(Publicado en Diario16 el 8 de noviembre de 2018)
La postura del Tribunal Supremo respecto al impuesto de las hipotecas (fallando a favor de los bancos y condenando a miles de clientes a pagar los gastos del impuesto de actos jurídicos documentados) no solo supone que la Justicia española se haya pegado un tiro en el pie, sino que de rebote también se lo dado a la democracia española, ciertamente devaluada tras los últimos grandes casos que han afectado a los cimientos mismos del Estado de Derecho. En los últimos cuatro años el estamento judicial de nuestro país ha ido dictando una serie de polémicas resoluciones que han supuesto un serio recorte no solo a las libertades, sino a los derechos fundamentales de los ciudadanos. Ya se vio venir la ola judicial conservadora cuando Mariano Rajoy solo fue citado en calidad de testigo en el juicio de la Gürtel, a pesar de que resultaba harto evidente que en los papeles de Bárcenas figuraban inquietantes pagos a nombre de un tal “M. Rajoy”. Sin embargo, la Justicia pasó de puntillas por tan escabroso asunto y dejó irse de rositas al ex presidente del Gobierno.
Tampoco se abrió una investigación judicial ‒aunque solo fuera de cara a la galería, como suele decirse‒, cuando vieron la luz las polémicas grabaciones de Villarejo en las que la princesa Corinna zu Sayn-Wittgenstein, la “amiga entrañable” del rey emérito, acusaba al monarca de ser poco menos que un comisionista y de tener dinero oculto en cuentas opacas en el extranjero. Esta vez era la seguridad del Estado la que estaba supuestamente en juego, y por supuesto también la inviolabilidad de Juan Carlos I. Caso cerrado. O mejor dicho: no hay caso.
Pero es que mientras todo eso sucedía en la Justicia española, corroyendo la credibilidad e independencia del sistema, el caso de las preferentes de Caja Madrid era archivado por el juez de la Audiencia Nacional Fernando Andreu con el argumento de que no había quedado acreditado que las acciones se emitieran para “engañar a los inversores de forma global”, descartando lo que para muchos ha sido una de las mayores estafas de la historia reciente de nuestro país. La investigación inicial se centraba en dos emisiones de Bancaja (1999 y 2000) por valor total de 600 millones de euros y otras dos de Caja Madrid (2004 y 2009) por importe de 1.140 y 3.000 millones de euros respectivamente. Miles de españoles vieron cómo la posibilidad de reclamar su dinero se esfumaba para siempre, la misma desazonadora intuición que tienen ahora mismo más de 305.000 familias afectadas por la compra del supuestamente quebrado Banco Popular a manos del Santander por la cantidad de un euro, una broma macabra que en cualquier país avanzado del mundo se habría penado ya con durísimas penas de cárcel. Aquí todo apunta a que ese sumario seguirá el mismo camino que los anteriores, o sea el del contenedor de basuras de la Audiencia Nacional. Hay que abrigar a la banca, no vaya a ser que se constipe.
Por si fuera poco, la instrucción del sumario contra los líderes independentistas catalanes impulsores del procés ha estado plagada de “chapuzas judiciales”, unas más gruesas que otras, hasta que finalmente órganos judiciales europeos han terminado dictaminando que nunca existió la rebelión violenta e insurreccional que sí vio el juez Pablo Llarena. A pesar de todo, el procesamiento de Oriol Junqueras y los suyos ha seguido el curso que parecía trazado de antemano, como si ninguna autoridad europea se hubiese pronunciado en contra de un sumario bajo sospecha de manipulación política. ¿Con qué autoridad moral encara el Supremo, tras el tocomocho de las hipotecas, el crucial juicio al procés fijado para primeros del año próximo? ¿Cómo se puede pretender que el ciudadano no sospeche que si unos magistrados se han plegado al poder de los mercados no harán lo mismo ante el poder político de la ultraderecha revanchista ansiosa por que un grupo de indepes pudra sus huesos en la cárcel?
Podríamos seguir enumerando casos de decisiones judiciales cuanto menos controvertidas que dejan un poso amargo en el ciudadano, la extraña sensación de que las moscas más grandes casi siempre terminan atravesando (y hasta rompiendo) el filo hilo de araña que teje la Justicia. No haría falta recordar que en nuestro país hay músicos, artistas y hasta pobres titiriteros perseguidos por sus ideas (algunos incluso han tenido que salir por piernas del país tras ser acusados de enaltecimiento del terrorismo) ni que un actor, Willy Toledo, está actualmente procesado por blasfemar contra Dios, una distopía descabellada que ni el más febril guionista de Netflix hubiese imaginado. El último revés se ha producido esta misma semana, tras la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que ha condenado al Estado español porque el líder de la izquierda abertzale, Arnaldo Otegi, no tuvo un juicio justo.
