lunes, 28 de octubre de 2019

LA MASACRE


(Publicado en Diario16 el 7 de octubre de 2019)

Santiago Abascal asegura que el PSOE ha sido, históricamente, un partido criminal. Ortega Smith, en una de las sentencias más infames que se recuerdan, añade que las 13 Rosas “torturaban, asesinaban y violaban vilmente” en las checas de Madrid. Son solo dos ejemplos, sangrantes eso sí, de cómo la nueva ultraderecha española trata no ya de revisar la historia, sino de modificarla radicalmente, a su antojo, por intereses electorales.
Sin embargo, es fácil rebatir las mentiras y bulos de los fascistas. Basta con acercarse a cualquier librería, abrir un libro de historia de los grandes especialistas en franquismo (los hay y muy buenos), y comprobar que el único régimen genocida que ha habido en España en el último siglo ha sido el que instauró Franco ilegítimamente. Es cierto que la Guerra Civil fue un compendio de atrocidades cometidas por ambos bandos (siempre sin olvidar que la confrontación fue fruto del levantamiento armado de un grupo de golpistas). Pero fue tras el triunfo militar del Ejército nacional en 1939 cuando el régimen de Franco puso en marcha en todo el país una macabra y monumental maquinaria represora con el fin de aislar, encerrar y liquidar a todo aquel sospechoso de haber apoyado a la Segunda República.
La “limpieza” de lo que quedaba del enemigo comenzó pronto, en 1939, cuando el país todavía se hallaba en guerra y el dictador promulgó leyes de represión inspiradas en el odio y la venganza como la llamada Ley de Responsabilidades Políticas destinada a enjuiciar a “quienes contribuyeron con actos u omisiones graves a forjar la subversión roja, a mantenerla viva durante más de dos años y a entorpecer el triunfo providencial e históricamente ineludible del Movimiento Nacional”. La propia ley (más bien un acta oficial de la venganza ciega que se iba a llevar a cabo con miles de personas) reconoció que “la magnitud internacional y las consecuencias materiales de los agravios son tales que impiden que el castigo y la reparación alcancen unas dimensiones proporcionales”. Es decir, ya se avisaba de que no habría compasión con el “preso político”.
Así fue cómo se crearon los tribunales militares para juzgar a civiles y cómo se extendió la responsabilidad con carácter retroactivo, llevándola atrás en el tiempo, hasta 1934. La persecución de los republicanos se incrementó en los años inmediatamente posteriores al final de la contienda, sobre todo entre 1939 y 1942, sin duda los más duros y letales. La tarea de control y purga de todos aquellos reductos disidentes fue implacable. Los estudios historiográficos cifran en 270.000 el número de españoles encarcelados en 1940. Muchos de ellos terminaron siendo ejecutados por vía del juicio sumarísimo y sus cuerpos arrojados a cunetas y fosas comunes. A muchos los sepultaron en el Valle de los Caídos sin que sus familias lo supieran, como complemento perfecto y relleno a la obra faraónica del megalómano dictador. Ni que decir tiene que los Consejos de Guerra que se montaron a tal efecto no reunían unas mínimas garantías legales para los acusados. En la mayoría de los casos la sentencia ya estaba dictada de antemano, puesto que bastaba y sobraba con la declaración de algún testigo que odiaba al preso y declaraba en su contra, con el informe secreto de algún cura resabiado que hacía las veces de confidente franquista o simplemente con el atestado de la Guardia Civil. El peor delito era el de rebelión, que la mayoría de las veces conllevaba pena capital. A fecha de hoy, decenas de miles de juicios sumarísimos, las farsas con las que el Gobierno franquista trataba de justificar y dar apariencia de legalidad a sus fusilamientos indiscriminados, aún no han sido derogados.
A falta de estudios más exhaustivos −precisamente unos de los aspectos más positivos de la Ley de Memoria Histórica es que apoya con fondos públicos a los historiadores y asociaciones de familiares que quieren llegar a la verdad con datos científicos− se da por hecho que entre fusilamientos y “paseos” el número de muertos pudo alcanzar los 50.000 solo entre 1939 y 1943. A esa macabra cifra había que sumar los miles de españoles que perdieron la vida entre rejas en ese período duro del franquismo, es decir, el otro genocidio, el silencioso, no el provocado por el pelotón de fusilamiento sino el que tuvo lugar a causa del hambre y la enfermedad en las lóbregas prisiones y en los macabros campos de concentración repartidos por todo el territorio nacional.
Pero si crueles fueron las sentencias que condenaron a miles de españoles a la pena de muerte, no menos lo fueron las penas por “delitos inferiores”. Antes del estallido de la Guerra Civil el número de presos encarcelados en España por cualquier tipo de actividad delictiva rondaba las 10.000 personas, y eso contando con las graves tensiones políticas y el clima de conflictividad social que caracterizaron los primeros años del régimen republicano. A finales de 1939, ya terminada la guerra, el número de encarcelados superaba los 270.000, lo que da una idea de la intensa y frenética labor represiva a la que se consagraron los vencedores.
Numerosos historiadores creen que tal nivel de población reclusa exigía fuertes inversiones del Estado en comida, seguridad, atención médica, etcétera, un dispendio que el Gobierno de Franco, en aquellos años de posguerra en los que todo era ruina y carestía, no estaba dispuesto a asumir. Y mucho menos con el enemigo. Resultaba más barato fusilarlos o dejarlos morir de hambre. Los expertos consideran que además del factor de la represión ideológica y la venganza, probablemente la cuestión económica  (lo caro que resultaba mantener entre rejas a medio país), llevó a Franco a promover políticas inhumanas en los penales fascistas. Julián Marías ha narrado en sus Memorias la situación de los presos políticos en la España franquista. Según el escritor, las garantías procesales eran poco menos que nulas: los tribunales militares solían liquidar entre 12 y 15 juicios a la hora. No se daba por supuesta la inocencia, sino la culpabilidad, de modo que era la primera la que debía ser probada. El hecho de estar en la cárcel presuponía no solo ser culpable, sino haber perdido cualquier derecho, incluso la profesión. Las depuraciones fueron masivas en todas las actividades, la política, la función pública, la docencia, la diplomacia…
Tres años después, en 1942, la cifra de presos se había reducido a 124.000. Pero el número de encarcelados no bajó drásticamente hasta 1945, cuando el censo de población reclusa apenas llegaba a los 43.000 internos. La “limpieza” masiva de rojos siguió hasta 1950, cuando todavía se registraban 30.000 personas en las cárceles de Franco. A partir de ese momento el rostro del dictador trató de mostrar su lado más amable y humano para recabar el reconocimiento internacional, sobre todo de Estados Unidos. No obstante, las persecuciones continuaron en mayor o menor medida hasta la muerte del tirano.
Los datos que manejan los historiadores confirman que poco a poco el régimen de terror instaurado por Franco fue dando sus frutos y después de la victoria de 1939 cada vez menos españoles participaban en actividades de disidencia. El precio por plantar cara al genocida era demasiado elevado. Por supuesto, los datos de tal genocidio fueron debidamente ocultados por el régimen, igual que son silenciados por Abascal y Ortega Smith, los herederos directos de aquella masacre.

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