domingo, 13 de julio de 2014

COLORÍN, COLORADO

 (Publicado en la revista Gurb el 4 de julio de 2014)

Hoy uno no es nadie si no sale en la televisión. La pequeña pantalla es el gran oráculo que decide quién debe triunfar y quién debe hundirse en la miseria. Un tertuliano, hoy, puede llegar al Parlamento de Bruselas saliendo todo el rato en la televisión; un presentador mediocre y gris que no sabe poner las tildes ni la hache intercalada puede pegar el pelotazo editorial del siglo echándole jeta en la televisión; y hasta el último pringao del mundo puede llegar a ministro de Cultura si se lo propone y tiene sus buenos minutillos de televisión.
La televisión es el gran asunto contemporáneo, la profecía cumplida del Gran Hermano, que decía Orwell (lástima de hermoso título ensuciado por aquel chabacano programa de televisión presentado por una meona de duchas). Vivimos en un fascismo televisivo sin darnos ni cuenta y comemos, bebemos, vestimos y follamos como nos dice la televisión. A la hora de comer nos meten en la sopa el lubricante con una amplia gama de sabores para impacientes, gourmets y fogosos; o el coche galáctico imposible para cualquier bolsillo; o el támpax perfecto que va nadandito por la piscina, cual espermatozoo alegre y ligero, y se acopla él solito al chichi. Una gallofa tras otra, eso es la televisión. Y, sin embargo, pese a ser la televisión una jaula de grillos grillados, la gente está loca por salir en ella, busca su momento de gloria efímera, de ficción, de mala y venenosa televisión, y los platós vodevilescos están que bullen de folclóricas de cuatro reglas, delincuentes con carné, encocados, putillas, chonis mal peinadas, stripers rehabilitadas, poligoneras de garrafón, tatuados 3D, hormonados de gimnasio, tronistas y alcahuetes del amor que no saben juntar dos frases seguidas. Lo peor de cada casa está en la cárcel o en la televisión, eso es seguro. A Belén Esteban la proclamaron reina del pueblo, o lo que es lo mismo, reina de la mierda rosa, pero para mí que no es más que una boxeadora de la vida a la que le han partido la nariz y el corazón, una pobre chica maltratada por el barrio, corneada por un torero pichabrava y desvirgada de alma por un demonio que se llama Vasile. A mí la Esteban, ojos de besugo y carmín de sangre, no deja de producirme cierta ternura y compasión, porque tras su apariencia de dura pugilista carajillera se esconde un juguete frágil, un juguete roto por la televisión. La fauna televisiva resulta ya vomitiva, insoportable, y solo nos faltaban los bestsellerianos Jorgeja, Màxim y Boris con sus libritos coñazo en plan Proust. Es la nueva generación literaria que nos invade, la generación rosa: el autor, un eslabón silencioso del sistema; el libro, un frasco de colonia; la literatura, una gran mentira, una más. A uno le parece que en este país falta cultura, mucha cultura, y sobra televisión.
Pero España sigue siendo un país de cotillas y porteras y nos enchufamos a las mañanas telecinqueñas de Ama Rosa no buscando al economista sesudo que nos da la brasa con la prima de riesgo; ni los comentarios aburridos de Marhuenda, Rojo o Maraña, que es como aquel entrañable y honrado Lou Grant de nuestra infancia. La gente, digo, el espectador, el gentío, enciende la televisión buscando ingle y bragueteo a tope, el folletín y el folletón, si Lagartijo se lo montó con Frascuelo, si fulanito le dio el revolcón a menganita o si menganita mató a polvos a zutanito, que pasaba por allí, o si aquello fue solo un trío tonto en el jacuzzi, todos con todos, hala, a pasarlo pirata, que es lo que se lleva ahora entre la juventud tatuada, depilada, desnortada. Al español le importa un huevo y parte del otro que el país se vaya al garete, que Bruselas nos calque con puño de hierro, que mañana a los postres llegue la III República o que Montoro, el trilero, nos las meta doblada con el clásico timo de los impuestos. Aquí, lo que de verdad le sigue importando al personal es dónde compra el tanga Mariló, si la Campos ha cumplido los ochenta, si Lola Flores le echó un mal fario a la Pantoja, si el semen de Amador huele a pachuli con whisky, si Peñafiel le hace el vudú a la Reina Letizia, si Rosa Venenito se lo monta con un yogurín que la haga mujer, al fin, ¡aaaagh!, o si Kiko Hernández lleva un armario dentro de sí. Hay una cosa que le quiero decir, ocupado lector: lo mejor que podemos hacer con la televisión es apagarla.

Imagen: Adrián Palmas

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