(Publicado en Revista Gurb el 22 de septiembre de 2017)
Como todo el mundo hablaba de It,
me fui al cine a ver qué tal. Finalmente, y mira que me lo temía, nada
del otro jueves, una sucesión de sustos facilones, tomate a mansalva y
vísceras como para una parrillada dominguera. Otra decepción, otro bluf,
la enésima película para reventar taquillas y colapsar de miocardios
las urgencias. Será una pedrada mía, pero hace tiempo que uno va al cine
resignado a ver la misma película una y otra vez. En It no hay nada nuevo bajo el sol, nada que no hayamos visto antes en Viernes 13 o Pesadilla en Elm Street,
a las que parece querer rendir tributo peligrosamente. Hollywood nos
toma por gilipollas, obsequiándonos con productos cinematográficos
hechos por niños y para niños. La infantilización del mundo, sobre todo
de la política y del arte, alcanza cotas grotescas. Si los creadores de It
pretendían homenajear a Stephen King, ese autor injustamente tratado
por la crítica que ha indagado como nadie en los miedos, trastornos y
terrores humanos –salvo quizá Poe, Lovecraft y algún otro–, flaco favor
le han hecho al genial narrador de Portland. No tenemos más que leer Los Lagolieros,
una novela sobre los pasajeros de un avión que sufre un extraño suceso y
que se anticipa una década al 11S, e incluso a la serie Perdidos,
para darnos cuenta de que estamos ante un novelista que escribe bien y
que sabe trabajarse los mecanismos narrativos. Eso por no hablar de
otros relatos gloriosos como el claustrofóbico Rita Hayworth y la redención de Shawshank (Cadena perpetua en España), historia sobre un preso inocente que se chupa unos cuantos años de cárcel; La milla verde, cuento terrorífico sobre el corredor de la muerte, por momentos realista por momentos de una belleza ascética y profunda; o Misery,
la novela sobre esa pirada a quien la obsesión le lleva a secuestrar a
su escritor favorito de best sellers y que nos dejó la interpretación
magistral de Kathy Bates. Por supuesto, no podemos olvidarnos de El Resplandor, Cuenta conmigo, La niebla, Carrie
y tantas otras alegorías sobre el convulso mundo de hoy que darían para
un Nobel sin ningún problema. El universo King es tan vasto y
prodigioso como rico en personajes, reales u oníricos, y en historias
originales.
Pero no hemos venido aquí a hablar de King ni de su libro, parafraseando a Paco Umbral. Si algo potable se puede sacar de It,
aparte del dichoso y manido payaso Pennywise que sí, que vale, que
acojona como un yihadista suelto en una feria rebosante de gente, no lo
vamos a negar, es esa idea de que el miedo es menos miedo cuando la
sociedad, la comunidad, se une contra él. Mientras los niños se
mantienen juntos en medio de la pesadilla, mientras la civiliación
permanece cohesionada frente a la barbarie, los poderes sobrenaturales
del monstruo pierden efecto, y entre todos consiguen derrotar al
engendro maligno salido de las alcantarillas de la siniestra ciudad de
Derry, trasunto de la ley y el orden frente al caos y la salvajada que
representa el bicho anidado en las cloacas del Estado de Derecho. Y es
verdad que hacer piña es la mejor manera de superar el miedo. Lo
comprobamos cada vez que se comete un atentado terrorista y los
ciudadanos salimos en manifestación, codo con codo, para enfrentarnos
juntos a la maldición y tratar de conjurarla. Esa comunión, esa fuerza,
esa catarsis, es lo que nos hace perder nuestros miedos y vencer la
amenaza de las bestias.
Supongo que los catalanes que se han
echado a las calles estos días tristes de septiembre que jamás podremos
olvidar estarán pensando lo mismo respecto a España. Con razón o sin
ella, ellos ven al Estado español como ese monstruo, como ese siniestro
Pennywise que quiere comérselos por los pies, devorar su lengua y sus
costumbres, engullir su historia y su identidad nacional. Por eso,
porque el miedo siempre conduce a la tragedia, se unen para combatirlo
con el grito de guerra en la garganta, Els Segadors a pleno
pulmón y la estelada a flor de piel. El miedo es libre, como decía
aquel, y hay unos monstruos más reales que otros, unos monstruos
fundados y otros imaginarios, como en el caso catalán. Hay monstruos que
nacen y se desarrollan en nuestra más tierna infancia, como le sucede a
los simpáticos muchachos de la pandilla de Derry que se enfrentan al
sádico payaso (la niña violada por su padre que tiene su primera regla,
el gordito acosado por los matones de la clase, el tartamudo
introvertido, el gafotas que se burla de todo, el negro marginado, el
hipocrondríaco sometido por una madre posesiva); hay monstruos que son
producto de una mente enfermiza, como el miedo a la mujer y al
inmigrante en Trump, el narcisismo nuclear de Kim Jong-un (sin duda una
frustración freudiana derivada del hecho de tenerla pequeña proyectada
hacia la pulsión irrefrenable de construir un misil cada vez más largo)
la megalomanía paranoica de Putin, el espía que surgió del hielo,
etcétera.
No temas ni a la prisión, ni a la
pobreza, ni a la muerte. Teme al miedo, escribió Giacomo Leopardi.
Quiere decirse que ante el miedo, la gran plaga del siglo XXI, el ser
humano opta por unirse para vencerlo. Siempre mejor el calor de la
manada que el frío solitario de la noche. La civilización consiste en
eso, en mantenerse unidos ante el ataque de las fieras que acechan en la
jungla. Hoy vivimos rodeados de miedos y de monstruos. Nos han metido
en el cuerpo la teoría del miedo. Junto a los miedos consustanciales al
ser humano, como el miedo a la muerte, el miedo a la enfermedad o el
miedo al amor, se han instalado otros miedos, como el miedo al
terrorismo genocida, el miedo al otro, al extraño, al extranjero, el
miedo al que no piensa como nosotros, el miedo al contagio vírico de
otros pueblos, el miedo a las catástrofes naturales y a las provocadas
por la mano inconsciente del hombre, el miedo a la guerra nuclear, el
miedo al miedo. Ese es el mundo que hemos construido. Un mundo sostenido
por los cimientos del miedo, que por encima de Donald Trump es el
auténtico dueño y señor del planeta, como ese payaso salido de la mugre y
la cochambre que circula por el subsuelo de Derry. Un payaso que, dicho
sea de paso, y aunque ciertamente acojone con su cara pintarrajeada, su
sonrisa macabra y sus caninos chorreantes de sangre, da bastante menos
miedo que algunos políticos que vemos cada día en la televisión.
Ilustración: Cruz
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