martes, 17 de septiembre de 2024

PELLETS

(Publicado en Diario16 el 10 de enero de 2024)

El desastre ecológico que ha provocado el vertido de 25 toneladas de material plástico en Galicia ha puesto en evidencia el mal funcionamiento de todo el sistema. Políticos que cayeron en la desidia (tanto autonómicos como estatales), funcionarios que no hicieron su trabajo y, por supuesto, una prensa nacional y regional que probablemente minusvaloró el alcance de un suceso cuyas consecuencias fueron engordando, como una bola de nieve, a medida que pasaban los días. Nadie prestó la debida atención a las peligrosas bolitas blancas, los famosos 'pellets' que hoy cubren toda la costa gallega, la asturiana, la cantábrica y aún más allá (dependiendo de las corrientes oceánicas, la marea plástica puede llegar a Finlandia o a la Laponia rusa, según).

Sin duda, la nefasta gestión ha tenido que ver con que el vertido se produjera en vísperas de Navidad y muchos de quienes tenían alguna responsabilidad en el suceso ya estaban pensando en las vacaciones. El 8 de diciembre (y esto quema mucho la sangre) Portugal informó a España de que el Toconao había perdido contenedores cargados con las dichosas bolitas. Además, el 13 de diciembre algún que otro testigo telefoneó a las autoridades gallegas alertando de la presencia de unos sacos sospechosos varados en la playa. Nadie se lo tomó en serio. Todo era alegría e ilusión navideña. ¿Un aguafiestas viniendo a estropear la apacible tranquilidad que se respiraba con una historia sobre pelotillas de goma y confetis abandonados? No hombre, no. Sin duda sería algún ecologista ocioso y desfaenado, uno de esos greñudos catastrofistas de imaginación calenturienta. Y así fueron pasando los días.

Como en una de esas malas películas sobre alienígenas que van conquistando el planeta poco a poco y en silencio, las inquietantes bolitas blancas seguían llegando por millones a las costas gallegas. Y nuestros políticos continuaban a sus cosas. Los del PP y Vox con su matraca mañanera de que Sánchez es un traidor-felón-amigo de separatistas; los del Gobierno tratando de tejer alianzas con Puigdemont, Junqueras, el PNV y Bildu para sacar adelante sus decretos anticrisis. O sea, los habituales aburridos sainetes del día a día de la vida pública española mientras el gravísimo problema seguía creciendo sin control y sin que nadie le prestara la debida atención.

Esta desidia también es imputable a la prensa, a toda la prensa, la nacional y la local, que por lo visto despreció la noticia sobre las extrañas cosas translúcidas. Era más cómodo y fácil cumplir el expediente con el oportuno seguimiento a las tontunas diarias de los políticos, al tuit absurdo de Feijóo o Abascal y a la patraña de turno de Ayuso que ponerse a investigar el suceso. Y no sería porque no había antecedentes. Cada año se pierden en el mar más de 1.500 contenedores, muchos de los cuales se rompen al estrellarse contra las olas o el fondo marino, soltando sustancias de todo tipo letales para el entorno. Los medios de comunicación debieron pensar que el caso del carguero causante del vertido frente a las costas de Portugal no le interesaba a nadie, o quizá estaban más preocupados de informar sobre el Gordo de Navidad, el discurso de Felipe VI de Nochebuena, las uvas y la cabalgata de Reyes Magos. En España hay buenos reporteros, el problema es que las redacciones se quedan vacías en fechas festivas, no se cubren las vacantes y se trabaja bajo mínimos.

A todo esto se suma que la Xunta de Galicia pasó mucho del incidente, seguramente para no alarmar a la población, lo que hubiese sido contraproducente a las puertas de unas elecciones autonómicas. Manipulación política más desidia periodística, ¿qué podía salir mal? Ya sabemos cómo funciona el periodismo precario de hoy: si no hay nota de prensa oficial, no hay noticia. Y no la hubo, al menos sobre la gravedad y auténtica dimensión de lo que estaba ocurriendo. Sea como fuere, se consumó el apagón informativo y los gallegos –y por consiguiente el resto de españoles–, siguieron disfrutando de las fiestas mientras los centollos, nécoras, lubinas y pulpos, o sea los mejores manjares de nuestra tierra, la esencia de la Marca España, seguían alimentándose con las peligrosas y diminutas esferas blancas. Las únicas bolas que interesaban a los responsables de nuestra seguridad (más bien irresponsables) eran las que colgaban del árbol de Navidad, gran motor de la economía y el consumismo.  

