(Publicado en Revista Gurb el 10 de noviembre de 2016)
Allí arriba, en el ático del rascacielos
bautizado con su nombre, a más de doscientos metros de altura sobre el
hormiguero humano de Manhattan, don Donald podía ver cómo el sol se
levantaba suavemente sobre los edificios ciclópeos de la ciudad más
fascinante del mundo. Estaba amaneciendo. La gente iba a trabajar a esa
hora, millones de neoyorquinos que como cada día salían a la jungla de
asfalto con el único objetivo de buscarse las habichuelas, o al menos un
miserable perrito caliente que llevarse a la boca. Tras una noche loca
de juerga salvaje que le había pasado factura, don Donald estaba tan
mareado que le dolía hasta el tupé. Aquello sí que había sido un
auténtico show americano: chicas a gogó (las misses eran de su
propiedad, entraban en el menú), mucho alcohol, mucha pildorita azul
para levantar los ánimos y los mejores amigos, los amigos más poderosos e
influyentes de la costa este y del que vive a costa de este. Estaba
claro que ya no era aquel chaval arrogante que posaba en las portadas
del Playboy. En algún momento había dejado de ser un joven cachas y atlético, y ahora le suponía más esfuerzo trincar por el pussy
a los bellezones que se le insinuaban, como gatitas en celo, por los
pasillos de su gran Hotel de las Vegas construido con bonos basura.
Sentado en aquel sofá de piel de tigre
de Bengala que él mismo había cazado con el Winchester del viejo
Charlton, lejos del ruido de la política y las finanzas, don Donald
saboreaba el último whisky de la noche mientras le daba por repasar,
frente a la amplia cristalera del ático, sus últimos cuatro años como
presidente de los Estados Unidos de América (God bless America,
maldita sea). Se sentía a gusto en su ático olímpico, a salvo de la
aburrida Casa Blanca siempre llena de problemas e infestada de espías
rusos, más las broncas con Melania, que cada día estaba algo más
caprichosa e intratable. Ella ya ni siquiera se contentaba con los
pedruscos de Tiffany’s de un millón de dólares que le regalaba su chorbo
el magnate, religiosamente, cada aniversario de boda. Su matrimonio
olía a un divorcio caro que ni el de Brangelina.
De modo que allí, confortablemente
apoltronado en el sofá-trono del hombre más poderoso de la Tierra, con
los pies puestos sobre la mesa en plan Bush/Ansar y sosteniendo el vaso
de whisky cuyos cubitos tintineaban como las campanillas de Santa Claus
en Navidad, acariciaba con deseo el preciado maletín que tenía entre sus
manos. Toda su vida, sus inicios como exitoso hombre de negocios, sus
pinitos como actor de realitys televisivos (el cine no se le daba bien,
tenía que reconocerlo) y su fulgurante carrera política que le había
llevado a la Casa Blanca, se resumía en ese insignificante maletín que
parecía tan poca cosa pero que otorgaba el poder supremo sobre todo el
planeta, sobre todo el Universo. Con ese maletín que le hacía sentirse
como un Dios, empezó a reflexionar sobre la fabulosa obra política de un
man made himself (que traducido de la lengua de Shakespeare
quiere decir un hombre hecho a sí mismo a golpe de selfie). Recordó con
nostalgia los viejos tiempos, la gloriosa noche electoral en la que dejó
a la bruja Hillary, dama del establisment yanqui, más boquiabierta que
la Lewinsky viendo aterrizar sobre ella un tomahawk del señor Clinton.
Cómo gozaba el presidente don Donald recordando aquel día en que ordenó
al Fiscal del Distrito que empapelara a la cornuda con la ayuda de Dios y
de los bravos muchachos del FBI. Odiaba con todas sus fuerzas a aquella
mujer, no tanto porque soltara mejores discursos que él, ni siquiera
porque ella era aristócrata yanqui de pedigrí, universitaria de
reconocido prestigio, cultivada y elegante (algo que él nunca podría
ser) sino sobre todo, y por encima de todas las cosas, porque era una
mujer. Y él no podía soportar que una simple mujer le comiera la tostada
o la hamburguesa con kétchup o lo que fuera. Afortunadamente, ella ya
no suponía un problema para nadie. Ahora Hillary cumplía veinte mil años
en Sing Sing por unos cuantos correos electrónicos convenientemente
filtrados a la Fox por los hackers de su buen amigo Putin. Cuánto le
debía a Vladímir, aquel ruso duro y recio forjado con el acero de los
cañones de Leningrado. Fue entrullar a la Clinton y ambos dos se
pusieron a trabajar codo con Kremlin en el diseño de un nuevo desorden
mundial. Lo primero fue levantar el prometido muro con México, una obra
faraónica que le llevó más de dos años, para lo cual puso a trabajar
gratis a los latinos idiotas que le habían prestado su voto, a los
paletos blancos de Ohio y a los paletas de Texas sin contrato laboral.