Resulta obvio que el polémico acuerdo al que llegaron ayer los 28 magistrados de la Sala Tercera a cuenta de la sentencia de las hipotecas lleva a muchos españoles a concluir que la Justicia está sin duda teledirigida por los poderes fácticos (políticos, económicos, financieros) y razones para pensarlo no les falta. Es entonces cuando cunde la desafección, crece el descrédito de un órgano tan importante como el Tribunal Supremo y las sospechas de tongo alimentan la pérdida de confianza de los ciudadanos en sus instituciones. Que pueda cuestionarse la imparcialidad del sistema judicial en un Estado de Derecho es algo extremadamente grave, quizá lo más grave que puede sucederle a un Estado, ya que la Justicia es un pilar básico del funcionamiento de cualquier democracia.
Así no extraña que las asociaciones de juristas hayan alertado del delicado momento en el que nos encontramos, con una Justicia que parece haber caído en manos del sector más reaccionario y neoliberal de la sociedad. Algo está pasando con nuestros jueces y nada bueno. Según fuentes de la Unión Progresista de Fiscales (UPF), el Gobierno debería controlar las supuestas vinculaciones de miembros de la carrera judicial con el poder financiero de nuestro país, sobre todo en lo que se refiere a las puertas giratorias y a la organización de cursos para juristas organizados por la banca. “El patrocinio privado a las asociaciones de jueces y de fiscales puede dar una imagen distorsionada de la Justicia española y de nuestras profesiones”, ha alertado la asociación. Para evitarlo, UPF insiste en la necesidad de mandar un “mensaje a la sociedad sobre la absoluta independencia de la justicia”, y añade: “Nos parece interesante reabrir el debate sobre la conveniencia de recibir fondos de entidades con las que posteriormente es posible que existan intereses en conflicto”. Precisamente Diario16 publicaba el pasado 28 de octubre un artículo firmado por José Antonio Gómez bajo el título Las elites controlan la independencia judicial en el que se aseguraba que diferentes asociaciones profesionales, tanto de jueces como de fiscales, mantienen “contratos de patrocino con el Banco de Santander, un hecho que, en medio de la polémica por el comportamiento errático del Tribunal Supremo respecto a la sentencia del pago del impuesto de actos documentados de las hipotecas, cobra una relevancia mayor”.
Según la Unión Progresista de Fiscales, dichos patrocinios, “más aún cuando se trata de entidades bancarias, tienen un efecto negativo sobre la imagen de absoluta imparcialidad que las carreras judicial y fiscal deben proyectar a la ciudadanía, fundamento del riguroso régimen de incompatibilidades al que estamos sometidos”. Para tratar de limpiar la imagen de adocenamiento de cierto sector de la judicatura respecto a las entidades bancarias, en el año 2010 la UPF asumió el compromiso ético de rechazar todo tipo de patrocinio o subvención privada, y lo ha venido manteniendo de manera estricta. Además, la asociación añadió que “no ha recibido nunca patrocinio alguno. De la misma manera defendemos que estamos ante una cuestión deontológica que merece ser incluida en el futuro Código Ético de la Carrera Fiscal”. Y concluye: “Por todo ello, con el fin de preservar la imagen de la Justicia, creemos que este compromiso ético ha de ser compartido por todas las asociaciones judiciales y fiscales, e invitamos a todas ellas a integrarlo. Para que ninguna sombra pueda oscurecer este servicio público para el que, día a día, jueces y fiscales trabajamos con vocación e implicación”.
Por su parte, desde Jueces para la Democracia, el magistrado Joaquim Bosch asegura que “cuando el diseño del Tribunal Supremo permite potencialmente las presiones partidistas o de las entidades bancarias, nuestro sistema de justicia pierde toda credibilidad ante la sociedad. Necesitamos un poder judicial al servicio de las personas y no de los grupos privilegiados”.
Ante tal avalancha de críticas, Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Supremo, ha tenido que salir al paso durante un acto oficial para asegurar que todos los magistrados que tomaron parte en la sentencia de las hipotecas han actuado, “y que no tenga dudas la sociedad, con absoluta libertad e independencia de criterio”. Unas palabras que demuestran lo alejados que están sus señorías del Supremo de la opinión pública y de la calle.
Viñeta: Igepzio
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