miércoles, 20 de septiembre de 2017

LOS HERMANOS MARX EN CATALONIA

 
 (Publicado en Revista Gurb el 8 de septiembre de 2017)

El 23 de febrero de 1981, un grupo de guardias civiles al mando de un teniente coronel con ínfulas de grandeza asaltó el Congreso de los Diputados haciendo bueno el dicho aquel de que España es país de pronunciamientos. Esta semana la asonada no la ha perpetrado un oficial de la Benemérita con cara avinagrada llegado del siglo diecinueve, sino un comando bastante más peculiar salido de la escuela del humor absurdo de los mismísimos Hermanos Marx. Estamos hablando de los Puigdemont, Junqueras y Forcadell, que el pasado miércoles irrumpieron en los salones del Parlament, como aquel estrafalario Rufus T. Firefly, dispuestos a rodar una secuencia antológica que ni Sopa de Ganso. No había más que sustituir los países ficticios de aquella vieja y gran película –Sylvania y Libertonia– por Catalonia, para que todo fuera un calco perfecto de la disparatada e inmortal comedia. ¿Qué otra explicación cabe si no para ese espectáculo de risas y vodevil que se vivió durante la sesión de aprobación de la sempiterna ley de referéndum? Costaba trabajo asumir que una institución tan seria, venerable y respetada a lo largo de los siglos se pudiera convertir de la noche a la mañana en el camarote de Groucho, Chico y Harpo, incluso en algo mucho peor, en una sesión del parlamento español con Rafa Hernando ejerciendo de improvisado showman sin gracia. Pero, lamentablemente, y aunque nos pese reconocerlo, así fue.
Todo en aquella histórica sesión resultó kafkiano, delirante, digno de una mala opereta. Los soberanistas entraron en el salón de plenos dispuestos a que la ley saliera adelante por lo civil o por lo criminal, aunque para ello tuvieran que saltarse a la torera todos los reglamentos, códigos de buenas prácticas parlamentarias y disposiciones internas de la cámara. Como si una droga alucinógena se hubiese apoderado de todos sus miembros, como si un porro masivo los hubiese colocado definitivamente en el limbo, catapultándolos a un viaje lisérgico y delirante que ni el del capitán Bowman en 2001, una odisea espacial, los de Junts Pel Sí y de la CUP decidieron que ese y no otro era el día elegido por ellos, absolutistamente, para tirar a la basura quinientos años de historia.
Una atmósfera enrarecida, enfermiza, maligna, se había apoderado del hemiciclo. Era como si los independentistas, que durante los últimos meses no habían dejado de darnos la brasa con la dichosa desconexión, no se hubiesen dado cuenta de que quizá lo que se había desconectado definitivamente era la red neuronal de alguno de sus dirigentes. De una forma u otra, España tenía que salir liquidada de aquella sesión, sin solución de continuidad, y ni un nuevo fichaje de Neymar por el Barsa hubiera podido impedirlo. Era tal el empeño, la cerrazón, el obstinamiento, que Junts Pel Sí bien podría refundarse próximamente con un nuevo nombre: Junts pel Sí o Sí.
Desde primera hora de la mañana se veía que los protagonistas de la mañana no iban a ser otros más que el esperpento y la crispación. Los soberanistas pensaban que el trámite de aprobación de la ley de referéndum sería un coser y cantar, un camino de rosas en día de Sant Jordi, y que la cosa se aprobaría sin que nadie, ni siquiera el furibundo García Albiol, tuviera tiempo de decir ni mu. Pero se equivocaron de todas todas. De entrada, algunos funcionarios y letrados de la cámara autonómica les salieron ranas, más ranas que las del estanque de Esperanza Aguirre, y ya en los prolegómenos del acto mostraron abiertamente su disconformidad con una ley que, según ellos, más que ley era delito. Fue la primera en la frente de Junqueras, el de la mirada desnortada, y en la del honorable Puigdemont, que amortiguó la pedrada con su tupido flequillo. No obstante, y pese al amotinamiento inesperado de los funcionarios del Parlament, los soberanistas decidieron hacer oídos sordos a las advertencias y seguir adelante en su aquelarre independentista, pasando al plan B, o sea tramitar el engendro legal por la vía extraordinaria, que es tanto como decir: ¿no queríais ley? Pues toma dos tazas. Nada iba a conseguir frenar a Puigdemont en su ansia de pasar a la historia como patriarca de la maltratada patria catalana, aunque para ello tuviera que cometer más irregularidades parlamentarias que poligoneras pasan a