Cuando el muro estuvo construido y relucía majestuoso sobre Río Grande,
todas las naciones siguieron el ejemplo de don Donald: Israel levantó un
muro contra los palestinos, la Francia de Le Pen un muro pirenaico
contra los españoles, los hispanos un muro contra los llanitos de
Gibraltar (que se vino abajo enseguida, la Marca España siempre tan
chapuza) Alemania levantó su propio muro contra los fontaneros polacos, y
en ese plan. En un momento, todo el mundo se llenó de muros, había
tantos muros que era imposible caminar por ningún sitio sin arrimarse
una buena hostia contra alguna pared.
Poco después llegó el momento de las
deportaciones. Para ello, don Donald contrató a Bruce Willis, amigo y
trumpista de toda la vida, y le pidió, como buen patriota que era, que
repitiera para él las gestas del policía John McClane en la Jungla de Cristal.
El bueno de Bruce aceptó a la primera, se cuadró con esa sonrisa cínica
de medio lado, besó las barras y estrellas, se enfundó la camiseta
sudada y pestilente y con la ayuda de un puñado de marines y reservistas
ordenó que todos los musulmanes del país se presentaran a primera hora
de la mañana –sin rechistar ni chamullar esos versos coránicos que no
los entiende ni dios–, en el estadio de los Yankees. De lo contrario,
todos irían a la silla eléctrica. Y así fue como uno tras otro, mirando a
la Meca, los árabes fueron llevados a Guantánamo (que se reabrió para
la ocasión e incluso se hizo un musical para Broadway) o puestos de
patitas en el Océano Pacífico forever and never. También Barack Obama
fue expulsado del país, ya que al final la CIA fabricó un logrado
montaje con papeles más falsos que el cartón piedra de Hollywood para
demostrar que el presidente afro era en realidad un actor infiltrado por
Al Qaeda con la cara repintada de betún.
Ya nadie podía detener a don Donald.
Estaba enrachado, como en las grandes timbas de póker que montaba en su
Casino. Después de aquello prohibió a los chinos vender sus baratijas de
todo a cien en los puestecillos de la Quinta Avenida, abolió la OTAN y
se pasó al Pacto de Varsovia, invadió Cuba por Bahía de Cochinos (para
mayor recochineo) clausuró el Tea Party –que estaba lleno de
republicanotes que le hacían la vida imposible–, e instauró el Café Para
Todos. Finalmente cerró el grifo de ayudas humanitarias a la ONU y
canceló los fondos contra el cambio climático, un cuento chino, según le
había contado cierto presidente español que tenía un primo climatólogo
que sabía la verdad sobre el calentamiento global. De aquel señor de
barba canosa y con frenillo, con el que se reunió un par de veces en una
ciudad lejana que se llamaba Madrid, o algo así, solo recordaba que le
resultaba imposible entenderse con él porque no sabía ni media palabra
de inglés. Además, era un soberano coñazo, ya que siempre estaba dándole
la tabarra con el running, con el soccer y con una historia sobre unas
bases militares norteamericanas que andaban desplegadas por unos pueblos
españoles recónditos llamados, al parecer, Tribunal de la Rota, Cangas
del Morrazo o algo por el estilo. También le habló de un señor de
derechas con un bañador muy ridículo solo apto para elefantes que en los
años sesenta se había dado un baño de radiactividad en blanco y negro
junto a una bomba nuclear caída del cielo, pero que no le había pasado
nada porque mala hierba nunca muere.
En una ocasión, ya al final de su mandato y tras otra noche loca de party,
don Donald pensó en salir a la calle armado con el rifle del viejo
Charlton y dispuesto a cazar americanos solo para comprobar una idea que
le rondaba por la cabeza: que ni matando gente perdería puntos en sus
índices de popularidad. Afortunadamente, un asesor del Ala Oeste de la
Casa Blanca, con buen criterio cinematográfico y político, le disuadió
de la idea.
No, no había sido un mal mandato, a fin
de cuentas. El mundo ahora no era ni peor ni mejor que antes de llegar
él a la Casa Blanca; en realidad el mundo era exactamente lo mismo que
había sido siempre: una jaula de grillos que no había por dónde cogerla.
Frustrado porque su obra no había servido para nada, resignado a pasar a
la historia como un demócrata fracasado más, acorralado por un impeachment
que el fiscal del distrito le había incoado por hortera y friki, abrió
el maletín que le había dejado su tocayo Rumsfeld y, medio embriagado
todavía por el garrafón malo de Las Vegas, apretó el botón rojo, ese que
su amigo Vladímir le había dicho que ni se le ocurriera tocar por lo
que más quisiera en el mundo. Y a los pocos segundos, como en un
festival de Disneylandia, todo el cielo de Nueva York se iluminó
fabulosamente, y empezó a arder y a brillar en un espectáculo grandioso
de luz, sonido, deflagración y lucecitas de colores que ni en la fiesta
grande del 4 de julio.
Viñeta: Igepzio
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