(Publicado en Diario16 el 22 de octubre de 2019)
A finales de los años setenta un 15 por ciento de los catalanes se declaraban solo catalanes y no españoles. El 31 por ciento se sentía únicamente español y un 43 por ciento albergaba ambos sentimientos a partes iguales. Solo un 11 por ciento de los encuestados aspiraba a lograr la independencia de Cataluña algún día.
Esa tendencia claramente marcada por la integración y no la separación quedó plasmada en las diferentes leyes que se sucedieron esos años. Así, la Ley de Reforma Política, que permitió la transición de la dictadura a la democracia, fue aprobada mayoritariamente por la población catalana: solo un 5 por ciento votó en contra. Y en las elecciones generales de 1977, aunque la aspiración autonómica era un clamor en la inmensa mayoría del pueblo de Cataluña, el independentismo seguía siendo un fenómeno residual. Tras los comicios, entre los parlamentarios electos se apuntaba ya a una vuelta a un Estatuto de Autonomía similar al de 1932. Parecía lógico que en una sociedad moderada que expresaba un derecho legítimo de libertad y autogobierno se llegara a un acuerdo con Madrid para el encaje de Cataluña en el nuevo Estado español que pretendía construirse una vez superada la dictadura. Y así ocurrió.
El ansia de libertad se plasmó en el referéndum de ratificación de la Constitución Española celebrado el 6 de diciembre de 1978, donde los catalanes votaron masivamente “sí” a la Carta Magna. El apoyo en las cuatro provincias fue superior al 90%. En Barcelona del 91 por ciento; en Girona del 90,4; en Lleida del 91,9; y en Tarragona del 91,7 por ciento. De un censo de 4.398.173 electores acudieron a votar 2.986.726 personas (el 67,9 por ciento). Solo 137.845 dijeron “no” a la Constitución (126.462 votaron en blanco y 20.549 fueron nulos).
Pero más allá del pacto del 78 entre Cataluña y España, aquello fue posible gracias a dos hombres llamados a entrar en la historia, dos talentos políticos y dos buenas personas: Josep Tarradellas y Adolfo Suárez, que supieron mover los hilos con una lucidez, una habilidad y una astucia que no se aprecia en ningún político español de nuestros días (tampoco catalán).
Fue el propio Tarradellas quien tomó la iniciativa para regresar a España y empezar su crucial labor de interlocución con el Gobierno de Madrid. Todo estaba por hacer y no había tiempo para utopías ni ensoñaciones baratas. “Suárez tenía motivos para estar preocupado respecto a Cataluña”, asegura el político catalán en sus Memorias. Y era cierto, ya que entre los catalanes se abría paso una seductora opción política nacionalista, integradora y de carácter moderado, que por supuesto nada tenía que ver con el franquismo ni con el centrismo español suarista llamado a ser el principal partido nacional.
Tras intentar un primer contacto con los socialistas, Tarradellas se dirigió directamente a un diputado de UCD, Carlos Sentís. El 27 de junio de 1977, tan solo unos días después de las elecciones, tuvo lugar una entrevista en Madrid entre el líder catalán y Adolfo Suárez. No fue fácil para ninguno de los dos, según cuentan los historiadores y periodistas de la época. Suárez no quería ni oír hablar del restablecimiento de la Generalitat y llegó a decir que él era el presidente del Gobierno de una nación con 36 millones de habitantes mientras su interlocutor no era más que un exiliado que había perdido la Guerra Civil. Fue entonces cuando Tarradellas le respondió con firmeza que un jefe de Gobierno que no supiera resolver el problema de Cataluña inevitablemente pondría en peligro la transición de España a la democracia. Suárez tomó buena nota de aquella advertencia como hombre inteligente que era.
La entrevista de Tarradellas con Manuel Fraga fue todavía más tensa (como no podía ser de otra manera) y no consta que sirviera para mucho (siempre la piedra en el camino de la derecha española ultramontana). Sin embargo, con el rey Juan Carlos I el líder catalán mantuvo un contacto “mucho más fructífero”, según cronistas de la época. Entre dos campechanos quizá era más fácil crear el clima de confianza propicio.
Pues aquella Generalitat de Cataluña que parecía imposible en un momento en que el ruido de sables en los cuarteles era constante, en que las fuerzas vivas del franquismo seguían detentando un inmenso poder y en que la democracia era un frágil retoño que apenas empezaba a respirar fue, contra todo pronóstico, posible. El 25 de octubre de 1979 la voluntad de ambas partes se plasmó en el Estatuto de Autonomía sometido a referéndum de los catalanes con derecho a voto: fue aprobado por el 88,1% de los electores, con un 7,8% de votos negativos, aunque es cierto que la participación no fue excesivamente alta (apenas un 60 por ciento).
Guste o no a Quim Torra y a los CDR, Cataluña decidió integrarse libremente en el marco jurídico constitucional. No hubo ninguna opresión, ni ninguna ocupación ilegal, ni ninguna imposición de un Estado totalitario fascista a un subyugado pueblo esclavizado. Simplemente era una buena oferta, un pacto ilusionante y atractivo, lo que en aquel momento más convenía a los catalanes, que además contaron con un puñado de políticos que por su talante negociador, talla humana y política como estadistas y espíritu de concordia, más allá de sus intereses personales, supieron estar a la altura de las circunstancias históricas. Sánchez y Torra deberían tomar buena nota.
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