(Publicado en Revista Gurb el 8 de septiembre de 2017)
El 23 de febrero de 1981, un grupo de
guardias civiles al mando de un teniente coronel con ínfulas de grandeza
asaltó el Congreso de los Diputados haciendo bueno el dicho aquel de
que España es país de pronunciamientos. Esta semana la asonada no la ha
perpetrado un oficial de la Benemérita con cara avinagrada llegado del
siglo diecinueve, sino un comando bastante más peculiar salido de la
escuela del humor absurdo de los mismísimos Hermanos Marx. Estamos
hablando de los Puigdemont, Junqueras y Forcadell, que el pasado
miércoles irrumpieron en los salones del Parlament, como aquel
estrafalario Rufus T. Firefly, dispuestos a rodar una secuencia
antológica que ni Sopa de Ganso. No había más que sustituir los
países ficticios de aquella vieja y gran película –Sylvania y
Libertonia– por Catalonia, para que todo fuera un calco perfecto de la
disparatada e inmortal comedia. ¿Qué otra explicación cabe si no para
ese espectáculo de risas y vodevil que se vivió durante la sesión de
aprobación de la sempiterna ley de referéndum? Costaba trabajo asumir
que una institución tan seria, venerable y respetada a lo largo de los
siglos se pudiera convertir de la noche a la mañana en el camarote de
Groucho, Chico y Harpo, incluso en algo mucho peor, en una sesión del
parlamento español con Rafa Hernando ejerciendo de improvisado showman
sin gracia. Pero, lamentablemente, y aunque nos pese reconocerlo, así
fue.
Todo en aquella histórica sesión resultó
kafkiano, delirante, digno de una mala opereta. Los soberanistas
entraron en el salón de plenos dispuestos a que la ley saliera adelante
por lo civil o por lo criminal, aunque para ello tuvieran que saltarse a
la torera todos los reglamentos, códigos de buenas prácticas
parlamentarias y disposiciones internas de la cámara. Como si una droga
alucinógena se hubiese apoderado de todos sus miembros, como si un porro
masivo los hubiese colocado definitivamente en el limbo,
catapultándolos a un viaje lisérgico y delirante que ni el del capitán
Bowman en 2001, una odisea espacial, los de Junts Pel Sí y de
la CUP decidieron que ese y no otro era el día elegido por ellos,
absolutistamente, para tirar a la basura quinientos años de historia.
Una atmósfera enrarecida, enfermiza,
maligna, se había apoderado del hemiciclo. Era como si los
independentistas, que durante los últimos meses no habían dejado de
darnos la brasa con la dichosa desconexión, no se hubiesen dado cuenta
de que quizá lo que se había desconectado definitivamente era la red
neuronal de alguno de sus dirigentes. De una forma u otra, España tenía
que salir liquidada de aquella sesión, sin solución de continuidad, y ni
un nuevo fichaje de Neymar por el Barsa hubiera podido impedirlo. Era
tal el empeño, la cerrazón, el obstinamiento, que Junts Pel Sí bien
podría refundarse próximamente con un nuevo nombre: Junts pel Sí o Sí.
Desde primera hora de la mañana se veía
que los protagonistas de la mañana no iban a ser otros más que el
esperpento y la crispación. Los soberanistas pensaban que el trámite de
aprobación de la ley de referéndum sería un coser y cantar, un camino de
rosas en día de Sant Jordi, y que la cosa se aprobaría sin que nadie,
ni siquiera el furibundo García Albiol, tuviera tiempo de decir ni mu.
Pero se equivocaron de todas todas. De entrada, algunos funcionarios y
letrados de la cámara autonómica les salieron ranas, más ranas que las
del estanque de Esperanza Aguirre, y ya en los prolegómenos del acto
mostraron abiertamente su disconformidad con una ley que, según ellos,
más que ley era delito. Fue la primera en la frente de Junqueras, el de
la mirada desnortada, y en la del honorable Puigdemont, que amortiguó la
pedrada con su tupido flequillo. No obstante, y pese al amotinamiento
inesperado de los funcionarios del Parlament, los soberanistas
decidieron hacer oídos sordos a las advertencias y seguir adelante en su
aquelarre independentista, pasando al plan B, o sea tramitar el
engendro legal por la vía extraordinaria, que es tanto como decir: ¿no
queríais ley? Pues toma dos tazas. Nada iba a conseguir frenar a
Puigdemont en su ansia de pasar a la historia como patriarca de la
maltratada patria catalana, aunque para ello tuviera que cometer más
irregularidades parlamentarias que poligoneras pasan a diario por el
plató de Mujeres y Hombres y Viceversa. El momento de máxima
tensión llegó cuando los letrados advertían a sus señorías de que la ley
era ilegal, según el Tribunal Constitucional, y cuando el propio
secretario general del Parlament, Xavier Muro, se negó a dar la orden de
publicarla en el Boletín Oficial. Entonces prendió la chispa de la
discordia, la bronca tabernaria y el guerracivilismo latente. La cosa
empeoró cuando, según algunas fuentes, la presidenta del Parlament de
Cataluña decidió, por su cuenta y riesgo y de forma subrepticia, enviar
el borrador desde su ordenador personal para su publicación inmediata.
