viernes, 15 de febrero de 2019

DEMASIADO 'MADURO'


(Publicado en Diario16 el 24 de enero de 2019)

En los últimos años el régimen de Nicolás Maduro se ha degradado hasta límites difícilmente concebibles. La actividad económica de Venezuela ha caído un 53% desde las elecciones presidenciales de 2013, siempre según datos del Parlamento venezolano, ya que el Banco Central del país lleva tres años sin ofrecer cifras oficiales. El producto interior bruto (PIB) ha descendido hasta mínimos históricos, la producción petrolera se ha frenado drásticamente, la inflación se ha disparado –un 148,2 por ciento el pasado mes de octubre− y la falta de inversión extranjera resulta alarmante. La depresión ha conducido al empobrecimiento generalizado del pueblo venezolano −dramática la situación de millones de personas que malviven en la absoluta miseria en uno de los países más ricos del planeta−, al desempleo, a la escasez de alimentos básicos y medicinas y a la parálisis de los servicios públicos, sin olvidar que la corrupción se ha instalado en el país de forma sistémica.
Todo ello es una realidad, como también es cierto que Maduro ha recortado derechos civiles, que cientos de personas han tenido que emigrar del país en una diáspora sin precedentes, no solo social y económica sino también política (ahí están los exiliados opositores al régimen repartidos por todo el mundo) y que el país respira un ambiente más propio de una dictadura militar que de una democracia. Sin embargo, tratar de legitimar lo que no deja de ser un pronunciamiento al más puro estilo caribeño, un golpe de timón en el país, no es una buena idea (el mismo Felipe González ha atravesado esta mañana una peligrosa línea roja al asegurar que “lo que está pasando en Venezuela es una buena noticia”, dando así su visto bueno al golpe de Juan Guaidó, el líder de la oposición venezolana que se ha autoproclamado presidente interino del país). Y no es buena idea porque (a falta de que el Ejército se decante por uno u otro bando, lo que determinará el éxito o el fracaso del golpe) de momento el paso adelante de Guaidó ya ha provocado una primera oleada de violencia en las calles –se habla de hasta 16 personas asesinadas y 218 detenidos–. Con todo, lo más grave podría estar aún por llegar: un enfrentamiento civil armado entre venezolanos que debe ser evitado a toda costa mediante la inmediata intervención de Naciones Unidas, que ya tarda en reunir a su Consejo de Seguridad.
Por otra parte, conviene no olvidar que la pureza y justificación del golpe también está cuestionada de raíz cuando personajes de dudosa catadura moral y democrática como el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el de Brasil, Jair Bolsonaro, apoyan la ofensiva de los opositores. Es larga la tradición de golpes de Estado en Sudamérica que fueron alimentados, instigados y hasta planificados por la Casa Blanca y su brazo armado en el exterior, la todopoderosa CIA. No hace falta recordar el caso de Cuba y el desembarco en Bahía de Cochinos (abril de 1961) o el dramático suceso de Salvador Allende en Chile (1973) o la sangrienta dictadura militar en Argentina que se instauró en 1976 y que fue sustentada en todo momento por Washington. La lista de episodios intervencionistas del gobierno norteamericano resulta interminable, hasta tal punto de que no hay un solo país del tristemente conocido como “patio trasero yanqui” donde Estados Unidos de América no haya puesto sus botas militares, su inmenso poder financiero y sus espías para conspirar en la instauración de gobiernos satélites, amigos o títeres o en el derrocamiento de aquellos considerados como peligrosos por comunistas. Si a ello unimos que un tipo como Bolsonaro, santo y seña de la nueva ultraderecha latinoamericana, parece haber dado su beneplácito a la ‘operación Guaidó’, las reservas ante lo que ha pasado en las últimas horas en Venezuela están más que justificadas.
Por esa razón, bendecir este tipo de operaciones civiles o militares para derrocar gobiernos o instalarlos a conveniencia no es un buen negocio, y menos en España, donde algunos (Felipe González entre ellos), en un ejercicio de equilibrismo imposible, son capaces de condenar el procés en Cataluña al considerarlo un intolerable golpe de Estado mientras cínicamente apoyan el plan de Guaidó para hacerse con el poder mediante una autoproclamación que genera no pocas dudas acerca de su legitimidad democrática. Un golpe de Estado es un golpe de Estado, aquí y allí, en Latinoamérica, en Filipinas o en Estambul (por cierto, Turquía también lo ha avalado). Tratar de legitimarlo con circunloquios, retóricas interesadas y maquiavelismo político hace un flaco favor a la democracia. Y si se está con el golpismo como método expeditivo para resolver los problemas políticos de un país dígase abiertamente para que todos puedan tomar nota.
Lógicamente, ninguno de estos argumentos supone estar a favor de la continuidad del Gobierno de Maduro, un régimen corrupto que está llevando a su pueblo a la ruina y la miseria. Pero lo contrario, dar por bueno un alzamiento, ya sea civil o militar, en contra de un Gobierno legítimo, tampoco es el camino a seguir.
Por tanto, tras el pronunciamiento de Guaidó, solo cabe que la Unión Europea adopte una postura común entre todos sus estados miembros, una posición de consenso que impida que el golpe de Estado en Venezuela −que a fin de cuentas es lo que ha ocurrido en las últimas horas de tensión en aquel país−, abra una nueva grieta en la ya frágil y poco planificada política exterior de la UE. Mal haría el Gobierno español en pronunciarse de forma unilateral sobre este complejo asunto (por mucho que el peculiar Felipe González, que ya va por libre, lo haga), mayormente porque la cuestión venezolana se ha instalado en los últimos años en nuestro país como un auténtico debate nacional que provoca enconados enfrentamientos dialécticos entre partidarios y detractores de Maduro. España ya tiene bastante con sus propios problemas. No tratemos de resolver también las cuitas y asuntos internos de otros. Aunque mucho nos tememos que la guerra civil que se prepara en Venezuela –y que ojalá no termine estallando− se trasladará finalmente a España para que unos y otros puedan seguir atizándose de una forma tan absurda como estéril.

Viñeta: Igepzio

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