(Publicado en la revista Gurb el 4 de julio de 2014)
Hoy uno no es nadie si no sale en la
televisión. La pequeña pantalla es el gran oráculo que decide quién debe
triunfar y quién debe hundirse en la miseria. Un tertuliano, hoy, puede
llegar al Parlamento de Bruselas saliendo todo el rato en la
televisión; un presentador mediocre y gris que no sabe poner las tildes
ni la hache intercalada puede pegar el pelotazo editorial del siglo
echándole jeta en la televisión; y hasta el último pringao del mundo
puede llegar a ministro de Cultura si se lo propone y tiene sus buenos
minutillos de televisión.
La televisión es el gran asunto
contemporáneo, la profecía cumplida del Gran Hermano, que decía Orwell
(lástima de hermoso título ensuciado por aquel chabacano programa de
televisión presentado por una meona de duchas). Vivimos en un fascismo
televisivo sin darnos ni cuenta y comemos, bebemos, vestimos y follamos
como nos dice la televisión. A la hora de comer nos meten en la sopa el
lubricante con una amplia gama de sabores para impacientes, gourmets y
fogosos; o el coche galáctico imposible para cualquier bolsillo; o el
támpax perfecto que va nadandito por la piscina, cual espermatozoo
alegre y ligero, y se acopla él solito al chichi. Una gallofa tras otra,
eso es la televisión. Y, sin embargo, pese a ser la televisión una
jaula de grillos grillados, la gente está loca por salir en ella, busca
su momento de gloria efímera, de ficción, de mala y venenosa televisión,
y los platós vodevilescos están que bullen de folclóricas de cuatro
reglas, delincuentes con carné, encocados, putillas, chonis mal
peinadas, stripers rehabilitadas, poligoneras de garrafón, tatuados 3D,
hormonados de gimnasio, tronistas y alcahuetes del amor que no saben
juntar dos frases seguidas. Lo peor de cada casa está en la cárcel o en
la televisión, eso es seguro. A Belén Esteban la proclamaron reina del
pueblo, o lo que es lo mismo, reina de la mierda rosa, pero para mí que
no es más que una boxeadora de la vida a la que le han partido la nariz y
el corazón, una pobre chica maltratada por el barrio, corneada por un
torero pichabrava y desvirgada de alma por un demonio que se llama
Vasile. A mí la Esteban, ojos de besugo y carmín de sangre, no deja de
producirme cierta ternura y compasión, porque tras su apariencia de dura
pugilista carajillera se esconde un juguete frágil, un juguete roto por
la televisión. La fauna televisiva resulta ya vomitiva, insoportable, y
solo nos faltaban los bestsellerianos Jorgeja, Màxim y Boris con sus
libritos coñazo en plan Proust. Es la nueva generación literaria que nos
invade, la generación rosa: el autor, un eslabón silencioso del
sistema; el libro, un frasco de colonia; la literatura, una gran
mentira, una más. A uno le parece que en este país falta cultura, mucha
cultura, y sobra televisión.
Pero España sigue siendo un país de
cotillas y porteras y nos enchufamos a las mañanas telecinqueñas de Ama
Rosa no buscando al economista sesudo que nos da la brasa con la prima
de riesgo; ni los comentarios aburridos de Marhuenda, Rojo o Maraña, que
es como aquel entrañable y honrado Lou Grant de nuestra infancia. La
gente, digo, el espectador, el gentío, enciende la televisión buscando
ingle y bragueteo a tope, el folletín y el folletón, si Lagartijo se lo
montó con Frascuelo, si fulanito le dio el revolcón a menganita o si
menganita mató a polvos a zutanito, que pasaba por allí, o si aquello
fue solo un trío tonto en el jacuzzi, todos con todos, hala, a pasarlo
pirata, que es lo que se lleva ahora entre la juventud tatuada,
depilada, desnortada. Al español le importa un huevo y parte del otro
que el país se vaya al garete, que Bruselas nos calque con puño de
hierro, que mañana a los postres llegue la III República o que Montoro,
el trilero, nos las meta doblada con el clásico timo de los impuestos.
Aquí, lo que de verdad le sigue importando al personal es dónde compra
el tanga Mariló, si la Campos ha cumplido los ochenta, si Lola Flores le
echó un mal fario a la Pantoja, si el semen de Amador huele a pachuli
con whisky, si Peñafiel le hace el vudú a la Reina Letizia, si Rosa
Venenito se lo monta con un yogurín que la haga mujer, al fin, ¡aaaagh!,
o si Kiko Hernández lleva un armario dentro de sí. Hay una cosa que le
quiero decir, ocupado lector: lo mejor que podemos hacer con la
televisión es apagarla.
Imagen: Adrián Palmas
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