Solo cuando han pasado los fastos, cuando la UE ha advertido de que los microplásticos son nocivos para la salud, cuando los voluntarios de los pueblos afectados se han echado a las playas para retirar los 'pellets' con sus propias manos y cuando las televisiones han destinado, por fin, cámaras a la zona, se ha puesto el foco político y mediático en el incidente del carguero Toconao. Entonces, y solo entonces, el equipo de Alfonso Rueda ha empezado a reaccionar, poniendo en marcha su formidable maquinaria de propaganda para echar balones fuera. Un cúmulo de coartadas redactadas en un supuesto informe de un supuesto experto de una supuesta empresa privada que rechaza cualquier tipo de riesgo para la salud humana y que añade (no se lo pierdan) que las dichosas bolitas son incluso “comestibles”. O sea, que en una de estas los hosteleros gallegos se ponen a vender tapas de 'pellets' regadas con Ribeiro como si se tratara del mejor marisco de las Rías. Puro sarcasmo, sobre todo si tenemos en cuenta que los expertos europeos llevan años alertando sobre los vertidos de microplásticos al mar. Está claro que nadie va a sufrir un daño inmediato hoy por comerse un puñado de 'pellets' a palo seco. El problema vendrá dentro de unos años, cuando el páncreas, el riñón y el hígado empiecen a fallar y a sufrir extrañas intoxicaciones. Pero para entonces el actual Gobierno de la Xunta ya no estará en el poder para exigirle responsabilidades. ¿O sí?

Viñeta: Currito Martínez

PESCADO CANCERÍGENO

(Publicado en Diario16 el 9 de enero de 2024)

El reciente vertido de microplásticos o pellets va camino de convertirse en el nuevo caso Prestige del Partido Popular. En Génova hay preocupación (y en algunos prebostes hasta canguelo), por un desastre ecológico a las puertas de las elecciones gallegas. Los más pesimistas creen que la calamidad (otra negligencia provocada por la mano humana) pasará sin duda factura en unos comicios que los populares habían planteado como un nuevo plebiscito contra Sánchez. Otros, los más joviales y optimistas, consideran que todo esto se habrá olvidado en unas semanas. Estos últimos se basan en la falsa creencia de que el gallego es por naturaleza sumiso, adocenado, borrego, y volverá a darle la mayoría absoluta al PP, tal como ocurrió después del 13 de noviembre de 2002, cuando aquel maldito buque petrolero con bandera de Bahamas se partió en dos, provocando la mayor catástrofe ecológica de la historia de España al derramar toneladas de chapapote sobre las costas gallegas (los célebres hilillos de plastilina a los que se refirió el entonces ministro Mariano Rajoy en aquella rueda de prensa de infausto recuerdo).

El hundimiento del Prestige provocó un movimiento ciudadano inédito hasta entonces: el Nunca Máis. Miles de personas se desplazaron altruistamente desde todos los rincones del país para arrimar el hombro y retirar con sus propias manos el aluvión de crudo, que dejó un paisaje desolador con las hermosas playas embadurnadas de negro. Fue uno de los ejemplos de solidaridad más conmovedores que se recuerdan. Pero no parece que estemos en el mismo momento. La sociedad española ha cambiado desde aquellos tiempos, nos hemos hecho más egoístas y pocos parecen dispuestos a dar lo mejor de sí, gratis, por el bien común.

Los miles de millones de pellets (pequeñas partículas de plástico no biodegradables) que un carguero ha vertido al mar frente a las bahías de Portugal, y que llegan ya hasta Asturias, son tanto o más peligrosos que el fuel del Prestige. Contaminan la arena y la vegetación, son tragados por los peces que los confunden con comida, se introducen en la cadena trófica. Y al final, esa lubina contaminada que llega a nuestra mesa, y que creemos tan suculenta, sana y saludable, viene con regalo incluido a modo de letal Kinder sorpresa: una serie de diminutas bolitas blancas, casi translúcidas e invisibles, altamente cancerígenas. Los científicos estiman que cada semana comemos el equivalente en plástico a una tarjeta de crédito. Pocos ejemplos más claros y evidentes de cómo la actividad industrial no solo destruye el planeta, sino que se revuelve contra el propio ser humano para acabar también con él.  

