista, amenaza nuclear, choque de trenes en Cataluña… Es como si este verano le hubiesen echado algo al agua, un filtro que ha trastornado las cabezas. Quizá el veneno se llame nacionalismo, patrioterismo, xenofobia, vaya usted a saber, lo de siempre, lo que la humanidad lleva viendo y padeciendo durante siglos. El origen del mal se lo dejamos a Noam Chomsky, que se explica bastante mejor. El caso es que no se entiende el ardor guerrero que le ha entrado de repente al personal, y que me perdone Muñoz Molina por tomarle prestada la metáfora. Yihadismo tenemos para rato, para siglos, habría que decir, y lo de Trump y el coreano lo van a solucionar a misilazo limpio en una especie de duelo en OK Corral nuclear y planetario. Ahí no podemos hacer nada. Pero lo de Cataluña, lo de Cataluña es un fenómeno sobrenatural. La cosa se ha salido de madre de una manera absurda, descontrolada, inexplicable. ¿Cómo hemos llegado a este punto?, se preguntaba ayer Pepa Bueno en su primer programa tras las vacaciones. Quién sabe. Hace nada estábamos tocando rumbas en el Estadio Olímpico de Montjuïc, todos juntos, los Manolos, Freddie Mercury, la Caballé, amigos para siempre, y en un minuto ya estamos hablando de meter los tanques en Barcelona. Así somos los españoles, cuando nos aburrimos montamos una revuelta, una carlistada o una guerra civil para entretenernos un rato. Llevamos el mal en la sangre desde los tiempos de Viriato.
A todos aquellos a los que nos enseñaron que la patria es el hogar, que la nación no va más allá de la familia y los amigos y que no hay mejor bandera que el mantel florido de la mesa sobre el que se planta una suculenta paella, nunca podremos entender la pasión patriótica desmedida que casi siempre suele terminar mal. Por eso yo no soy nadie para decirle a los catalanes si tienen que quedarse o salirse del Reino de España, aunque en realidad, bien pensado, me da lo mismo. El conflicto catalán figura en el puesto 130, aproximadamente, en el ránking de mis problemas cotidianos como vulgar ser existencial que lucha por sobrevivir. Pero en cierto modo los entiendo, a veces a mí también me entran ganas de hacer el petate y largarme a la Patagonia para no regresar jamás a la maldita piel de toro. No resulta fácil convivir con los cómplices de una dictadura genocida y sus herederos, con los muertos de las cunetas que siguen sin exhumarse, con fundaciones franquistas pagadas con dinero de todos, con mausoleos a mayor gloria de tiranos, con borbones que a veces salen retorcidos, con corruptos que se ríen de los ciudadanos, con una derecha fascistona, con una fiesta nacional bárbara y sangrienta y con un presidente como Rajoy que siempre escurre el bulto cuando se le habla de algo que huele a Cataluña. Todo el odio y todo el asco que se puede sentir ante ese veneno español, ante esa leyenda negra hispana que se propaga por las venas de la historia como un cáncer eterno, lo puedo comprender, como también puedo comprender que quieran largarse para convertirse en un paraíso fiscal andorrano, en un Liechtenstein ibérico o en una sucia Suiza con la que escamotear algunos impuestillos.
Lo que no me cabe en la cabeza de ninguna de las maneras, al margen de que lo político no haya funcionado demasiado bien en la turbulenta relación secular entre Cataluña y España, es que alguien esté dispuesto a renunciar a una herencia cultural tan vasta, rica y prodigiosa como la española; que uno se niegue a escribir en la lengua universal de Cervantes, Quevedo y Lope solo por plantar una estrellita infantil en una bandera recién inventada; que repudie los versos de Machado, Lorca y Hernández por españolistas y no los ame como parte esencial de su vida, como el aire que respira; que no considere suyos los fascinantes muros del teatro romano de Mérida, la Alhambra de Granada, la Mezquita de Córdoba o El Escorial; que no le recorra cierto orgullo bien entendido ante un cuadro de Goya, Velázquez o El Greco; y que no se sienta el ser más afortunado del mundo por poder echarse al coleto un Rioja, un Ribera de Duero o un Alvariño e hincarle el diente a un buen cocido madrileño, un salmorejo andaluz, un pulpo gallego o una fabada asturiana.
Ignoro qué mentes perversas, padres, maestros y líderes de opinión han estado inoculando durante años el más profundo y visceral de los odios en esa juventud intransigente que hoy se envuelve en la estelada como si fuese la solución a todos los males de la Tierra, que abuchea himnos y banderas, que reniega de buena parte de su tesoro cultural y que se cree más progre y lista que nadie por hablar catalán, solo catalán y nada más que catalán. Amigos, si el 1-O decidís abriros y salir por piernas de España, cosa que no os reprocho, ya digo, contaréis con todo mi apoyo y bendición porque no hay nada más sagrado para una persona que la libertad de poder elegir su futuro. Pero al mismo tiempo os compadeceré sinceramente porque, lejos de perfeccionaros, lejos de enriqueceros, os amputaréis una parte esencial de vosotros mismos como ciudadanos y como pueblo. Si un ser humano es historia, cultura y lengua, vosotros os quedaréis tristemente mutilados, por mucho que los planes educativos quinquenales que a buen seguro diseñarán e implantarán los chicos jacobinos de la CUP, reinterpretarán, falsearán y tergiversarán convenientemente la historia para seguir alimentando el odio fraterno. Pero qué otra cosa se puede esperar de gente que ha hecho del triste manual materialista y del pragmatismo maquiavélico su razón de existir, despreciando cualquier clase de romanticismo e ideal espiritual por sensibloide y burgués. Probablemente muchos independentistas son víctimas también, esta vez no de la malvada y totalitaria España, sino de la incultura fomentada por una parte de Cataluña, la aviesa y rancia, que también la hay. Quizá por eso –porque durante años les han prohibido maestros honestos que cuenten la verdad sobre la historia y buenos libros–, ahora son incapaces de comprender que ellos no han inventado nada, que no son seres únicos y especiales llamados a cumplir una misión trascendental, que la historia se repite una y otra vez y que no son más que sucesivas fotocopias de otros revolucionarios que ya pasaron en siglos anteriores por un trance similar, fracasando también.
Doy por hecho que este artículo a los independentistas les parecerá un sermón españolista intragable e incluso se me tachará de “fascista”, como suelen hacer con todo aquel que se sale de la ortodoxia soberanista y dice aquello que no les agrada escuchar. Otro error histórico garrafal que suelen cometer habitualmente: confundir España con el fascismo cuando España ya existía 500 años antes de que naciera el maldito Franco.
De modo que si el 1-O sale el sí, mi más sincera enhorabuena, companys. Bona sort i que vagi bé. Aunque mucho nos tememos que al día siguiente de la proclamación de la gloriosa república independiente, los catalanes seguirán viajando en destartalados vagones de viejos trenes de Cercanías, el paro continuará disparado por las nubes, las huelgas en el Prat estarán a la orden del día y los canallas aprovechados de siempre volverán a por su 3 por ciento, como han hecho toda la vida. Eso sí, para entonces, una vez más, los iluminados y ambiciosos salvapatrias que buscan su hueco inmundo en un rincón de la historia habrán arrastrado al pueblo a una trinchera que ellos, por supuesto, jamás pisarán.

Viñeta: El Koko Parrilla

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