La "única autoridad aquí soy yo", debió pensar doña Carma,
emulando a cierta política del PSOE en cierto congreso federal de cierto
partido socialista del que no queremos acordarnos. En ese momento, al
ver pisoteados sus derechos parlamentarios, todos los partidos del
bloque constitucionalista, o sea lo que queda de la oposición en
Cataluña, se levantaron y alzaron su voz como uno solo y se unieron en
sus críticas y reproches contra Junts Pel Sí o Sí y sus socios de la
CUP. Tal unanimidad y unidad de acción entre derechas, izquierdas y
centros no se veía desde los tiempos de Wifredo El Velloso. Allí
estaban, codo con codo, la bella Arrimadas con la bestia parda Albiol;
el refinado Iceta y el falangito Rivera; mientras los podemitas
catalanes quedaban muditos y guardaban un silencio tancredil, neutral,
ciertamente revelador. "Ya no podemos", debió pensar Pablo Iglesias ante
el televisor mientras miraba de reojo, suspirando, hacia el retrato de
Ada Colau colgado de la pared entre la bandera de Venezuela y el póster
de Juego de Tronos. Con las malas artes de los soberanistas,
toda la legalidad vigente, los reglamentos parlamentarios seculares y el
ritual sagrado de la democracia saltaban por los aires en menos de
cinco minutos en aras de un solo y único objetivo: votar. "Anem a
votar", repetía una y otra vez, machacona y obsesiva, la presidenta
Forcadell, que parecía tener prisa por terminar el acto cuanto antes y
declarar la Primera República Independiente de su casa, en plan Ikea.
Y así se escribió la fatal historia. Fue
el día del bochorno, la infamia y la "patada a la democracia", por
emplear la vulgar metáfora sorayiana. Fue el día en que se vio
perfectamente que los independentistas habían optado por la huida hacia
adelante (hasta tirarse por el precipicio si era necesario) por el
trágala a cualquier precio, por la imposición del proyecto político de
una mitad sobre la otra mitad del pueblo catalán. Así nunca construirán
un país, todo lo más medio. Así el estado supuestamente libre y
democrático que piensan fundar será una cosa entre trotskista y
ultramontana, sectaria, jacobina; un régimen que silencia a la
oposición, purga a sus funcionarios y disidentes y se pasa la ley por la
butifarra. Levantar una república de esa guisa, en cinco minutos
apresurados, sin el consenso necesario, entre el barullo y el atropello,
a la carrera, como pollo sin cabeza, no tiene demasiado futuro. Si
pretendían convencer al mundo libre de que están listos y maduros para
ser soberanos, con tal gallinero, algarada, despendole y falta de
seriedad hasta los lituanos y letones, los únicos amigos que parecían
apoyarles en su revolución de Pancho Villa, empiezan a dudar ya del
experimento.
¡Cómo echamos de menos aquel "seny" tan
elegante y catalán de antaño! ¿Qué fue de todo aquello? Enterrado, sin
duda, entre las litronas, cartelazos y esteladas de la intransigente
muchachada “cupera”.
Y mientras todo eso sucedía en el
hemiciclo, y en un nuevo episodio surrealista, Artur Mas, el honorable
Artur, instaba a cada catalán a aportar unos eurillos de su bolsillo,
como colecta improvisada, para hacer frente al multazo que el Tribunal
de Cuentas le ha puesto como instigador de la consulta del 9N. Solo le
faltó vestirse de faralae y ponerse la peineta de Lola Flores para decir
aquello tan castizo de: "si cada español me diera una pesetilla…" Él
vino a decir lo mismo, solo que con acento del Ampurdán: "si cadascú
posa una mica…" ¿Ves Artur como españoles y catalanes no somos tan
diferentes? Al final, el ADN no vale tanto, la sangre es muy parecida y
todos vamos a lo mismo: la pela es la pela. O como diría Groucho Marx: "¿ Pagar la cuenta? ¡Qué costumbre tan absurda!"
Viñeta: Becs
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