Estos días, el recuerdo del Prestige ha vuelto a las playas gallegas. Algunos ciudadanos, pocos, recogiendo las peligrosas bolitas de plástico, rebuscando entre la arena, cribando como pueden con improvisados utensilios domésticos. Es una batalla tan loable y conmovedora como perdida de antemano. Y, sin embargo, es preciso actuar ya, antes de que las diminutas partículas entren en la cadena alimentaria. “Cuanto más pequeñas más peligrosas son, entran en las plantas y en los animales y llegan a nosotros. Hay que tomar medidas con urgencia”, asegura Fernando Valladares, investigador del CSIC.

Estamos sin duda ante una catástrofe medioambiental tan preocupante como el chapapote que llegó hasta el último pueblo costero del norte de España. A esta hora la Xunta debería haber activado el nivel de alerta (tiempo ha tenido desde el 13 de diciembre, cuando se produjo el incidente) y todas las instituciones del Estado tendrían que haberse puesto a trabajar, manos a la obra y codo con codo, para paliar los efectos de la desgracia. Pero han pasado varios días desde el suceso y aquí lo único que se mueve es el cainismo de siempre. Estamos en época electoral y al cacique gallego no le interesa un escándalo ecológico con el consiguiente pánico entre la población. Por eso solo han movilizado a doscientos limpiadores para depurar la costa. Doscientos recogedores para 25 toneladas de material tóxico y 1.500 kilómetros de playas. Una broma.

Así las cosas, el Gobierno central acusa a la Xunta de Galicia de negligencia por no haber actuado antes contra el vertido (y razón no le falta, hay precedentes de que los gobiernos del PP suelen hacerse los remolones cada vez que se produce un desastre de algún tipo). A su vez, el Ejecutivo regional tacha de oportunista al gabinete de coalición Sánchez por tratar de utilizar el asunto para sacar rédito en la próxima cita con las urnas. Solo la Fiscalía ha movido ficha al entender que las famosas bolitas o pellets son altamente nocivas para la fauna, la flora y la salud humana. El problema es que un par de fiscales y un puñado de policías medioambientales poco podrán hacer para frenar tanta devastación. Podrán identificar a los culpables, a la empresa contaminante, al armador responsable de que miles de sacos con microplásticos hayan terminado en el mar. Podrán incluso determinar si los dirigentes de la Xunta competentes en la materia (más bien incompetentes) activaron el protocolo de emergencia a tiempo para poder sacar del mar la mercancía peligrosa. Pero el mal ya está hecho.

El fantasma de otro Prestige planea sobre las cabezas no solo de los gallegos, sino de todos nosotros, ya que el pescado que llega a nuestros platos proviene en buena medida de la zona contaminada por el vertido. Pero en España todo es ruido y furia y poca diligencia y eficacia en la gestión de grandes catástrofes. Lo primero es hacerse la foto en helicóptero sobrevolando la zona afectada y la habitual ceremonia de la confusión y de odio político, o sea los “hunos y los hotros” a los que se refería Unamuno tirándose los trastos a la cabeza mientras el bosque arde, el aire se envenena y los ríos y mares se pudren. Produce vergüenza y asco comprobar cómo, cuando el gran asunto del día de hoy debería ser hacer frente a la penúltima catástrofe ecológica gallega, algunos dirigentes del PP tratan de desplegar la habitual cortina de humo dando la matraca con Puigdemont, los enemigos de España y la amnistía. Al igual que en su día Rajoy calificó el vertido de cientos de toneladas de fuel del Prestige como unos cuantos “hilillos de plastilina”, hoy la Xunta ha tratado de manipular a la opinión pública restando importancia al caso y calificando el vertido como unas “boliñas de plástico”. En este país ya se sabe que lo primero es ganar las elecciones; después las pandemias, el medio ambiente y la salud de las personas. Tiempo habrá de comprar la voluntad del pueblo con indemnizaciones de miseria. Como cuando trataron de tapar la ruina dando cuatro duros de mierda a los damnificados por el desastre de 2002 y algún que otro idiota declaró, satisfecho y con una sonrisa en la boca, que “más Prestiges se tendrían que hundir”.

Viñeta: Pedro Parrilla

OPPENHEIMER

(Publicado en Diario16 el 9 de enero de 2024)

Oppenheimer, la película de Christopher Nolan, ha arrasado con cinco premios en la gala de los Globos de Oro, antesala de los Oscar. Estamos, sin duda, ante una gran cinta que no por su largo metraje (dura más de tres horas) deja de ser menos hipnótica. Nolan logra construir un montaje narrativo casi tan perfecto, mecánico-cuántico y matemático como la desintegración de un átomo de uranio, desencadenante de la reacción en cadena que da lugar a la energía nuclear.

