(Publicado en Diario16 el 22 de octubre de 2018)
No hay más que dos formas de encarar el problema catalán: una es con medidas policiales y judiciales –la vía exclusiva de la represión y la persecución a golpe de juicio sumarísimo–; otra es mediante el diálogo incansable entre dos partes, sin poner plazos de tiempo ni límites a la negociación, hasta llegar a un principio de acuerdo. La primera ya sabemos a dónde conduce, a delegar la resolución del conflicto en los porrazos de los antidisturbios, a la fractura de la sociedad en dos bloques radicalizados, a forzadas resoluciones judiciales que bordean la legalidad, al choque jurisprudencial con otros tribunales europeos que interpretan la ley desde una perspectiva más amplia de los derechos humanos y al enquistamiento del problema. Finalmente a la guerra de trincheras entre ambas partes donde todos pierden por el desgaste brutal que supone dejar que la situación se pudra sin que se atisbe una solución.
El otro camino, el más civilizado de la negociación, es el que ha emprendido Pablo Iglesias, que está dispuesto a reunirse con Carles Puigdemont tras visitar a Oriol Junqueras y otros políticos presos en la cárcel de Lledoners. El secretario general de Podemos, un líder que no viene de la Transición y que por tanto no está lastrado por los miedos atávicos que atenazan a los viejos políticos españoles a la hora de afrontar el problema del independentismo, ha acertado en su diagnóstico, que no es otro que concluir que al nacionalismo no se le derrota, se le convence. Su papel de mediador –que ha elegido voluntariamente–, no solo se antoja importante, sino fundamental en este asunto, ya que hasta el momento nadie había explorado esa vía por miedo al peligro que entraña una decisión tan arriesgada.
A nadie se le escapa que la foto de un político entrando en una prisión, aunque solo sea para charlar un rato con los independentistas –esos demonios apestados, según la imagen que de ellos suele proyectar la derecha española– introduce un elemento de incertidumbre para un líder que todavía está tratando de consolidar un nuevo proyecto como Podemos. Sin embargo, Iglesias ha aparcado por un momento la política facilona de réditos electorales –esa en la que han caído buena parte de nuestros políticos de hoy– para hacer política de Estado, algo que últimamente no está de moda. El estadista es precisamente ese hombre que se atreve a asumir riesgos sin importarle demasiado las consecuencias ni la erosión que pueda sufrir su imagen personal. Es ese gobernante que entiende que lo que hace es moralmente lo que se debe hacer, en el término kantiano del término, sin tener en consideración si el coste de sus decisiones puede afectar al futuro de su carrera como profesional de la política. El estadista baja a las prisiones, y hasta al mismísimo infierno si es necesario, si considera que eso puede ser bueno para sacar al país de una grave crisis, como es el colapso territorial que sufre España y que dura ya demasiado. La diferencia entre Mariano Rajoy y Pablo Iglesias es que el primero mete la cabeza debajo del ala confiando en que los problemas se resuelvan por sí solos mientras el segundo decide coger el toro por los cuernos, aunque ello suponga un coste político importante. El primero es un burócrata amarrategui que prefiere que las cosas sigan como están; el segundo un estadista de talla que arriesga aún a sabiendas de que puede perder.
Desde su cuenta de Twitter, tras su conversación telefónica de 45 minutos con Carles Puigdemont, Pablo Iglesias ha explicado su decisión de iniciar una ronda de contactos con los políticos encausados por el procés. Según escribe él mismo, Puigdemont es un “interlocutor importante, independientemente de su situación procesal y de haberse exiliado”, y acto seguido expone su intención de “abrir espacios de diálogo político sin exclusión de ningún tema”, unos espacios que “hoy por hoy no existen pero que son condición de posibilidad de cualquier tipo de acuerdo en el futuro”. De esta manera, Iglesias invita a los líderes secesionistas a sentarse en una mesa de diálogo sin condiciones ni cortapisas y recuerda a Pedro Sánchez que los presupuestos más sociales de la historia de la democracia no saldrán adelante sin los partidos nacionalistas, no solo los catalanes, sino también los vascos, muy pendientes del tiempo de diálogo que pueda abrirse en Cataluña y cuyo voto es también fundamental para la aprobación de las cuentas del próximo año.
“Hablaremos con quien haga falta, en principio no creo que haya un problema gravísimo para que eso pase”, ha añadido el líder de la formación morada, que ya ha sido objeto de las iras rabiosas de PP y Ciudadanos. Tal como se preveía, ambos partidos ya han acusado a Pablo Iglesias de amigo de los golpistas, de indepe traidor, de querer romper España y de unas cuantas sandeces más. Pedro Sánchez, por su parte y como no podía ser de otra manera, ha marcado las distancias respecto a las intenciones del secretario general de Podemos. “El Ejecutivo, desde luego, no va a ir a la cárcel a explicarle a nadie su plan para los presupuestos”, ha dicho el Gobierno, que considera que “de las palabras del señor Iglesias solo es responsable Iglesias”. Más allá de paripés de cara a la opinión pública, resulta más que evidente que existe un plan de negociación con el bloque soberanista y que la estrategia está perfectamente trazada. Así, Sánchez asume su papel institucional de no mojarse en las conversaciones de Lledoners e Iglesias lleva a cabo su rol de mediador. Esa forma de actuar, esa interpretación de personajes de función teatral, poli bueno poli malo, no es nueva en la política española. Algo similar sucedió en las conversaciones que terminaron con ETA. Mientras Zapatero se mostraba cauto era uno de sus hombres, Jesús Eguiguren, quien alquilaba una furgoneta por su cuenta y riesgo y se lanzaba a un tour por varios países europeos para contactar con los principales líderes de la banda terrorista. Esta otra bicefalia, que indudablemente está pactada por Sánchez e Iglesias, es la única forma de avanzar en una negociación que se presenta muy complicada, casi imposible, pero que es la única vía de resolución del conflicto (la otra, ulsterizar la situación, meter las tanquetas en Barcelona como a veces parecen sugerir PP y Ciudadanos) no debe si siquiera contemplarse por dramática y descabellada.
Iglesias tiene mucho que perder (quizá un buen puñado de escaños) y poco que ganar en este envite (si por poco se considera el honor de haber contribuido a resolver la crisis catalana en el caso de que las conversaciones finalicen con éxito). Quizá ganar esta partida no reportaría demasiado a su carrera política (de hecho Eguiguren es hoy un defenestrado y nadie le ha agradecido su heroica aportación a la paz y la convivencia) pero supondría un servicio histórico al país, demostrando así que el patriotismo bueno es el suyo, y no el de Casado y Rivera, que suele quedarse en algo retórico y de boquilla.
Viñeta: Igepzio
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