lunes, 28 de noviembre de 2016

EL OTOÑO DEL PATRIARCA


(Publicado en Newsweek en Español el 26 de noviembre de 2016)

No ha habido solo un Fidel. Ha habido muchos, tantos como cubanos hay en la isla. El joven estudiante utópico de los años cuarenta con sus ideales vírgenes todavía sin contaminar; el soldado que empuñó el fusil de cuando la guerra con España para derrocar a Batista; el ideólogo de los discursos de ocho horas que pocos cubanos eran capaces de digerir; el jerarca que ordenó encarcelar y fusilar a los disidentes; el ensayista descreído de todo; el patriarca eremita de barba crespa y ojos saltones de profeta iluminado; el enfermo con una salud tan ruinosa como las casas viejas de La Habana; el hombre que al final de sus días, como le pasa a cualquier mortal barrido por el ciclón del tiempo, claudicó de todo, de la revolución, de la utopía, de la vida.
Hubo un tiempo, cuando los guerrilleros jóvenes y apuestos bajaron de Sierra Maestra para ajustarle las cuentas al corrupto Batista, en que parecía que había una esperanza para América Latina. Los cubanos enseñaban el camino al resto del mundo. Nos hicieron ver que un país pequeño y bananero le podía ganar una batalla al poderoso imperialismo yanqui, aunque solo fuera por un rato y en una apartada playa de nombre pestilente como Bahía de Cochinos. El puro moreno le ganó el pulso al rubio americano, o sea JFK, y aquello estuvo a punto de enviarnos a todos al apocalipsis nuclear. Pero después de tanta convulsión mundial, después de la ansiada revolución, la prosperidad prometida, la proclamada justicia e igualdad social entre las gentes, la historia de Fidel ha terminado en un triste otoño del patriarca, como en la novela de García Márquez.
Estos últimos años de estertor y enfermedad, en los que Fidel moría y resucitaba cada mañana para alborozo de los nostálgicos y cólera de los opositores de Miami, el Comandante se había convertido en una estatua viviente. Ya no era un hombre, era solo un Papa del ateísmo rojo al que nadie hacía caso, un busto polvoriento de mármol, un símbolo del pasado, y ya se sabe que todo símbolo tiene una parte de verdad y otra de mixtificación. Él seguía vivo, pero lo cierto es que el castrismo hacía mucho tiempo que había muerto. De la revolución solo quedaban los lacónicos desfiles del 1 de mayo, las banderas desteñidas y los eslóganes manidos, la gloria de las batallas pasadas contra la CIA. El régimen se agrietaba como en su día se agrietó el Telón de Acero, la gente empezaba a pasar hambre, y el hambre es el peor enemigo de las nobles ideas. El comunismo, tal como lo habían entendido algunos, había fracasado. Gorbachov, el señor bonancible de la bandera roja aplastada en la calva, había apretado el botón nuclear de la perestroika. No había marcha atrás. Los Tito y Ceaucescu caían como piezas de dominó por toda Europa y hasta la China maoísta empezó a fabricar capitalismo a destajo, hamburguesas y pantalones vaqueros. Solo Fidel, el último revolucionario, permanecía en pie mientras los hospitales cubanos se quedaban sin medicinas, los habanos y el ron se pudrían en las bodegas y las jineteras mulatas del Malecón se alquilaban hambrientas a los turistas sexuales por un puñado de dólares y unas zapatillas deportivas. Solo Fidel, un superviviente del prehistórico siglo XX, un fantasma de la Guerra Fría, un espectro que caminaba errante por la Historia, preguntándose qué era ese diabólico invento de la globalización contra el que no servían los fusiles y las bombas y que iba a terminar con todo, parecía seguir aferrándose a un sueño perdido.
Cuando el castrismo por fin se tambaleaba y Obama fue a visitarle, no quiso recibir al presidente norteamericano, en un último gesto desesperado por mantener la dignidad, que es lo único que le queda a un anciano. “No necesitamos que el imperio nos regale nada”, dijo el Comandante. Fue el último postureo bolchevique. La revolución había perdido la guerra y ni siquiera el trueque de médicos cubanos por petróleo de Venezuela podía parar lo imparable. Solo faltaba que los tanques de la Coca Cola entraran triunfantes en La Habana. Hoy ya no es tiempo de revoluciones, en realidad ya no es tiempo para casi nada, la izquierda se ha ido al garete en todo el mundo, Trump impone su fascismo blando y Le Pen será su sucursal en Europa. Se acabó la justicia social, la solidaridad entre las personas, el internacionalismo entre los pueblos. Xenofobia y odio al refugiado, explotación laboral, autarquía económica, ultraliberalismo salvaje, dólar neonazi y ley de la selva. Eso es lo que nos espera con la doctrina Trump. Los tiranos se van sucediendo unos a otros en una cadena determinista y diabólica para el ser humano.
El fracaso de Fidel es el fracaso de toda América Latina, y por extensión del Tercer Mundo. Por eso, el día en que muere el presidente cubano, debemos preguntarnos qué hubiera sido de la Cuba socialista sin el bloqueo norteamericano. Nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que, fallido el comunismo en todo el mundo, diluida la esperanza de la izquierda en el ácido del nacionalismo xenófobo y el ultraliberalismo globalizador y consumista que se extiende por todo el planeta, cabe plantearse: ¿acaso no sería bueno recuperar algo de los viejos ideales comunistas, sin llegar a la dictadura del proletariado que como toda dictadura es otra forma de totalitarismo? ¿No avanzaría la humanidad hacia un futuro mejor si un solo hombre como Bill Gates repartiera sus 90.000 millones de dólares entre los que pasan hambre y sed en Etiopía, El Salvador o Bombay? ¿Es que no viviría igual de confortable y de bien un millonario con un solo yate en lugar de tres, con un solo coche de lujo en lugar de seis, con una sola mansión en lugar de diez?
De alguna manera habrá que poner coto al capitalismo salvaje, que no es más que la codicia humana elevada al rango de sistema político. Reparto de riqueza, mayor igualdad entre clases sociales y justicia para todos son principios irrenunciables por los que merece la pena seguir luchando. Por eso, hoy, el día que muere Fidel, un mito de la Historia universal, con sus luces y sus sombras, los ideales revolucionarios siguen siendo más válidos que nunca. Por eso hoy, a las clases humilladas por otra dictadura tan cruel como la estalinista −la que imponen las oligarquías capitalistas y los mercados que gobiernan el mundo−, solo les queda el grito utópico y derrotado del viejo Comandante: "¡Hasta la victoria siempre!".

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