Oppenheimer narra la historia del creador de la bomba atómica que sirvió para derrotar al Imperio de Japón, acabando de la noche a la mañana con la Segunda Guerra Mundial. Por momentos, la película funciona como un interesante documental sobre el Proyecto Manhattan, el plan de un grupo de científicos financiados por el Gobierno de Washington (el plan fue autorizado en 1941 por el presidente Roosevelt) en la loca carrera del Ejército norteamericano contra nazis alemanes y japoneses para lograr la bomba del Juicio Final. En otras fases del film, Nolan nos regala un thriller trepidante de estilo clásico que nos sumerge de lleno en las intrigas políticas y en la caza de brujas contra esa izquierda universitaria e intelectual norteamericana que en los años anteriores a la conflagración mundial fue reprimida por recabar fondos para la Segunda República en la Guerra Civil Española y que más tarde, ya durante la Guerra Fría y en plena paranoia antisoviética, fue duramente perseguida y purgada (el propio Oppenheimer sufrió en sus carnes la caza de brujas y las acusaciones de espía traidor).

Lógicamente, la película no se olvida de abrir un interesante debate moral sobre el uso de la energía nuclear con fines bélicos que está más de actualidad que nunca por razones obvias. Y quizá por eso la obra de Nolan ha sido un gran éxito en taquilla. El miedo siempre llenó las salas de cine en las sociedades occidentales. Miedo a que un loco provisto del temido maletín apriete el botón rojo en cualquier momento; miedo a que la bomba termine explotando en nuestras narices y enviándonos a todos a la Prehistoria, a la noche de los tiempos, a la caverna, al garrote y el taparrabos. Fue Einstein, uno de los personajes que transitan por la película de Nolan, quien dijo: “No sé con qué armas se peleará la Tercera Guerra Mundial, pero la cuarta será con palos y piedras”. Ese inquietante augurio se ha instalado en la conciencia colectiva como una especie de profecía autocumplida que se transmite como un pensamiento obsesivo atormentando a generación tras generación. El ser humano moderno vive un drama cósmico: sabe que es cuestión de tiempo que alguna de las ojivas nucleares que pululan por el planeta termine escapándose y desatando el infierno en la Tierra.

Superado ya el viejo modelo de la disuasión que durante décadas mantuvo el orden mundial entre yanquis y soviéticos, un puñado de países ha alcanzado el estatus de potencia nuclear. Estados Unidos, la Federación Rusa, Reino Unido, Francia, República Popular China, India, Pakistán y Corea del Norte. Basta con echar un vistazo a ese siniestro listado para concluir que el uranio letal con el que Robert Oppenheimer empezó a experimentar hace casi un siglo ha caído en manos de regímenes totalitarios con sus correspondientes gobernantes lunáticos obsesionados con el momento del violento éxtasis, el orgasmo de la gran destrucción final. Así que, dentro de nada, todo quisqui tendrá su juguete letal. Estamos en la Era Nuclear descontrolada y cualquiera con mucha pasta y pocos escrúpulos puede fabricar el bombazo, desde un camellero del ISIS hasta un gánster de Cosa Nostra, pasando por el envarado magnate de una red social.

Mientras el aclamado Nolan recoge sus Globos de Oro, lanzando con su filme una seria advertencia a la comunidad internacional, la población terrícola cae en la cuenta de que el hombre que creó el primer obús atómico no hizo más que abrir la puerta del averno. Nunca antes el enloquecido homo sapiens ha estado tan cerca como hoy de un desastre atómico de proporciones bíblicas, tal como marcan las agujas del Reloj del Apocalipsis (hace un año este mecanismo simulado se adelantó 10 segundos, quedándose a solo 90 para la medianoche, es decir, el momento crítico del supuesto cataclismo que acabaría con el planeta y por consiguiente con la raza humana​).

Putin amenaza con usar sus arsenales de Kaliningrado si Occidente sigue entrometiéndose en la guerra de Ucrania. El presidente norcoreano, Kim Jong-un, sacia su fetichismo fálico, en bermudas frente a las playas surcoreanas, con sus misiles experimentales. Y los ayatolás de Irán están a un paso de conseguir su propia bomba, si es que no la tienen ya (cuando lo consigan quizá sea cuestión de tiempo que la empleen contra Israel para vengar a los hermanos palestinos masacrados en el genocidio planificado de Gaza). Todo ello por no hablar de la mafia rusa, de los yihadistas, de los grandes contrabandistas de armas y de otros criminales más o menos organizados que a día de hoy tienen posibilidades técnicas y financieras de fabricar y vender al mejor postor una bomba sucia capaz de ser detonada en el centro de Nueva York, París, Londres o Madrid. Quien a estas alturas no haya asumido todavía que estamos viviendo en el alambre, en un equilibrio tan frágil e inestable como el de un protón, es que es un insensato o un loco o ambas cosas a la vez.