diario por el plató de Mujeres y Hombres y Viceversa. El momento de máxima tensión llegó cuando los letrados advertían a sus señorías de que la ley era ilegal, según el Tribunal Constitucional, y cuando el propio secretario general del Parlament, Xavier Muro, se negó a dar la orden de publicarla en el Boletín Oficial. Entonces prendió la chispa de la discordia, la bronca tabernaria y el guerracivilismo latente. La cosa empeoró cuando, según algunas fuentes, la presidenta del Parlament de Cataluña decidió, por su cuenta y riesgo y de forma subrepticia, enviar el borrador desde su ordenador personal para su publicación inmediata. La "única autoridad aquí soy yo", debió pensar doña Carma, emulando a cierta política del PSOE en cierto congreso federal de cierto partido socialista del que no queremos acordarnos. En ese momento, al ver pisoteados sus derechos parlamentarios, todos los partidos del bloque constitucionalista, o sea lo que queda de la oposición en Cataluña, se levantaron y alzaron su voz como uno solo y se unieron en sus críticas y reproches contra Junts Pel Sí o Sí y sus socios de la CUP. Tal unanimidad y unidad de acción entre derechas, izquierdas y centros no se veía desde los tiempos de Wifredo El Velloso. Allí estaban, codo con codo, la bella Arrimadas con la bestia parda Albiol; el refinado Iceta y el falangito Rivera; mientras los podemitas catalanes quedaban muditos y guardaban un silencio tancredil, neutral, ciertamente revelador. "Ya no podemos", debió pensar Pablo Iglesias ante el televisor mientras miraba de reojo, suspirando, hacia el retrato de Ada Colau colgado de la pared entre la bandera de Venezuela y el póster de Juego de Tronos. Con las malas artes de los soberanistas, toda la legalidad vigente, los reglamentos parlamentarios seculares y el ritual sagrado de la democracia saltaban por los aires en menos de cinco minutos en aras de un solo y único objetivo: votar. "Anem a votar", repetía una y otra vez, machacona y obsesiva, la presidenta Forcadell, que parecía tener prisa por terminar el acto cuanto antes y declarar la Primera República Independiente de su casa, en plan Ikea.
Y así se escribió la fatal historia. Fue el día del bochorno, la infamia y la "patada a la democracia", por emplear la vulgar metáfora sorayiana. Fue el día en que se vio perfectamente que los independentistas habían optado por la huida hacia adelante (hasta tirarse por el precipicio si era necesario) por el trágala a cualquier precio, por la imposición del proyecto político de una mitad sobre la otra mitad del pueblo catalán. Así nunca construirán un país, todo lo más medio. Así el estado supuestamente libre y democrático que piensan fundar será una cosa entre trotskista y ultramontana, sectaria, jacobina; un régimen que silencia a la oposición, purga a sus funcionarios y disidentes y se pasa la ley por la butifarra. Levantar una república de esa guisa, en cinco minutos apresurados, sin el consenso necesario, entre el barullo y el atropello, a la carrera, como pollo sin cabeza, no tiene demasiado futuro. Si pretendían convencer al mundo libre de que están listos y maduros para ser soberanos, con tal gallinero, algarada, despendole y falta de seriedad hasta los lituanos y letones, los únicos amigos que parecían apoyarles en su revolución de Pancho Villa, empiezan a dudar ya del experimento.
¡Cómo echamos de menos aquel "seny" tan elegante y catalán de antaño! ¿Qué fue de todo aquello? Enterrado, sin duda, entre las litronas, cartelazos y esteladas de la intransigente muchachada “cupera”.
Y mientras todo eso sucedía en el hemiciclo, y en un nuevo episodio surrealista, Artur Mas, el honorable Artur, instaba a cada catalán a aportar unos eurillos de su bolsillo, como colecta improvisada, para hacer frente al multazo que el Tribunal de Cuentas le ha puesto como instigador de la consulta del 9N. Solo le faltó vestirse de faralae y ponerse la peineta de Lola Flores para decir aquello tan castizo de: "si cada español me diera una pesetilla…" Él vino a decir lo mismo, solo que con acento del Ampurdán: "si cadascú posa una mica…" ¿Ves Artur como españoles y catalanes no somos tan diferentes? Al final, el ADN no vale tanto, la sangre es muy parecida y todos vamos a lo mismo: la pela es la pela. O como diría Groucho Marx: "¿Pagar la cuenta? ¡Qué costumbre tan absurda!"

Viñeta: Becs

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