(Publicado en la revista Gurb el 18 de julio de 2014)
La globalización es la última gran
tragedia de la especie humana, acosada y arrinconada definitivamente por
el capitalismo cruento y salvaje. Globalizar supone reducirnos a una
idea, a un pensamiento único, a un imperio, a una moneda, a un idioma, a
una canción, a un supermercado, a un tanga, a un programa de
televisión, a un pantalón vaquero y a un yogur. Pero la globalización,
como toda nueva era, como todo nuevo momento histórico, necesitaba su
herramienta tecnológica para llevarse a efecto. Y esa herramienta ha
sido, sin duda, Internet.
El neolítico tuvo la rueda, la primera
revolución industrial el carbón, la segunda el petróleo, la era atómica
la bomba de neutrones y la globalización tiene la red de redes, que con
ese nombre no podía ser otra cosa más que una diabólica e infinita
malla, una urdimbre, una trama en la que quedamos atrapados como
pescaítos fritos gaditanos. Ya todos estamos sofritos por la espantosa y
formidable sartén de Internet. Ya todos vivimos chamuscados por el
chisporroteante aceite fotónico del ordenador, veneno de neuronas. En el
mundo hay dos mil millones de personas que no tienen luz eléctrica, que
sobreviven en una oscuridad medieval, endémica, mientras la otra mitad
del planeta vive pegada a una luz falsa, a la pantalla engañosa de la
computadora. Es lo que los sesudos llaman la fractura tecnológica, pero
si lo miramos bien, el supuesto avance, el amanecer de la información,
no es tal progreso, sino un inmenso fraude, un gigantesco paso atrás. Le
llaman globalización pero en realidad es un totalitarismo cósmico,
planetario. Tras miles de años de lucha de clases, de reyes contra
lenins, de ricos contra proletas, por fin nos han echado el lazo, por
fin nos han reducido a la categoría de esclavos, que es lo que quería el
gran capital. Esclavos ultratecnificados, pero esclavos a fin de
cuentas. Borregos, ovejas eléctricas, como en aquella novela de K. Dick.
Somos una tribu cibernética que se levanta, come, vive, trabaja,
produce y se acuesta con el ordenador bajo el brazo, con el teléfono
inteligente (¡qué gran oxímoron!) pegado a la oreja y con la tablet
metida en el culo. Somos como hombres-orquesta que no paran de hacer
sonar, sin ton ni son, sus extraños instrumentos informáticos. Nos han
puesto unos grilletes fotovoltaicos en el cuello sin que ni siquiera nos
demos cuenta. Cada vez leemos menos papel y chapoteamos más en las
cenagosas aguas de Facebook. Cada vez almacenamos menos datos en el
cerebro (el más perfecto de los ordenadores posibles) mientras los
grandes gurúes de la informática nos aconsejan no acumular demasiados
conocimientos, que saber mucho cansa, está pasado de moda y es de
antiguos. El paso previo del fascismo es derrotar a la cultura y
Leonardo da Vinci, hoy, sería tomado no por un sabio, sino por un carca
trasnochado. Ya no es cool aglutinar muchos conocimientos, porque el
saber te lo dan el señor Bill Gates o el señor Macintosh con sus
inventos del demonio, mientras uno puede dedicarse a la auténtica labor
para la que ha sido programado: ir al gimnasio a ponerse vigoréxico y
consumir mucho y bien. Hoy es que solo ves jóvenes alelados/tatuados
guasapeándose los guasones, jóvenes todo el día dándole a la tecla del
Smartphone. Es que están hechos unos mulos, como diría Tony Leblanc.
La sociedad de masas de Ortega devino en
la sociedad de la información, en la galaxia Gutenberg o aldea global
con sus paletos tecnificados, una aldea que llegó un buen día sin avisar
precedida de trompetas y fanfarrias, como la gran panacea que iba a
acabar con los problemas del ser humano cuando en realidad nos ha
terminado estragando con tanto chip, byte, terabyte, software, plugin y
su puñetera madre que los parió. Los que venimos de la era
analógica/antológica (hace cuatro días pero parece que fue en el
cretácico superior) sentimos cierta nostalgia de aquellos tiempos en que
escribías poemas a máquina y luego quedabas con una chica en un bar y
no había facebooks, ni tuiters ni guasaps (ni siquiera sé cómo escribir
ese engendro de palabro entre anglo y futurista) y te derretías de
nervios ante la posibilidad de un plantón en toda regla a las puertas
del cine, con el anhelo del no saber si ella llegaría o no, con el dulce
miedo al fracaso metido en el cuerpo. Hoy todo está previsto,
programado, actualizado, por no quedar no quedan ni cines, no hay lugar
para la cita con sorpresa y cualquier usuario anónimo de las redes
sociales sabe que te llamas fulanito, que vives en Recoletos esquina
Almirante, que te gustan las motos acuáticas, que calzas un 41 y que
eres de Quintanilla. Nos han infantilizado tanto, nos han humunculizado
de tal guisa que ya solo somos felices como niños cuando obtenemos una
buena cantidad de "me gustas" en nuestro muro. Uno, harto ya de tanta
matraca informática, está pensando seriamente en largarse a la Patagonia
tras clausurar la maldita cuenta de feis. Con toda mi face.
Ilustración: Adrián Palmas
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