Ahora que se acerca la ceremonia de los Oscar es un buen momento para ver Oppenheimer por primera vez o repetir para sacarle nuevos matices e interpretaciones. Pocas veces coinciden público y crítica y esta vez parece que ha ocurrido esa mágica conjunción. Hasta el siempre inconformista Carlos Boyero, al que no suelen gustarle este tipo de películas que hablan de ciencia y de pasados, presentes y futuros más o menos distópicos, se ha rendido al talento del injustamente tratado Nolan, que ya mereció los máximos galardones con Interstellar, una de las mejores películas de ciencia ficción de la historia que retrata la búsqueda desesperada y agonizante del hombre por salir de un planeta irreversiblemente enfermo y encontrar nuevos mundos donde seguir viviendo y destruyéndolo todo. “Un tema árido para una buena película (...) Posee clima, personajes matizados, diálogos inteligentes (...) Una fuerza visual que llega a deslumbrar en algunos momentos, intérpretes que hacen creíbles a sus personajes”, escribe Boyero sobre Oppenheimer. Por encima de todos los actores del reparto, el formidable Cillian Murphy, el guapifeo con pinta de perturbador alienígena que ya nos deslumbró en la serie Peaky Blinders y que aporta el puntito de científico atormentado al personaje central, o sea el destructor de mundos.

Barbie, la otra candidata a película del año, compite merecidamente con la última genialidad de Nolan. Pero mucho nos tememos que su universo rosa y su dulce sátira sobre el machismo, el feminismo y la sempiterna lucha de sexos tiene poco que hacer frente a una obra magna llamada a marcar una época por lo que tiene de espectáculo artístico total, por lo que cuenta de nosotros mismos y por el oscuro destino que nos anticipa.

Viñeta: Pedro Parrilla

LA BATALLA CULTURAL DE AYUSO

(Publicado en Diario16 el 8 de enero de 2024)

Isabel Díaz Ayuso vuelve a desenterrar el hacha de guerra contra Pedro Sánchez, esta vez con un asunto sanitario tan sensible y de interés general como el uso de la mascarilla higiénica. A la lideresa le importa un rábano que las urgencias de Madrid estén colapsadas, que los pacientes se aparquen de mala manera en los pasillos de los hospitales carentes de médicos y que nos encontremos en plena ola de la llamada “tripledemia” (gripe, covid y bronquiolitis). Ella, como buena ácrata y magufa que es, va a lo suyo: a proclamar su constante insumisión trumpista y anticientífica contra el Gobierno woke.

Esta vez la que está probando el ricino maquiavélico ayusista es Mónica García, la nueva ministra de Sanidad que se ha estrenado en su primera crisis de gripe con el pie cambiado (la oposición le afea que se haya ido de vacaciones mientras se propagaba el mal respiratorio por todo el país). Tras el colapso sanitario por la “tripledemia”, García ha tenido que improvisar medidas urgentes para frenar la ola de contagios (ya estamos en una incidencia de más de 900 casos diarios y subiendo), una propuesta digna de ser aplaudida pero que llega tarde. Desde el verano, los sindicatos venían alertando de que esto iba a ocurrir y nadie se puso a trabajar para evitar el caos que vivimos estos días.

Ayuso y García se conocen bien, no en vano han protagonizado enconados cara a cara en la Asamblea regional. Así que tienen cuentas pendientes. Pero de momento la presidenta de Madrid ya le ha colado el primer gol a la titular del departamento al decirle que la mascarilla se la ponga ella, aquello de “sube aquí y verás Madrid”, haciéndole una peineta bien hermosa y enhiesta. Hoy mismo, en la reunión del Consejo Interterritorial, Lady Libertad ha encabezado el movimiento de insumisión en las regiones gobernadas por el PP, de modo que estas comunidades autónomas irán por libre y haciendo caso omiso a las recomendaciones del ministerio mientras dure esta nueva pandemia invernal de tres caras.

¿Pero por qué IDA se muestra tan tozuda a la hora de rechazar un pedazo de tela que, según la ciencia, resulta eficaz para prevenir contagios en determinados escenarios como hospitales y farmacias, es decir, locales muy concurridos, cerrados y con deficiente ventilación? A fin de cuentas, un madrileño, por muy españolazo y ayusista que sea, se constipa y se agarra el trancazo como cualquier ser humano hijo de vecino. Desde 1897, cuando el cirujano francés Paul Berger operó por primera vez con mascarilla, esta herramienta quirúrgica se ha demostrado eficaz para evitar la transmisión de gérmenes entre médicos y pacientes. En 1910 ya se utilizó para luchar contra la peste bubónica en China y en 1918 para prevenir la expansión de la gripe española. Hoy no verán ustedes a ningún cirujano operando enfermos sin la imprescindible mascarilla. A ningún doctor especialista de lo suyo, ya sea estomatólogo, cardiólogo, traumatólogo o neurólogo, se le ocurriría entrar al quirófano a pleno pulmón, soltando su aliento al paciente y viceversa, con las uñas negras y grasientas. Cualquier facultativo que intente acometer una operación en estas condiciones será denunciado de inmediato y llevado ante el juez por loco, por mala praxis profesional y por guarro. Pero por lo visto Ayuso tampoco cree en los principios elementales de la medicina y si fuese cirujana seguro que operaba un corazón abierto con las manos pringadas de fruta, de kiwi, pomelo, naranja o algo así, y chupándose los dedos.

La mascarilla, por tanto, es plenamente aceptada por los manuales clínicos desde hace más de un siglo y forma parte del protocolo diario de inexcusable cumplimiento, entre otras medidas como lavarse bien, utilizar guantes de látex y esterilizar a fondo el quirófano y los utensilios antes de cualquier intervención. Sin embargo, ahora llega esta mujer, Ayuso, que no sabría distinguir un virus de una bacteria, y nos dice que en los hospitales y ambulatorios de Madrid no hace falta la mascarilla en medio de una pandemia. Está claro que su intransigente posición nada tiene que ver con razones técnicas o sanitarias, de las que ni sabe ni conoce, sino más bien con una forma de hacer política que a ella le viene bien porque le rinde votos en las urnas. La Comunidad de Madrid no es Burundi ni Eritrea. Hay eminentes epidemiólogos, buenos biólogos, brillantes médicos que ostentan también responsabilidades políticas como miembros de la Consejería de Sanidad. Gente que a través del comité de expertos seguramente le habrá dicho ya a la lideresa que recapacite, que reflexione, que en medio del repunte de una “tripledemia” a punto de colapsar el sistema sanitario público lo aconsejable, por puro sentido común, sería recuperar otra vez la careta obligatoria en los recintos hospitalarios. Sin embargo, ella, como está a otra cosa, como se halla inmersa en su disparatada “batalla cultural”, en su deriva Qanon y en su competición por ser más falangista y dura que Vox, rechaza la medida con el absurdo argumento de que la mascarilla recorta libertades y supone un símbolo tan bolchevique como la hoz y el martillo. Hasta ahí ha llegado el delirio de la diva del PP.  

Recuerde el lector habitual de esta columna que contra el “bozal” ya se rebelaron los grupos negacionistas y de extrema derecha en lo peor del coronavirus. Fue así, atrayéndose a las masas cabreadas con las medidas restrictivas de Sánchez, como Ayuso revalidó el poder en las últimas elecciones madrileñas. A la presidenta le bastó con levantar el estandarte de los hosteleros, siempre contrarios a cualquier medida sanitaria para controlar la expansión del covid, para que la llevaran en volandas –como una nueva Agustina de Aragón en lucha contra el racionalista y afrancesado Sánchez–, a la poltrona de Sol. Aquella jugada (una estrategia tan reaccionaria como irresponsable), le salió redonda a la insumisa de Chamberí, de modo que ahora quiere repetir la misma jugada, a ver si así le sustrae otro puñado de votos a Sánchez entre las masas descontentas y hartas de este mundo distópico que nos ha tocado vivir. Bocado a bocado, pandemia a pandemia, bulo a bulo, Ayuso va erosionando al líder socialista.

Muchos de los 4.000 muertos que se registran cada año a causa de la gripe, en su mayoría ancianos y personas vulnerables o inmunodeprimidas, podrían alargar unos cuantos años más su existencia con una simple mascarilla a tiempo. No hay debate. Usar esta medida de prevención donde hay que usarla (en la calle no hace falta para nada) salva vidas. Pero qué más da. Lo importante es que a la muchacha la sigan votando cada cuatro años.

Viñeta: Pedro Parrilla